Los habitantes de la nada Francis Carsac F. Borie es trasnportado en un platillo volante por los humanoides de piel verde, los Hiis, a los mundos extra-galácticos, para que les ayude en su lucha contra las criaturas metálicas devoradoras de soles: los Misliks. Francis Carsac Los habitantes de la nada Francis Carsac Titulo original: Ceux de nulle part Traducción: J.C.A. © 1952 by Francis Carsac © 1956 Editora y Distribuidora Hispano Americana, S.A. PRIMERA PARTE — LOS VISITANTES PRÓLOGO Aquella mañana de marzo de 195… llamé a la puerta de mi viejo amigo el doctor Clair, ciertamente sin sospechar que pronto iba a escuchar un relato fantástico e increíble. Digo «mi viejo amigo» porque, aun cuando ni él ni yo hemos pasado apenas los treinta, nos conocemos desde la infancia y no nos habíamos separado más que en estos últimos cuatro años. La puerta fue abierta — o mejor entreabierta — por una anciana vestida de negro, como todas las viejas de esta región. Murmuró: — Si es para una visita, el doctor no recibe hoy. Está haciendo sus experimentos». Clair era un médico excelente, y, sin embargo, no ejercía regularmente. Gracias a una saneada fortuna podía consagrar casi todo su tiempo a delicados experimentos de biología. Su laboratorio estaba instalado en la casa paterna, cerca de Rouffi-gnac y, en opinión de varios sabios extranjeros que lo habían visitado, había pocos en el mundo que se le pudieran comparar. Hombre muy discreto sobre sus trabajos, sólo me había hecho algunas breves alusiones a ellos, en las escasas cartas que nos habíamos cruzado, pero yo estaba enterado, por los rumores que corrían en los círculos universitarios, de que estaba muy cerca de encontrar la solución para extirpar el cáncer. La vieja me observaba con desconfianza. — No, no vengo para una consulta — respondí —. Diga al doctor que Frank Borie querría verle. — ¡Ah! ¿Es usted el señor Borie? En este caso ya es distinto. Le está esperando. Desde el fondo del pasillo, una profunda voz de bajo gritó: — ¿Qué hay, Magdalena? ¿Quién está ahí? — ¡Soy yo, Seva! — respondí. — ¡Entra, pardiez! Con grandes zancadas llegó a mí, casi me desmontó el brazo con su apretón de manos, me hizo doblegar con una palmada en la espalda — ¡y yo había jugado al rugby! — , y en lugar de conducirme en seguida a su despacho, como de costumbre, me llevó nuevamente a la puerta. — ¡Qué hermoso día! — exclamó con énfasis —. ¡Luce el sol, y llegas tú! A decir verdad, no te esperaba hasta la noche, con el autobús. — He venido con mi coche. ¿Acaso te estorbo? — ¡No, no, de ninguna manera! Estoy encantado de verte. ¿Qué es de tu vida? ¿Cómo va vuestra nueva pila? — ¡Chist, misterio! Va sabes que no puedo hablar de eso. — Bueno, bueno ¡atomista misterioso! A propósito, os doy las gracias por vuestro último envío de isótopos radiactivos. Me sirvieron de mucho. Pero ya no os molestaré más con esto. He encontrado algo mejor. — ¿Y qué es ello? — pregunté extrañado. — ¡Chist, misterio! No debo hablar. En el interior, detrás de nosotros, hubo un suave ruido de pasos, y, por una puerta entreabierta, creí distinguir una esbelta silueta femenina. Sin embargo, que yo supiera, Clair era soltero y sin compromiso. El comprendió sin duda la dirección que seguían mis ojos y, cogiéndome por el brazo, me hizo dar la vuelta. — Desde luego no has cambiado nada. Siempre el mismo. ¡Vamos adentro! — Siento no poder devolverte el cumplido. ¡Tú has envejecido! Su despacho, que yo conocía muy bien, estaba vacío, pero en el aire flotaba un débil y agradable perfume que me sorprendió. Clair se dio cuenta, y, anticipándose a cualquier pregunta, dijo; — Sí, hace unos días tuve la visita — profesional desde luego — de una célebre actriz, y su perfume aún persiste. ¡Es extraordinario lo que progresa la química! Empezamos a hablar de mil cosas. Le enteré de la muerte de mi madre y con sorpresa le oí decir: — Eso está bien. — ¡Cómo, que está bien! — dije apenado. — No, hombre, quise decir: ahora comprendo por qué me has tenido sin noticias estos últimos tiempos. Entonces, ¿estás solo en el mundo ahora? Asentí. — Pues bien. Es posible que te haga una proposición muy interesante. De momento no es más que un proyecto. Ya te hablaré de ello esta noche. — ¿Y tu laboratorio? ¿Cómo va? — ¿Quieres verlo? Ven. El laboratorio, construido después de mi última visita, cuatro años antes, era una amplia habitación con grandes ventanales, más larga que ancha, y ocupaba toda la parte trasera de la casa. Me detuve en la puerta y di un silbido de admiración. Lo recorrí, fijándome, al paso, en el micromanipulador, el corazón artificial. En una pieza contigua había un enorme generador de rayos X. En el centro del laboratorio, una tela ocultaba a medias un aparato. — ¿Y eso? — pregunté. — No es nada. Todavía no está a punto. Una prueba… — No sabía que construyeras nuevos aparatos. Oye, como físico, tal vez pueda ayudarte. — Ya veremos. Más tarde. De momento prefiero no hablar de eso. — Como quieras — dije un poco molesto —. Si te estalla en las narices… Sonó el timbre de la puerta. — ¡Mecachis! Magdalena ha salido. Tendré que ir yo mismo. Ya solo, me acerqué al misterioso aparato y levanté, indiscreto, la tela. Quedé estupefacto. En vez del lío que esperaba, me encontré ante un maravilloso ajuste de tubos metálicos y de cristal, válvulas opacas y transparentes, empalmes de hilos. Sobre múltiples cuadrantes, extrañas agujas bífidas señalaban graduaciones cuyo significado se me escapaba. Estoy acostumbrado a toda clase de aparatos científicos e incluso en mi laboratorio utilizamos algunos bastante complicados. Pero debo reconocer que nunca había visto nada parecido a aquello. Oyendo sobre el piso del pasillo los rápidos pasos de mi amigo, volví a poner rápidamente la tela, y, con indiferencia, me puse a mirar distraídamente el jardín por la ventana. — Un caso de difteria. Mi colega está ausente. Debo ir yo. Toma algún libro de mi despacho, entre tanto. — ¿Quieres que te lleve? Mi coche está en la puerta. — Sea. Esto me evitará el tener que sacar el mío. Mientras rodábamos, reflexioné sobre las singularidades que había observado. Clair no me esperaba hasta la noche, y había parecido molesto al verme llegar más pronto. Me había tenido ante la puerta durante varios minutos, con una temperatura que, sin ser glacial, era bastante fría. Había divisado una silueta escurriéndose por el corredor, e inmediatamente después Clair me había permitido entrar. Había parecido satisfecho al saber que la muerte de mi madre me dejaba solo en el mundo. Y finalmente, había aquel aparato… ni que me mataran podía comprender para qué servía. Y para colmo ¡en un laboratorio de biología! ¿Sería Clair el inventor? Era muy posible. Pero… ¿y el constructor? Recordé sus prácticas de montaje en la clase de Física de la Universidad y no pude evitar una sonrisa. Paramos ante una granja. Clair no estuvo dentro más de un cuarto de hora. — No es nada. Hemos llegado a tiempo. Mi colega continuará el tratamiento. — ¿No ejerces en absoluto? — Ya no. No tengo tiempo. Sólo algunas veces cuando el doctor Gauthier está ausente, o si me llama en consulta. Ya de vuelta, me hizo guardar el coche en el garaje, y subimos mi equipaje a la habitación que habitualmente me reservaba. Es contigua a la suya, y, al pasar por delante de su puerta, creí oír ruido en el interior. A mediodía, la comida servida por la vieja Magdalena, fue, como siempre, excelente. Clair habló poco. Estaba como preocupado, ausente. Cuando le dije que por la tarde pensaba ir hasta Eyzies para ver a unos amigos pareció aliviado, y quedamos citados para las siete. En Eyzies vi al paleontólogo Bouchard, quien me contó una extraña historia. Seis meses antes, la aparición de «diablos» en el bosque de Rouffi-gnac había conmovido toda la región. Incluso había circulado el rumor de que esos diablos habían raptado al doctor Clair, pero, evidentemente, todo eso carecía de fundamento, ya que dos días después de la desaparición de los diablos el doctor había reaparecido, «en una columna de fuego verde». La verdad sencilla era que había permanecido dos días encerrado en su laboratorio ocupado en un interesante experimento. Con respecto a los diablos, lo más curioso del caso era que una quincena de labradores pretendían haberlos visto, afirmando que parecían hombres, pero con el poder sobrenatural de paralizar a la gente dejándolos clavados en el sitio. El Prefecto, así como el Obispo de Perigueux, habían ordenado una investigación. Pero ante los investigadores oficiales, los labradores no se habían mostrado tan seguros de sus afirmaciones. Finalmente se había calmado todo. — Sin embargo — añadió Bouchard —, debo reconocer que, la noche en que según ellos desaparecieron los diablos, ví en el cielo una intensa luz verde sobre Rouffignac. Esta historia ofrecía en sí muy poco interés. A diario leemos cuentos parecidos en cualquier periódico. Pero, sin saber por qué, la relacioné con las rarezas de Clair. Cuando llegué a su casa lo encontré más tranquilo, como si hubiera tomado una decisión importante después de muchas vacilaciones. En el comedor habían puesto cubierto para tres personas. — ¿Esperas a alguien? — pregunté. — No, pero te voy a presentar a mi mujer. — ¿Tu mujer? ¿Es que le has casado? — Inmediatamente pensé: «¡La silueta!» — Oficialmente, todavía no. Pero no puede tardar. Esperamos los papeles. Ulna es extranjera. Dudó un momento. — Es escandinava. Finlandesa. Te advierto que habla el francés bastante mal. — ¿Y tú hablas finlandés? ¡Primera noticia! — Lo aprendí el año pasado durante un viaje de seis meses. Creí habértelo escrito. — No. Yo consideraba el finlandés un idioma difícil. — Y lo es. Pero ya sabes, mi ascendencia eslava… Llamó: — ¡Ulna! Una delgada y extraña muchacha entró; alta, rubia, de un rubio pálido, ojos de color indefinido de los que no se podría decir si eran grises, azules o verdes, facciones regulares. Era muy hermosa. Sin embargo, había en ella algo sorprendente. ¿Tal vez su tez bronceada, contrastando con el rubio pálido de sus cabellos? ¿O la pequeñez inverosímil de la boca? ¿O el gran tamaño de los ojos? ¿O todo eso a la vez? Se inclinó graciosamente ante mí y me tendió la mano, una mano que me pareció extraordinariamente alargada, mientras pronunciaba con voz cálida y sonora, algunas palabras. Durante la cena estuve sentado ante ella. Cuanto más la miraba, más incitante me parecía. Utilizaba con gran destreza su cuchillo y su tenedor, pero sin el automatismo inconsciente que proporciona la costumbre. Apenas pronuncié palabra en toda la cena. Clair habló por todos. La vieja Magdalena era una cocinera excepcional. Mi amigo había saqueado su bodega. Observé que Ulna comía poco y no bebió nada, en contraposición del doctor y — debo reconocerlo —, de mí mismo. A medida que la cena avanzaba, fui perdiendo poco a poco esta vergüenza que me cohibía. Ulna no decía nada, pero de vez en cuando miraba a los ojos de Clair y tuve la curiosa sensación de que intercambiaban, no sentimientos, sino ideas. Después del postre, Clair se instaló cómodamente ante el fuego. Con un gesto me invitó a tomar asiento delante de él, y llamó a la criada para el café. Ulna había salido. Volvió, llevando en la mano un periódico doblado que Clair tomó y me lo tendió. Una rápida ojeada a los titulares me indicó que databa aproximadamente de unos seis meses. Iba a devolvérselo, pidiendo una explicación, cuando ví en la parte baja de la página un artículo señalado con lápiz rojo: MAS PLATILLOS VOLANTES Kansas City, 2 de octubre. Ayer el teniente George K. Simpson volvía de un ejercicio a bordo de su caza F. 109, al anochecer, cuando divisó, aproximadamente a 25.000 pies, una mancha discoidal que se desplazaba a gran velocidad. Se propuso dar caza al objeto, y pudo acercarse a él. Entonces vio que se trataba de un enorme disco de finos bordes, cuyo diámetro valoró en 30 metros, con una altura en el centro de unos 3 metros. El objeto se desplazaba a una velocidad que el teniente Simpson, a deducir por la de su propio avión, estimó en 1100 kilómetros por hora. La persecución duraba desde hacia unos diez minutos cuando el piloto se dio cuenta de que el misterioso artefacto iba a sobrevolar el campamento de N…, zona prohibida a todo aparato no americano. Como sea que las órdenes son concretas, el teniente Simpson atacó el artefacto. En aquel momento se encontraba a unos dos kilómetros de él y ligeramente más elevado. Picando a gran velocidad, le lanzó una salva de cohetes. «Ví mis proyectiles estallar sobre la caparazón metálica. Un segundo después estalló mi avión y me encontré bajando en la cabina automática de seguridad. Afortunadamente el paracaídas funcionó». Esta escena tuvo numerosos testigos que la presenciaron desde tierra; los expertos examinan los restos del avión del teniente Simpson. En cuanto al misterioso artefacto, desapareció ascendiendo vertical mente en el cielo a una velocidad increíble. Devolví el periódico a Clair, declarando con tono incrédulo: — Sin embargo, tenía entendido que después de largas pesquisas, los comunicados oficiales americanos habían acabado con ese cuento. Mi amigo no respondió. Movió lentamente la cabeza, se inclinó, tomó un tizón del fuego con unas pinzas y encendió minuciosamente su pipa. Chupó varias veces, hizo seña a su sirvienta de servir el café. Ulna no tomó. Bebimos en silencio. Clair vacilaba. Lo conocía bien y noté que se estaba interrogando. Después se sirvió coñac, y, mirándome a la cara, dijo: — Tú sabes que no soy un ignorante acabado en ciencia física. También sabes que soy realista «matler of fact», como dicen los ingleses. Pues bien, tengo una larga historia que contar sobre este platillo volante. «No te asusten las botellas que hay encima de la mesa. Su número es quizás impresionante, pero te aseguro que no tendrá nada que ver con lo que te voy a contar. ¿Tendrá relación con mi decisión de hablarte? Ni siquiera esto. Hace tiempo que había decidido decírtelo todo a la primera ocasión. He aquí mi historia. Instálate bien en tu butaca, pues, como ya te he dicho, será larga. Le interrumpí: — En mi maleta tengo un registrador magnetofónico. ¿Puedo grabar tu rollo? — Como quieras. Hasta puede que resulte útil. Tan pronto tuve instalado el aparato, empezó a hablar. En el mismo momento que pronunciaba las primeras palabras, mis ojos se fijaron en la mano de Ulna, apoyada en el brazo de su butaca. Entonces comprendí por qué aquella mano me había parecido tan alargada: ¡Sólo tenía cuatro dedos!. CAPÍTULO PRIMERO — RELATO DEL DOCTOR CLAIR Como sabes, empezó Clair, soy un gran cazador, por lo menos esta es la fama que tengo, aunque raras veces disparo un tiro. Cierta destreza innata, mezclada con una gran dosis de suerte, han hecho que nunca haya vuelto con las manos vacías. Pues bien, el primero de octubre, recuerda bien esta fecha, al caer la noche, aún no había disparado un solo tiro. En circunstancias normales eso no me habría preocupado, ya que prefiero ver vivos a los animales que matarlos; desgraciadamente, ya tengo que matar demasiados para mis experimentos. Pero había invitado para el día siguiente al alcalde de Rouffignac, pues necesitaba su cooperación para un proyecto que ahora no viene a cuento. Ahora bien, este hombre es un gran amante de los venados y por esto me decidí a hacer una pequeña incursión nocturna. Cuando el sol estaba ya declinando, atravesé el claro de Magnou en pleno bosque. Lo conoces tan bien como yo: cubierto de arbustos y de brezos y rodeado de encinas y castaños; de día es muy pintoresco, pero al caer la noche es siniestro. No es que sea impresionable, pero me apresuré. Cuando iba a entrar nuevamente en el bosque, mi pie quedó cogido en una raíz, me caí de cabeza contra un tronco y quedé sin conocimiento. Cuando me reanimé, no murmuré el clásico «¿Dónde estoy?» Un dolor lacerante recorría mi cabeza, mis oídos zumbaban y, por un momento, temí una rotura de cráneo. Afortunadamente no fue así. Mi reloj de pulsera señalaba la una de la madrugada. Era noche cerrada, y el viento soplaba, haciendo crujir las ramas de los árboles. Sobre un claro del bosque, la luna iluminaba una nube parda, aureolándola de un fantástico encanto. Me senté, buscando mi fusil que, por suerte, había descargado antes de caerme. Tuve que hurgar un poco la húmeda hierba a mi alrededor antes de encontrarlo. Utilizándolo como bastón me levanté lentamente, la cara vuelta hacia el claro. A medida que me levantaba iba aumentando el campo que abarcaba mi vista, y entonces fue cuando ví la cosa. Al principio, me pareció una masa negra, una especie de cúpula que dominaba los arbustos, un masa indefinible en la débil claridad. Inmediatamente después la luna se desprendió un instante de los velos que la cubrían, y divisé, por espacio de un segundo, un caparazón curvado, reluciente como el metal. Debo confesar que tuve miedo. Este claro de Magnou está por lo menos a media hora de camino de la carretera más próxima a través del bosque, y, desde que el viejo que le dio nombre murió, no pasa por allí más de un alma muy de tarde en tarde. Levantándome tras un castaño observé el claro. Nada se movía. Ni una luz. Sólo esta enorme masa indefinida, oscuridad sobre la oscuridad del bosque. Después, súbitamente, cesó el viento y en el silencio apenas interrumpido por algún crujido de hojas muertas, oí un débil gemido a lo lejos. Soy médico. Aunque maltrecho yo mismo, ni por un momento pensé en dejar de socorrer al así gemía, con lamentos más propios de un hombre que de un animal. Busqué mi lámpara eléctrica, la encendí y dirigí el haz luminoso ante mí. La luz arrancó reflejos de un enorme caparazón metálico y lenticular al que me acerqué con el alma en un hilo. Los lamentos venían del otro lado. Di la vuelta al artefacto, hundiéndome en la maleza, arañándome, tropezando, maldiciendo, devorado de pronto por una inmensa curiosidad que había desplazado al miedo. Los gemidos eran más claros y me encontré ante una puerta metálica, trampa abierta sobre el interior de la cosa. Mi lámpara iluminó un corto pasillo absolutamente vacío, cerrado por un tabique de metal blanco. Sobre el piso metálico yacía un hombre, o por lo menos creí de momento que era un hombre. Su largo cabello era blanco y parecía vestido con una especie de funda de color verde que brillaba como la seda. Una sangre oscura brotaba de una herida en la cabeza. Cuando me inclinaba sobre él, sus lamentos cesaron, tuvo un escalofrío y murió. Entonces penetré hasta el fondo del pasillo. La pared era lisa sin solución de continuidad, pero observé a la derecha, a la altura de mi mano, un saliente rojizo que empujé. La pared se abrió y un rayo de luz azulada me cegó. A tientas, di dos pasos y oí como la pared se cerraba detrás de mí. Protegiendo mis ojos con la mano los abrí poco a poco y pude ver una habitación hexagonal de unos cinco metros de diámetro, por dos de lado. Las paredes estaban cubiertas de raros aparatos y en el centro de la habitación, sobre tres butacas muy bajas, estaban tumbados tres seres, muertos o desmayados. Entonces pude examinarlos con calma. En seguida me convencí de que no eran hombres. En general, la forma era la misma que la de nuestra especie: cuerpo vertical, dos piernas y dos brazos y la cabeza redonda sobre un cuello. Pero ¡cuántas diferencias en el detalle! ¡Sus proporciones son más armoniosas que las nuestras, aunque sean de gran estatura; las piernas son largas, así como los brazos; sus grandes manos tienen siete dedos iguales, de los que, según me enteré más tarde, dos de ellos son oponibles. Su frente estrecha y alta, sus ojos inmensos, su nariz pequeña, las orejas minúsculas, la boca de finos labios y la cabellera de un blanco platino dan a su fisonomía un extraño aspecto. Pero más raro es el color de su piel, de un verde pálido y delicado con reflejos sedosos. Como vestido no llevaban más que una malla pegada al cuerpo, de color igualmente verde, bajo la cual se dibujaba su musculatura. Uno de los seres tumbados allí tenia la mano materialmente aplastada y de ella goteaba la sangre sobre el piso, dejando una mancha verde. Después de un momento de indecisión me acerqué al que estaba más cerca de la puerta y toqué su mejilla. Estaba tibia y firme bajo la presión del dedo. Destapé un frasco que llevaba encima y traté de hacerle sorber un poco de vino. La reacción fue inmediata. Abrió los ojos de un verde pálido, fijó en mí su mirada por espacio de unos segundos y se incorporó corriendo hacia los aparatos de la pared. Hacía ya unos años que no jugaba al rugby, pero en mi vida había logrado un placage tan rápido. En un instante la idea de que corría a buscar un arma me cruzó el cerebro, y de ninguna manera quería dejarlo pasar. Resistió poco tiempo, con energía, pero sin fuerza. Cuando dejó de debatirse, lo solté y le ayudé a levantarse. Entonces fue cuando se produjo lo más extraordinario: aquel ser me miró a los ojos y sentí que se formaban en mi mente pensamientos que me eran extraños. Como tú sabes, desempeñé cierto papel en la polémica que tiempos atrás opuso a los médicos de esta región contra aquel charlatán que pretendía curar a los enajenados, reeducando su cerebro por medio de la transmisión de pensamientos. Había escrito sobre esa cuestión dos o tres artículos que juzgaba definitivos, solventando de una vez para siempre este problema y relegando su pretensión a la categoría de curanderismo sin fundamento. Por esta razón, se mezcló a mi perplejidad cierta dosis de despecho y por espacio de unos segundos mandé mentalmente a paseo el ser que tenía ante mi y que estaba probando mi error. Se dio cuenta do ello y algo parecido a una expresión de temor cruzó su rostro. Me dediqué entonces a calmarlo, manifestando en voz alta que no llevaba ninguna mala intención. Volviendo la cabeza a su compañero herido, se precipitó hacia él, tuvo un gesto de impotencia y, dirigiéndose a mí, me pidió si podía hacer alguna cosa por él. No articuló una sola palabra, pero oí dentro de mí una voz sin timbre y sin acento. Me acerqué al herido y sacando de mi bolsillo un trozo de cuero y un pañuelo limpio, lo utilicé para improvisar un garrote. La sangre dejó de manar. Entonces intenté averiguar si había algún médico en la dotación. No fui comprendido hasta que substituí en mi pensamiento la palabra médico por la de «cuidador». — Me temo que ha muerto — respondió el ser de verde piel. Salió para buscarlo. Regresó sin el médico, pero me indicó que en las otras habitaciones varios de sus compañeros estaban heridos. Cuando me estaba preguntando lo que debía hacer, el que yo había cuidado volvió en sí y poco después lo hizo el tercero, encontrándome rodeado por tres extraños en nuestro mundo. No me amenazaron, pues el primero les contó lo sucedido. Entonces me enteré que cuando no se miran a la cara o cuando están alejados los unos de los otros, no hay transmisión de pensamiento. Su lenguaje consiste en una serie de modulados susurros, muy rápidos. Aquél al que yo había reanimado, cuyo nombre, según nuestra fonética, podría convertirse en Souilik, salió de la estancia y volvió llevando en sus brazos el cadáver del médico de a bordo. ¡Qué noche pasé! Hasta el alba estuve haciendo curas y vendajes a esos desconocidos. Sin contar dos muertos, eran diez. Entre ellos había cuatro «mujeres». ¡Cómo describirle la belleza de estas criaturas! La vista se acostumbraba pronto al extraño color de su piel y no veía más que la gracia de sus formas y la elegancia de sus movimientos. Al lado de ellos el más perfecto atleta habría parecido tosco y la más hermosa muchacha, desgarbada. Aparte de dos brazos rotos y varias contusiones, observé algunas heridas que parecían hechas por cascos de metralla. Les cuidé lo mejor que pude ayudado por dos de las mujeres. Mientras, me enteré de buena parle de su historia, que no voy a resumir, pues más tarde tuve ocasión de enterarme de muchas más cosas. Amaneció, un amanecer húmedo. El cielo estaba cubierto y pronto empezó a caer la lluvia sobre la caparazón curvada del artefacto. En un intervalo en que paró de llover, salí y di una vuelta alrededor del aparato. Parecía una lenteja completamente lisa, sin mirillas visibles, construida con un metal pulido, sin pintura, ligeramente azul. En el lado opuesto a la entrada había dos boquetes de unos 30 centímetros de diámetro. Me volví al oír ruido de pasos; Souilik y dos compañeros se acercaban, llevando un tubo de metal amarillo y algunas láminas metálicas. La reparación fue rápida. Souilik rozó con el tubo de metal amarillo el borde de los agujeros del casco. No surgió ninguna chispa y, sin embargo, el metal se fundió rápidamente. Cuando tuvieron pulidos los agujeros, colocaron sobre cada uno una plancha, y volvió a funcionar el tubo amarillo. La plancha se ablandó, se adhirió al casco, obturando de tal manera los agujeros que me fue imposible distinguir la soldadura. Regresé al interior con Souilik y entré en una habitación situada precisamente bajo la parte perjudicada del casco. La doble pared interior ya estaba reparada, pero el contenido de la habitación ofrecía todavía un deplorable aspecto. Debía ser el laboratorio y contenía una alargada mesa en el centro, llena todavía de restos de cristales rotos, y los enmadejados y complicados andamiajes medio aplastados. Un ser de gran estatura estaba intentando restablecer las conexiones. Souilik me miró, y sentí que su pensamiento me invadía. — ¿Por qué nos han atacado los habitantes de este planeta? Nosotros no les hacíamos ningún mal, intentábamos simplemente tomar contacto con vosotros, tal como ya lo hemos hecho en otros planetas. Sólo habíamos encontrado parecida hostilidad en las Galaxias Malditas. Dos de los nuestros han muerto y hemos tenido que destruir el aparato que nos atacó. Nuestro ksill sufrió una avería y tuvimos que hacer un aterrizaje forzoso aquí, lo que nos causó más desperfectos y heridos. ¡Y lo peor es que aun no sabemos si podremos reemprender la marcha! — Siento infinitamente lo ocurrido, creedme. Pero actualmente la Tierra está en manos de dos Imperios rivales y confunden fácilmente cualquier aparato desconocido con un enemigo. ¿Dónde os han atacado, en el Este o en el Oeste de este país? — En el Oeste. ¿Pero es que estáis todavía en el período de guerras sobre un mismo planeta? — ¡Oh, sí! Precisamente, hace pocos años, una guerra de éstas ha ensangrentado el mundo entero. El «hombre» de gran estatura pronunció una corta frase: — No nos será posible partir antes de un par de días — me tradujo Souilik —. Vas a marcharte y comunicarás a los habitantes de este planeta que, aunque pacíficos, tenemos medios para defendernos. — En efecto, puedo marcharme — dije — Pero no creo que en esta región paséis ningún peligro. Sin embargo, para evitar cualquier incidente, no hablaré de vuestra presencia. En esta época del año, no pasa por aquí ni una persona cada mes. Si lo permitís, esta noche vendré a veros. Me marché cojeando bajo la lluvia. Mientras anclaba, atravesando el bosque, la cara hostigada por la maleza húmeda, reflexionaba sobre la inverosímil aventura. Mi decisión estaba tomada: por la noche volvería. Encontré mi coche y regresé al pueblo. Mi vieja nodriza se horrorizó al verme: tenía una profunda herida en la cabeza y el cabello ennegrecido por la sangre coagulada. Le conté una vaga historia del accidente, me curé, tomé un baño y comí de buena gana. El día me pareció terriblemente largo, y al atardecer, preparé mi coche. Sin embargo, esperé la noche cerrada para irme, dando un gran rodeo. Oculté mi coche en el bosque, pues no quería llamar la atención dejándolo en la carretera. Después me interné bajo los árboles en dirección al claro de Magnou. Cuando estuve suficientemente alejado de la carretera encendí mi lámpara eléctrica. Llegué a la proximidad del claro. Ví salir de él una luz verdosa, muy débil, parecida a la de la esfera de un reloj luminoso. Di unos pasos más, tropecé en algo y, con gran ruido, caí cuan largo soy. Entonces, con un ligero rumor los arbustos y malezas se inclinaron hacia mí y, cuando me levanté, me encontré en la imposibilidad absoluta de avanzar. No fue la impresión de un muro. Ni mucho menos. Simplemente, a partir de cierto limite, indicado por un circulo de vegetación inclinada hacia el exterior, el aire parecía al principio viscoso, después se convertía rápidamente en una masa compacta, sin que el límite fuese neto e invariable. Alguna vez pude adelantar unos pocos decímetros, pero en seguida, sin brutalidad, era rechazado. Tampoco noté molestia alguna al respirar. Ocurría como si, desde el lugar ocupado por el platillo volante, hubieran salido oleadas de ondas repulsivas. Durante diez minutos me empeñé en querer franquear el cerco, sin conseguirlo. Ahora comprendo perfectamente el temor que, al día siguiente, sintió Le Bousquet. Pero eso, ya te lo contaré después Finalmente, llamé en voz baja y. entonces, un fuerte rayo luminoso surgió del platillo y, atravesando las ramas, me envolvió. Al mismo tiempo el muro elástico cedió un poco y avancé unos dos metros. Después volvió a endurecerse y, esta vez, fui preso en su interior sin poder avanzar ni retroceder. El haz luminoso me alcanzó. Cegado, volví la cabeza y me quedé estupefacto: un metro detrás mío se paraba en seco, como cortado, sin iluminar más lejos, y tengo la seguridad que alguien colocado en la prolongación de su trayecto, pero algunos centímetros más lejos del límite, no habría percibido ninguna luz. Después, en Ela he visto otros prodigios, pero de momento éste me pareció totalmente inverosímil y carente de sentido. Sentí que me tocaban la espalda y volví la cabeza nuevamente. Una de las «mujeres» estaba ante mí. Esta vez no tuve ninguna sensación de transmisión de pensamiento y, sin embargo, supe en seguida que su nombre era Essine y que venía a buscarme. Con gran sorpresa comprobé que caminábamos sin dificultad y un momento después me encontré ante el artefacto. Fui recibido con gran cordialidad y, aparentemente, sin desconfianza, Souilik se limitó a decirme: — Ya te dije que teníamos medios de defensa. Me interesé por los heridos. Todos habían mejorado; después del caos y la confusión del aterrizaje forzoso de la noche pasada, los Hiss — ¿te había dicho que se llaman así? — se habían reorganizado rápidamente y completando mis primeros cuidados, muy rudimentarios, puesto que desconocía totalmente su anatomía en aquellos momentos, habían puesto en marcha su maravilloso generador de rayos bióticos, del que ya te hablaré más tarde. El interior del platillo ya estaba preparado, pero muchos de los múltiples aparatos de «laboratorio» estaban destrozados. El hombre de gran estatura, cuyo nombre era Aass, estaba trabajando en ellos acompañado de otros dos y de una mujer. Ví sobre su verde cara una expresión preocupada, exactamente igual a la que ponía mi padre cuando sus cálculos no le satisfacían. De pronto, se volvió hacia mi y transmitió: — ¿Sería posible encontrar en la Tierra dos kilos de tungsteno? Desde luego, no transmitió las palabras Tierra, kilo, ni Tungsteno, pero comprendí el sentido de su pregunta, sin posibilidad de error. — Me parece difícil — pensé en voz alta. Hizo un gesto seco, y transmitió: — j En este caso, estamos condenados a vivir sobre este planeta! Al tiempo que percibí su pensamiento, percibí también la desesperación que lo avasallaba. — Seguramente no me habéis comprendido — dije. Uno de mis clientes era un ex director de una fundición y a menudo me había hecho admirar su colección de aceros especiales y metales raros. Siendo el tungsteno, de gran densidad, no sería imposible que el trozo que él poseía pesara dos kilos. Lo difícil sería convencerlo de que se desprendiera de él. Pero, aun en el peor de los casos, no sería imposible encontrar en otra parte esta cantidad de metal, aunque ello sería más largo. A medida que transmitía estas reflexiones, el rostro de mis huéspedes se iluminó. Les prometí que me ocuparía de ello en seguida y, sintiendo que les molestaba en su trabajo, me marché sin dificultad, salvo una lenta pero poderosa presión en la espalda cuando franquee el círculo. Me presenté a las nueve en el castillo de la Roche. Mi cliente no estaba. Con el alma en un hilo, expliqué a su mujer el motivo de mi visita, alegando un experimento importante y urgente. No, el bloque expuesto no pesaba los dos kilos, pero el que tenía guardado en el cajón bajo la vitrina sobrepasaba este peso. Consintió en prestármelo, pero debí prometerle que se lo devolvería antes de un mes. En realidad, se lo devolví ocho días después o, mejor dicho, lo que le llevé fue uno equivalente. Suponiendo que mis misteriosos amigos lo necesitaban cuanto antes, me dirigí en seguida al claro de Magnou. El círculo de contención ya no estaba. Me recibió Souilik, a quien hice entrega del bloque. No me quedé con ellos, pues tenía una cita a mediodía con el alcalde. Quedamos que pasaría todo el día siguiente, su último día sobre la Tierra, según ellos creían, en el platillo, pues querían hacerme numerosas preguntas sobre nuestro planeta. Por mi parte, pensaba proponerles que volviesen a tierra en algún sitio más seguro. En aquel momento pensaba en el Cáucaso o en el Sahara. Hacia las cuatro de aquella tarde, cuando nos levantábamos de la mesa, llamaron a la puerta. No sé por qué razón presentí un grave contratiempo. Era Le Bousquet, un mal sujeto, cazador furtivo y factor de ferrocarril, que quería hablar con el señor alcalde. Divertido por este imprevisto requerimiento, — Le Bousquet solía evitar cuidadosamente cualquier contacto con la autoridad — el alcalde me pidió que le permitiera recibirle en mi casa. — En un momento habremos terminado, y usted y yo podremos continuar hablando de nuestro asunto. Acepté e hice pasar en seguida a Le Bousquet. Ya yo lo conocía por haberlo atendido en alguna ocasión, desde luego sin cobrar. En prueba de agradecimiento, me había indicado algunos buenos lugares de caza abundante. No perdió el tiempo en cumplidos: — Señor alcalde, en el claro de Magnou hay diablos. Debí palidecer. ¡Mis «amigos» habían sido descubiertos! — ¿Diablos? ¿Qué cuento es ése? — replicó el alcalde, hombre campechano y sin supersticiones. — Sí, señor alcalde. Diablos. Los he visto. — ¿Ah, sí? ¿Y a qué se parecen tus diablos? — Parecen hombres. Hombres verdes. Y, además, también hay «diablas». — A ver, explícate. ¿Cómo los has visto? — Pues bien; me estaba paseando por el bosque, no lejos del claro. Oí el ruido de una rama al romperse, pensé que era un jabalí, cogí mi escopeta… — ¡Ah. ¿Conque te paseabas con la escopeta, eh? Supongo que no tienes permiso. — Hem… — Vamos a dejarlo. Pasemos a tus diablos. — Bueno, pues, cogí mi fusil, me volví y me encontré cara a cara con una diabla. — ¡Caramba! ¿Era bonita? — No estaba mal, ¡pero con la piel verde! Con el susto se me disparó la escopeta. No la toqué, pues el cañón apuntaba al suelo, pero tuvo miedo, hizo un gesto con la mano, y me encontré en el suelo como si hubiera recibido un puñetazo. Me dio la espalda y se puso a correr. Me levanté, furioso, y la perseguí. Corría más que yo y la perdí de vista. Llegué a unos 20 metros del claro ¡y me di de cabeza contra un muro! ¿Cómo puedo ser? ¡Si no hay ningún muro! ¡Conozco ese claro como la palma de mi mano! — No me debo explicar, señor alcalde. Se muy bien que no hay ningún muro, pero era lo mismo. No podía adelantar. Además, los árboles estaban inclinados como si soplara el viento y sin embargo no lo había. > Yo pensaba en mi propia experiencia y comprendí fácilmente el estupor de Le Bousquet. — Como le digo, no pude dar un paso. Mire más allá de los árboles y vi a unos diez diablos atareados alrededor de una gran máquina que brillaba como la tapadera de un enorme puchero. Entraban y salían por una puerta. Reconocí a la «diabla» hablando con un diablo, pero estaba demasiado lejos para oír lo que decía. Entonces, lodos me miraron y se rieron. En aquel momento, algo cayó sobre mí sin que yo lo viera y fui rodando por la maleza cien metros más allá del claro. He corrido hasta la carretera y aquí estoy para avisarle. El alcalde le observaba, escéptico: — ¿Estás seguro de que no has empinado demasiado el codo, hoy? ¿Tal vez exceso de vino, o de ron? — No, no, señor alcalde; apenas he bebido un par de litros de tinto en la comida, como todo el mundo. — No sé. ¿Qué le parece, doctor? Intente ganar tiempo y mentí sin escrúpulos: — Desde luego, por poco averiado que tenga el hígado, dos litros son más que suficientes para este hombre. Tiene fama de borracho y el deliriam suele producir visiones de elefantes rosa, más que diablos verdes, pero nunca se sabe… — Bueno, bueno. Ve a verme dentro de una hora en el Ayuntamiento. Ahora tengo que estar por asuntos más importantes que tus diablos. Le Bousquet salió, moviendo la cabeza. Entonces el alcalde dijo: — Evidentemente, aunque no se tambalee, está beodo. Diablos. ¡Habrase visto! Además, en todo caso es asunto del párroco, no mío. Con el pensamiento lejos, asentí con la cabeza. ¿Cómo podía, sin ofenderle, dejar plantado al alcalde para avisar a mis «amigos»? En realidad, no hubo manera. Tuve que discutir punto por punto la cuestión que nos ocupaba y no se marchó hasta las seis. Salí inmediatamente y me fui a Rout'fignac. En la plaza se habían formado numerosos grupitos. Le Bousquet había hablado, y la noticia se difundía a cada minuto. Ya se hablaba de 200 diablos echando fuego por la boca. De momento, esto no me inquietó, pues nadie pensaba en ir a comprobar los hechos. El crepúsculo estaba dejando paso a la noche, el viento soplaba y parecía que iba a llover. Dejé Rout'fignac y tomé la carretera que conducía al bosque. Un kilómetro más lejos tuve que frenar. La luz de mis faros iluminó a una docena de labradores en quienes reconocí a mis habituales compañeros de caza. Todos llevaban escopetas. Paré. — ¿Adonde vais? ¿A cazar o a la guerra? — A cazar diablos, señor Clair. — Pero, ¿cómo? ¿Habéis creído el cuento de este bromista de Le Bousquet? Estaba borracho perdido cuando ha contado su historia. El alcalde os lo confirmará. Es posible que él estuviera borracho. Pero no María de Blanchard. Ella también los ha visto y casi pierde la razón del miedo. Su colega le está tendiendo. — ¡Ah, caray! ¿Y ella también los ha visto en el claro de Magnou? — Sí. Por esto vamos allá. Ya veremos si los diablos resisten a los perdigones. — ¡Cuidado! Vais a cometer una tontería. No es asunto vuestro; corresponde a los gendarmes. A fin de cuentas, estos diablos no han hecho daño a nadie. — En este caso, ¿por qué se esconden? Tal vez son espías rusos disfrazados. — O americanos — dijo una voz que reconocí como la del contramaestre de las canteras. — Entonces, aun os incumbe menos. ¡Es de la incumbencia del Servicio de Seguridad del Territorio! — ¡Sí, si!… Y mientras llegan, se nos largan. i Vamos allá! Tomé rápidamente una decisión. No podía pensar en explicarles la verdad. Lo más urgente era, pues, avisar a los Hiss. — En este caso, yo también iré. ¡Voy delante! Sin darles tiempo de hablar, salí disparado en mi coche. Oí que me llamaban, pero me guardé de parar y, al contrario, aceleré. Los gritos se perdieron en la lluvia que había empezado a caer. Paré algo después del camino que conduce al claro y oculté mi coche en un sendero, bajo los árboles. Corrí cuanto pude a través del bosque, tratando de utilizar lo menos posible mi lámpara eléctrica. La lluvia caía sobre el ramaje desnudo, el tronco de los árboles estaba frío y viscoso y mis pies resbalaban en el musgo empapado. A lo lejos, pasaron unos coches por la carretera. Al fin llegué cerca del claro. Reinaba una luz verdosa que emanaba de una cúpula opalescente que ocupaba el lugar donde debía estar el «platillo». ¿Qué había pasado? Aparté violentamente la última barrera de arbustos y penetré en el espacio descubierto batido violentamente por la lluvia. Toqué con la mano la base de la cúpula y comprendí: no era más que lluvia chorreando sobre una invisible superficie de repulsión. Mis amigos los Hiss tenían, desde luego, un paraguas original. Llamé, sin atreverme a levantar demasiado la voz, pues podía denunciarme a los «cazadores de diablos», que ya debían estar en el bosque. Al cabo de unos minutos en la cortina de lluvia se distinguió una apertura, la franqueé y me encontré bajo cubierto, cara a Souilik. ¿Qué hay? — me transmitió. — Os van a atacar. Mis compatriotas os han tomado por seres indeseables. ¡Debéis partir inmediatamente! — No podemos salir antes de mañana. De todas formas, no podemos temer nada mientras tengamos nuestro «Essom»; en todo caso, nada que pueda venir de tus compatriotas. Por «Essom», comprendía que quería referirse a la cortina repulsiva. — ¿Es seguro que no os podéis marchar? — pregunté, preocupado por las complicaciones que preveía. — Los motores no están repasados todavía y sería demasiado peligroso atravesar el «ahun» sin habernos alejado suficientemente de este planeta. Como cada vez que él notaba que la transmisión de idea era imposible, pronunció la palabra. — ¿Qué es el «ahun»? No respondió. Essinc, la «mujer», apareció entonces y me transmitió: — Entra en el Ksill. La seguimos. De nuevo me encontré en presencia de Aass, el Hiss de gran estatura que ya había visto en el laboratorio devastado. Se hizo repetir la conversación que habían tenido. — ¿Qué medios de ataque posee tu pueblo? — ¡Oh! son variados y algunos de ellos bastante poderosos (pensaba en la bomba atómica), pero los que ahora os amenazan no lo son mucho. Hice una descripción mental de la escopeta de caza. Aass se tranquilizó: — En este caso, no hay peligro, ni para nosotros ni para ellos. En el exterior sonaron algunos disparos y acto seguido unas exclamaciones de sorpresa. Aass tocó un conmutador. Se apagó la luz y toda una parte de la pared pareció desvanecerse. Ví el claro del bosque como si hubiera estado en él e igual que si luciera el sol. Había cesado de llover y en la lamiera del bosque, junto a la entrada del camino, vi a dos siluetas humanas apuntando con sus fusiles. Cuatro Hiss los miraban tranquilamente. Sonaron nuevos disparos seguidos del mismo coro de sorpresa: los perdigones habían topado una vez mas contra la invisible barrera. Se les veía suspendidos en el aire, inmóviles, pequeños grupos de manchitas negras. Aass susurró unas palabras al oído de Essine. Esta salió y momentos después todos los Hiss entraron en el aparato, dejando a los hombres ocupados en su inútil tarea. Durante toda la noche, los Hiss trabajaron intensamente, actuando como si yo no existiera. Ni siquiera intentaron ocultarme el más mínimo detalle y pude observar cómo eran reparados buen número de complicados mecanismos, de los que no pude adivinar ni los principios en que se basaban, ni el uso a que estaban destinados. CAPÍTULO SEGUNDO — VIAJE EN EL ESPACIO Guando apuntó el alba, sobre la línea negra de los árboles, todo estaba ya listo para la marcha y las asaltantes aún permanecían allí. Se les veía a veces moverse entre los árboles húmedos. Bajo la lluvia y llenos de ansiedad, debían haber pasado una noche francamente incómoda. Yo mismo estaba inquieto, bastante fatigado y perplejo. Si no podía salir de kysill sin ser visto, significaría para mí una interminable serie de interrogatorios, entrevistas y molestias de toda clase. Así estaba reflexionando, preocupado, sentado en uno de los sillones de la habitación donde había visto a un Hiss vivo por primera vez, cuando Aass me tocó en la espalda: — ¿Qué pasa? Desde hace rato estás emitiendo ondas de inquietud. Se lo expliqué en pocas palabras. — No hay dificultades. Dentro de un rato nos marcharemos. Te dejaremos un poco más lejos, en otro claro del bosque. Te agradecemos infinitamente el que hayas venido a avisarnos y, sobre todo, el que hayas curado a nuestros heridos en ocasión del accidente que sufrimos. Permaneció un momento sin transmitir. — No podemos pensar en llevarte a Ela. La Ley es tajante: «No debe haber contactos con planetas donde todavía existen guerras». Lo siento. Tu mundo comprende a la vez muchas salvajadas y mucha civilización. Más adelante, cuando vuestra humanidad tenga más juicio, volveremos. Aun es posible que volvamos antes, si el peligro de los Misliks se concreta lo suficiente para obligar a abolir esta ley. Esto, siempre y cuando no os hayáis destruido antes como hicieron los planetas de Aur y Gen del sol Ep-Han. Por cierto, ¿cómo se llama vuestro planeta? — Tierra — dije — ; por lo menos así es en mi idioma. En otras partes le llaman Earth… — Tierra — repitió en voz alta —. Es curioso. En nuestra lengua, eso significa violencia, pero también fuerza. Y Errs, es orgullo. Ven conmigo. Me condujo a una pieza que contenía los aparatos más complicados. Allí estaba Souilik con Es-sine y otra «mujer». — Vamos a marcharnos. Pero antes convendría alejar a tus compatriotas. Resulta peligroso estar cerca del ksill cuando éste despega.. Souilik maniobró unos delicados mandos; Essi-ne apagó la luz y el exterior se dibujó en la pared. Los campesinos seguían montando su obstinada guardia tras los árboles. Aass emitió el silbido sincopado que constituye la risa de los Hiss. — Mira atentamente — me transmitió. Tras un rugoso tronco, se distinguía, con tanta claridad como si hubiera estado a tres pasos, el borde de un sombrero, un cañón de escopeta y un gran bigote: ¡El viejo Carrere! De pronto, salió disparado de su escondrijo vapuleado, perdiendo su fusil, fue rodando entre los arbustos y los brazos, gesticulando, lanzando una fantástica serie de palabrotas que fueron fielmente retransmitidas por los altavoces interiores. Desapareció tras un grupo de cusíanos. Por todas parles sus compañeros sufrieron los misinos efectos. Aass gritó una orden. — Ya están bastante lejos — me explicó — ; vamos a despegar. No oí el menor ruido ni sentí la más pequeña vibración y,!o que más me sorprendió, no tuve la menor sensación de aceleración. El suelo se hundió debajo de nosotros. Por espacio de unos instantes divisé el claro del bosque con la marca dejada por el Usill en los aplastados arbustos. Ya estábamos lejos. — Hay otro claro hacia el Oeste. Podéis dejarme allí. Ahora que los Hiss iban a salir de mi vida pura siempre, me encontraba rebosante de curiosidad sobre lo que a ellos se refería, devorado por el deseo de ir con ellos y desesperado al pensar que una serie de circunstancias absurdas me habían impedido enterarme de más cosas sobre su mundo. Ya se distinguía el otro claro, más estrecho que el de Magnou, pero sobradamente suficiente. Descendimos rápidamente. En este momento miré por casualidad el cielo a través de la pantalla. A nuestra izquierda llegaban sobre nosotros tres puntos negros que aumentaban rápidamente de tamaño. En seguida comprendí de qué se trataba: eran tres de los nuevos cazas con Slalo-Keactor de la base de Perigueux, capaces de una velocidad superior a los 2.000 Km/h. — ¡Atención, peligro! — grité, sin pensar que los Hiss no podían comprender mis palabras articuladas. Aass también los había visto y, en lugar de continuar bajando, nos elevamos. Los cazas nos siguieron. Uno de ellos pasó tan cerca que vi claramente el piloto con su casco y su máscara. Souilik, que pilotaba, maniobró febrilmente una serie de palancas. Los cazas quedaron lejos, muy atrás, pequeños puntos que iban desapareciendo, cada vez más bajos, cada vez más lejos. Por momentos se agrandaba la parte de la superficie de la tierra que podía abarcar mi vista. El cielo se volvió azul oscuro, después índigo, finalmente negro, y en pleno día aparecieron las estrellas. Comprendí que estábamos abandonando la atmósfera. No había transcurrido media hora desde que salimos y la Tierra ya era visible en su totalidad, enorme esfera verdosa cruzado por trazos blancos. ¡Yo era el primer hombre que había sobrepasado el área de atracción de la tierra! Permanecimos inmóviles en el espacio, mientras se desarrollaba el «consejo de guerra» que tuvo lugar en mi presencia. Mis compañeros nada hicieron para ocultarme la discusión. Muy al contrario, Essine no dejó de transmitirme los fragmentos más importantes. Aass opinaba que debíamos esperar la noche para desembarcarme. Souilik, en cambio, con el apoyo de Essine y otros dos Hiss, quería llevarme a su planeta, Ela. Su principal argumento parecía ser el que yo fuese un representante del planeta humano más lejano que ellos conocían y que además, la ley que prohibía las relaciones con los mundos donde imperase todavía la guerra no se refería a los planetas extragalácticos, sino a los galácticos. Era evidente, añadía, que nuestra humanidad no tenia el menor conocimiento del «paso del ahun» y, por consiguiente, Ela no corría ningún peligro. Siempre habría tiempo de llevarme nuevamente a Tierra, Por otra parte, ¿quién podría despreciar la más pequeña ayuda, ruando los Misliks estaban amenazando a menos de un millón de años-luz? Y sobre lodo, ¿quién podría despreciar el apoyo de una humanidad de sangre roja? Al final, Aass se volvió hacia mí, y dijo: — Si quieres, podemos llevarte con nosotros, siempre que nuestros alimentos te convengan, pues el viaje es largo. Así, pues, vas a comer con nosotros. Si te sientan bien, saldremos juntos hacia Ela. Más tarde volveremos. Así fue cómo tomé mi primera comida extra-terrestre, comida que no debía ser la última. El «platillo», o, como lo voy a llamar desde ahora, el ksill, se mantenía inmóvil, a unos 25.000 kilómetros de la Tierra. Los Hiss, salvo en los banquetes de postín, comen de pie. Comimos, pues, en la misma habitación en que nos encontrábamos. Los alimentos consistían en una gelatina rosada, muy gustosa, unos bizcochos que me parecieron hechos con harina de cereal, acompañados de un líquido ambarino que recordaba la miel. Los platos y cucharas eran de un material transparente, muy bello — lo comprobé dejando caer un plato —, absolutamente irrompible. Con alivio, noté que rápidamente quedaba saciado y digerí a la perfección este alimento. Pasé la tarde mirando la Tierra, esta Tierra que iba u dejar para ir, no sabía dónde. Por la noche, después de una comida parecida, me señalaron una litera baja. A pesar de mi excitación, la fatiga me entregó a un pronto sueño. Cuando desperté, estaba solo. Un débil zumbido llegaba a mis oídos. Me levanté, crucé una puerta y me encontré ante Aass. — Iba a despertarte — me transmitió —. ¡Vosotros, los terrenos, dormís mucho! Me condujo al laboratorio. Antes de continuar, creo que ya es tiempo de que te describa la distribución interior de un ksill. Casi siempre es la misma. Los Ksills tienen una forma exterior de lenteja plana cuyo diámetro oscila entre quince y ciento cincuenta metros y el espesor entre dos y dieciocho. En un ksill de tipo mediano, como el que ocupaba, las proporciones son de treinta metros por tres cincuenta. Ocupa el centro el puesto de mando, cámara hexagonal cuyos lados miden unos cinco metros. Alrededor de ésta se encuentran otras seis habitaciones de las mismas dimensiones con destinos diversos: dormitorio, laboratorio, sala de máquinas (hay tres), etcétera. Alrededor de estas habitaciones y en disminución rápida de la altura hacia la periferia, se hallan los almacenes de víveres, los acumuladores de energía, las reservas de aire, etc. La dotación normal de un ksill de este tipo es de doce personas. En el laboratorio estaban reunidos los nueve sobrevivientes. Por primera vez los veía a todos juntos. Había cinco hombres y cuatro mujeres. Contrariamente a lo que ocurre cuando se entra en contacto con una raza distinta, no tuve dificultad alguna en distinguirlos. Aass era de mucho el más alto y me aventajaba de unos centímetros. Los demás eran netamente más bajos que yo. Ninguna mujer alcanzaba 1,65 metros. Además de Aass, Soui-íik y Essiiie ya conocía a dos de ellos. Como en un salón, Aass hizo las presentaciones. Según deduje, Aass era un científico, o, como él dijo, «estudiaba las fuerzas»; además, era el jefe de la expedición. Souilik era el piloto jefe y conducía el ksill. Había dos «tripulantes», si es que se les puede llamar así, y los dos restantes se ocupaban de los planetas, o sea: astrónomos. Como ya he dicho, el médico de la expedición había muerto en el brutal aterrizaje. La otra baja, era Ja de un especialista en astronomía estelar, alcanzado por los proyectiles del avión americano. De las cuatro mujeres, dos eran especialistas en botánica, una en psicología y Essinc en antropología comparada. Me preguntaron cuál era mi trabajo en la Tierra. Respondí que había hecho estudios de medicina, pero que actualmente me había especializado en biología. Se enfrascaron entonces en una animada conversación en voz alta, que, por lo visto, no juzgaron necesario traducirme. Después se dispersaron y me encontré solo en el laboratorio con Aass y Souilik; Aass me hizo tomar asiento, y transmitió: — Hemos decidido llevarle a nuestro planeta. No me preguntes a qué distancia se encuentra de la Tierra, porque no lo sé, y pronto comprenderás la razón. Desde luego, está en el mismo universo que el vuestro, universo en el más amplio sentido, ya que de otra forma no nos habría sido posible llegar hasta vosotros. Vamos a iniciar el viaje de vuelta. (Cuando lleguemos a Ela los Sabios decidirán sobre ti. En el peor de los casos, serás devuelto a tu casa. — Hace sólo cuarenta emis que exploramos el «Gran Espacio» (un emis corresponde a dos años terrestres y medio). Conocemos ya centenares de mundos habitados por humanidades más o menos parecidas a la nuestra, pero ésta es la primera vez que hemos encontrado un planeta cuyos hombres tengan la sangre roja. Es, pues, interesante estudiarte, y por esta razón vamos a conducirle a Ela, a pesar de la Ley de Exclusión. «Ahora que ya nos hemos alejado suficientemente de Tierra, vamos a atravesar el «ahun». No temas nada, pero no toques ningún aparato. Según hemos podido comprobar por el aparato que nos ha atacado, estáis todavía en los motores químicos. Por lo tanto, no comprenderías nada de los nuestros. — Nosotros también tenemos motores físicos — dije —. Pero, ¿qué es el ahun? — Es el Anti-Espacio que rodea el Espacio y lo separa de los universos negativos. También es el Anti-Tiempo. En el ahun no hay distancias ni duración. Por esta razón no puedo decirte la distancia que separa Ela de tu planeta, aunque sí sabemos que esta distancia es superior al millón de años-luz. — Pero hace un momento decías que la Tierra era el planeta más lejano que conocíais. Aass torció los labios, lo que, según supe más larde, era en él señal de perplejidad. — ¿Cómo hacértelo comprender? En realidad ni nosotros lo comprendemos. Lo utilizamos. Mira: Espacio y Tiempo están íntimamente ligados, ¿sabías esto? — Sí, un científico genial lo determinó hace poco tiempo. — Pues bien; Espacio-Tiempo, el universo, flota en el ahun. El Espacio está cerrado en sí mismo, pero el Tiempo está abierto: el pasado no vuelve. Nada puede existir en el ahun, puesto que el Espacio no existe. Así, pues, vamos a segregar una porción de Espacio que rodeará el ksill y nos encontraremos encerrados dentro de este Espacio, en el ahun, al lado del Gran Espacio del Universo, pero sin confundirnos con él. Vamos a derivar en relación a él. Al cabo de un determinado tiempo, tiempo de nuestro ksill, haremos la maniobra en sentido inverso y nos encontraremos nuevamente en el Espacio-Tiempo del universo y precisamente en el punto que, según lo ha demostrado la experiencia, no estará alejado de Ela más que unos cuantos millones de vuestros kilómetros. Esta vez, para el regreso, pasaremos por la parte externa del Espacio-Tiempo. Para venir, hemos pasado por el lado interior. También es posible que al tiempo que viajamos en el Espacio, realicemos también un viaje en el Tiempo. Pero no puedo asegurártelo; el estudio del aliun es todavía muy reciente. Es posible que nosotros los Hiss no existamos todavía para vuestro planeta. O, a lo mejor, hemos desaparecido desde hace miles de años, pero no creo que sea así, a causa de los Misliks: si continúan como ahora, no tardarán tantos años en alcanzaros, por lejos que estéis. De hecho, somos para vosotros, lo que vosotros para nosotros, Habitantes de la Nada. En consecuencia, no existimos en el mismo Espacio-Tiempo, y nadie podrá nunca asegurar la distancia y el tiempo que nos separan, ya que para hacerlo tendría que atravesar el ahun, el anti-espacio, el anti-tiempo. ¿Lo comprendes? — No mucho. Necesitaría la ayuda de uno de nuestros científicos. — El verdadero peligro lo constituyen los universos negativos que nos rodean. Teóricamente, todo universo positivo debe estar rodeado por dos universos negativos, y viceversa. Son los universos donde la materia es de sentido inverso a la nuestra: el núcleo de los átomos contiene una carga negativa. Si nos alejamos demasiado de nuestro universo, corremos el riesgo de encontrar uno de éstos; entonces nuestra materia se desintegraría en un fantástico destello de luz. Esto debió ocurrir al principio, a algunos de nuestros ksill que no volvieron jamás. Desde entonces, hemos aprendido a controlar mejor el paso del ahun. Voy a dirigir la maniobra. ¿Quieres venir? Penetramos en la torre de mando. Souilik, inclinado sobre el cuadro de a bordo, estaba ocupadísimo en minuciosos reglajes. Aass me señaló un asiento, diciendo: — ¡Pase lo que pase, cállate! Inició con Souilik una interminable letanía que me recordó el «check-list» de los pilotos de los bombarderos pesados. Después de cada respuesta, Souilik tocaba una palanca, daba la vuelta a un conmutador, apretaba un botón. Cuando hubieron terminado, Aass se volvió a mí, esbozó una de sus singulares sonrisas y gritó: — ¡Asth! Durante unos diez segundos, no pasó nada. Yo esperaba angustiado. Entonces el ksill se inclinó violentamente y tuve que agarrarme con fuerza a los brazos de mi butaca para no ser lanzado al suelo. Un extraño ruido fue creciendo, mezcla de susurro y de zumbido. Eso fue todo. Volvió a reinar el silencio, el piso dejó de moverse y Aass se levantó: — Ahora vamos a esperar durante unos 101 basikes. Me hice explicar lo que era un basike: es su unidad de tiempo y equivale a una hora, once minutos y diecinueve segundos. No voy a extenderme sobre el tedio de estos 101 basikes. La vida en un ksill es tan monótona como pueda serlo en un submarino. No hay que hacer ninguna maniobra. Los Hiss, excepto un hombre de guardia en el puesto de mando, jugaban a un juego que recordaba vagamente al ajedrez, leían grandes libros impresos sobre un material irrompible, o hablaban entre ellos. Pronto me di cuenta de que a excepción de Aass, Souilik y Essine, los demás no me respondían cuando intentaba comunicar con ellos. Se limitaban a sonreír. La mayor parte del tiempo Aass permanecía encerrado en su laboratorio. En cambio, Souilik y Essine se mostraban muy amables, haciéndome múltiples preguntas sobre la Tierra, la forma en que vivimos, nuestra historia. Eludían hábilmente mis propias preguntas y no me mandaban más que respuestas evasivas, dejando para otra ocasión el precisar. A pesar de ello, los encontré muy próximos a nosotros, tal vez más que algunos japoneses que he conocido. Cansado de informar a los Hiss sin recibir contestación a las preguntas que les hacía en justa compensación, me dirigí a Aass exponiéndole la situación. Me miró largo rato y respondió: — Obran según las órdenes que les he dado. Si los sabios de Ela te aceptan, tendrás sobradas ocasiones de aprender lo que te interesa. En caso contrario, preferimos que sepas pocas cosas sobre nosotros. — ¿Crees que seré rechazado? No comprendo qué peligro pueda representar para vosotros mi presencia en vuestro planeta. Apenas había pronunciado estas palabras, cuando palidecí: ¡Claro que había peligro! ¡Y no sólo para ellos! Para mí también, ¡sobre todo para mí! Como médico, debí haberlo pensado en seguida: ¡Los microbios! Mi cuerpo debía contener miles de millones de gérmenes contra los que mi organismo ya no reaccionaba, protegido por una lenta vacuna, pero estos gérmenes podían resultar mortales para los Hiss. Y ellos llevaban, sin duda, otros gérmenes mortales para mí. Como loco, transmití mis reflexiones a Aass. Este sonrió. — Ya hace tiempo que nos habíamos planteado este problema. Exactamente desde que nuestra humanidad abandonó nuestro planeta natal, Ella-Ven, de la estrella Oriabor, para colonizar Ella-Tan de la constelación de lalthar. Ya no hay en ti vidas extrañas. Mientras dormías, has sido sometido a la acción del hassrn. — ¿Qué es el Hassrn? — Ya lo sabrás más tarde. Te hemos extraído un poco de sangre para poder inmunizarte cuando volvamos a llevarte a Tierra. Por lo que a nosotros se refiere, cada dos días pasamos bajo los rayos del Hassrn, cuando nos encontramos en un planeta extraño. En Ela ya trataremos de protegerte contra nuestros microbios. En el caso de que no lo consigamos, también tú pasarás cada dos días por el Hassrn. A propósito, ¿todos los seres de la Tierra llevan en su sangre tanto hierro como tú? — Si, excepto algunos invertebrados cuyo pigmento respiratorio tiene por base el cobre. — ¡En este caso sois parientes de los Misliks! — ¿Quiénes son esos Misliks de los que siempre estáis hablando? — Pronto lo sabrás. Desgraciadamente hasta tu planeta lo sabrá pronto. E inclinó la cabeza como cada vez que deseaba acabar la conversación. Las horas — los basikes — pasaron. Aass vino a buscarme para conducirme a la sala de mando en el momento en que íbamos a entrar de nuevo en el «Gran Espacio». Recitaron la misma letanía y sufrimos el mismo balanceo. Souilik puso en funcionamiento la pantalla de visión: estábamos en el vacío, rodeados de estrellas. Una de ellas estaba netamente más próxima que las otras, su diámetro aparente alcanzaba más o menos el tercio de el de la luna. Aass la señaló con el dedo: — Ialthar, nuestro sol. Estaremos en Ela dentro de algunos basikes. ¡Cuan interminables fueron estos basikes! Fascinado, miraba cómo se agrandaba la estrella hacia la que nos dirigíamos. Algo azulada, pronto me cegó y dirigí mi atención a los planetas que giraban a su alrededor. Souilik me enseñó el funcionamiento de su periscopio que, a voluntad, podía convertirse en un potente telescopio. Alrededor de lalthar giran doce planetas; sus nombres, del más alejado al más próximo, son; Aphen, Setor, Sigón, Heran, Tan, Sophir, Ressan, Marte — sí, sí, Marte, es una curiosa coincidencia —, Ela, Song, Eiklé y Roni. Sigon y Tan tienen unos anillos como nuestro Saturno. El mayor es Heran y los más pequeños Aphen y Roni, Marte y Ela son ambos del mismo tamaño, algo mayores que nuestra Tierra. Ressan, más pequeño, está habitado, así como Marte y desde luego, Ela. En la mayor parte de los demás planetas los Hiss han establecido colonias industriales o científicas, algunas veces en condiciones extraordinariamente difíciles. Casi todos tienen sus satélites repartidos de acuerdo con una curiosa ley numérica: Roni no tiene, Eikle tampoco, Song tiene uno, Ela tiene dos — Ari y Arzi —, Marte tiene tres — Sen, San y Sun, Ressan, cuatro — Atua, Atea, Asua y Asea —, Sophir, tiene cinco, Tan seis. Después las cifras vuelven a decrecer hasta Setor que sólo tiene tres y Aphen que no tiene ninguno. Uno de los satélites de Eran, monstruoso mundo mayor que nuestro.Júpiter, es del tamaño de la Tierra, Aphen Sira a once billones de kilómetros de lalthar. Como puedes comprender, estos datos llegaron a mi conocimiento más adelante. Nosotros habíamos surgido en el Espacio entre la órbita de Sophir y de San. Pasamos muy cerca de este último; tan cerca, que por el telescopio pude distinguir claramente una costa que se me apareció entre las nubes. En cambio, Marte estaba muy lejos, al otro lado de lalthar. Finamente, Ela dejó de ser un punto en el cielo para convertirse en una pequeña esfera que se iba agrandando a cada minuto. SEGUNDA PARTE — UN MUNDO FANTASTICO CAPÍTULO PRIMERO — EN EL PLANETA ELA Con gran pesar mío aterrizamos durante la noche. Cuando penetramos en la atmósfera de Ela, mi reloj señalaba las 7,20 h.; siempre ignoraré si eran de la mañana o de la tarde en Tierra. El cielo estaba cubierto, tanto, que poco pude distinguir antes de entrar en la zona de sombras: tan sólo, entre las nubes algunas superficies relucientes, probablemente mares. Aterrizamos sin ruido, sin una sacudida. El ksill se posó en el centro de un espacio desnudo, sombrío. Algunas luces brillaban a lo lejos. — ¿No nos esperan? — pregunté ingenuamente a Souilik. — ¿Por qué nos iban a esperar? ¿Cómo pueden saber cuándo va a llegar el ksill? Los hay a centenares explorando el espacio. He avisado a los Sabios de nuestra llegada. Mañana comparecerás ante ellos. Ven conmigo. Salimos. La oscuridad era absoluta. Souilik encendió una lámpara, fijada de algún modo a su frente, y nos pusimos en marcha. Caminaban sobre una especie de césped. Unos cien pasos más allá, la lámpara iluminó una construcción baja, blanca, sin apertura aparente. Dimos un rodeo. Sin que Souilik hiciera gesto alguno, se abrió una puerta ante nosotros, penetré en un corto pasillo de blancas e inmaculadas baldosas. En el fondo, a ambos lados, se abrían dos grandes puertas. Souilik me indicó la de la izquierda: — Dormirás aquí. La habitación estaba débilmente iluminada por una suave luz azul. Sus muebles eran una cama muy baja, de forma cóncava, sin sábanas, con una sencilla colcha blanca. A su lado, sobre una mesita, brillaban algunos complicados aparatos. Souilik me enseñó uno de ellos. — “El-que-proporciona-el-sueño» —, dijo. Si no puedes dormir, aprieta este botón. Por la misma razón que te han sentado bien nuestros alimentos, es de suponer que este aparato también actuará sobre ti. Me dejó solo. Permanecí un momento sentado en la cama. Tenía la impresión de hallarme en Tierra, en algún país supercivilizado, tal vez los Estados Unidos o Suecia, pero ni por un momento en un planeta desconocido, Dios sabe a cuántos millones de kilómetros de casa. Bajo la colcha liviana y suave al tacto, encontré una especie de pijama de una sola pieza, confeccionado con una tela más ligera aún. Me lo puse y me eché. La cama, sin ser excesivamente blanda, tenía una elasticidad graduable y se adaptaba perfectamente al cuerpo que la ocupaba. La delgada colcha resultó ser cálida, tan cálida, que tuve que retirarla ya que la temperatura era muy agradable. Estuve un buen rato dando vueltas, sin poder dormir. Recordé entonces las palabras de Souilik y apreté el botón que me había indicado. Tuve el tiempo justo de percibir un débil zumbido. Desperté lentamente saliendo de un sueño extraño en el que me había visto conversando con hombre de cara verde. ¿Dónde estaba? De momento volví a creer que me hallaba en Escandinavia, donde realmente había hecho un viaje. Sin embargo, recordaba muy bien haber regresado de allí. En cualquier caso no estaba en casa, ya que mi cama, que siempre quiero cambiar sin encontrar nunca el momento, es terriblemente dura. ¡Ahora caigo! ¡Ela! Salté de la cama, di la vuelta al interruptor de la luz. La pared que tenía enfrente desapareció, se volvió transparente: Una pradera amarilla se extendía hasta el infinito marcado por unas lejanas montañas azuladas. A la izquierda, estaba el ksill, mancha oscura en la hierba amarilla. El cielo era de un curioso azul pálido, había algunas nubes muy altas. Debía ser temprano. Haciendo un ligero ruido, entró en la habitación una mesa baja montada sobre ruedas. Se desplazaba con lentitud y fue a pararse al lado de la cama. De su interior surgieron, en una especie de ascensor, una taza llena de un líquido dorado y un plato con jalea rosa. ¡Por lo visto los Hiss tenían la costumbre de desayunar en la cama! Comí y bebí de buena gana los alimentos que se me ofrecían, a los que encontré un gusto agradable, pero completamente indefinible. Tan pronto terminé, la mesa automática se marchó. Me vestí y también yo salí. La puerta que daba al interior estaba abierta, como las demás de la casa. De momento creí que ésta era pequeña ya que sólo tenía las tres habitaciones que daban al pasillo. Más tarde me enteré de que todas las casas de los Hiss tienen dos o tres pisos subterráneos. Di una vuelta. El aire estaba fresco sin ser frío, y el sol — no puedo acostumbrarme a llamarle lalthar —, aún estaba bajo. No se veía un ser viviente. A alguna distancia vi otras tres construcciones, tan simples como la casa de Souilik. Más lejos se veían más, diseminadas. Del lado de las montañas, la llanura estaba desierta. En cambio, en la parte Este, Norte y Sur había unos pequeños bosques de árboles. Fui paseando hasta el más próximo. Los árboles eran raros, de tronco recto y liso, parecían de mármol veteado de rosa y verde. Las hojas eran del mismo amarillo intenso que el césped. El conjunto era de una quietud casi milagrosa. Lo que estropea nuestra civilización, los ruidos, los hedores nauseabundos, los embotellamientos caóticos de las ciudades, parecía prohibido en este mundo. Reinaba una dulce e inmensa paz. Pensé en la Utopía que describe Wells en Men Like Gods. Lentamente, volví a la casa. Parecía desierta. La habitación situada enfrente de la mía me proporcionó una butaca baja, muy ligera, que llevé ante la puerta y me senté a esperar. Al cabo de unos diez minutos vi llegar a alguien a través del bosquecillo. Era una joven de este nuevo mundo. Pasó cerca de mí, con el caminar ondulante de los Hiss, me miró con curiosidad pero sin sorprenderse. Su piel, siendo verde, parecía más pálida que la de sus compañeros de viaje. Le sonreí. Me respondió con un gesto y siguió su camino. Al fin llegó Souilik. Surgió por detrás, esbozó una sonrisa hiss y dijo: — Luego comparecerás ante los Sabios. Mientras tanto, podemos visitar mi casa. Además de la habitación en la que había dormido, cuyo muro podía convertirse de opaco en transparente, y de la habitación de la cual había cogido la butaca, la planta baja contenía una tercera habitación, formando vestíbulo, donde desembocaban ascensores que conducían a la parte subterránea. Souilik se disculpó de lo reducido de su hogar, que dijo ser el que correspondía a un joven oficial soltero. No había más que dos plantas. En la primera había dos habitaciones y un despacho, éste era redondo con los muros cubiertos por estanterías de libros, y con una mesa central llena de delicados aparatos. La segunda planta comprendía un almacén de víveres, una «cocina» y un magnífico cuarto de baño con lo que podríamos llamar «los sanitarios». Este es el único lugar en casa de un Hiss, donde se puede hallar un espejo. Me vi en él y tuve un movimiento de sorpresa: llevaba una magnífica barba de ocho días. Pregunté a Souilik si podía encontrar en Ela algo que se pareciese a una navaja de afeitar. — No. Ningún Hiss tiene pelo en la cara. Tal vez encontraríamos en Kesan, donde residen los representantes de las humanidades extranjeras, algunos de los cuales tiene vello. De todas maneras, explícame lo que es una navaja de afeitar y te haré fabricar una. Aunque debes saber que los Sabios quieren verte tal como estás. Yo protesté: — ¡De ninguna manera, no quiero parecer un salvaje! Ten en cuenta que represento a mi planeta. Souilik sonrió: — Eres el representante del 862 planeta humano que conocemos. Los Sabios han visto a gentes de aspecto más espantoso que tú. A pesar de esta afirmación, aproveché el cuarto de baño para adecentarme un poco. La instalación, ultraperfeccionada, no difería fundamentalmente de las instalaciones terrestres similares. Cuando subí a la planta bajo, Souilik estaba listo salir. Ya en el exterior tome la dirección del ksill. Entonces, Souilik, persona normalmente alegre, estalló en franca carcajada. — ¡No, no vamos a tomar el ksill! No somos personajes lo suficientemente importantes para consumir carburante Skese-ita por unos pocos brunas. Ven por aquí. Detrás de la casa, se inclinó y dio un fuerte tirón a una palanca que parecía clavada en el suelo. La tierra se abrió y por una especie de rampa subió un avión miniatura sin hélices ni orificios de reactores visibles. Sus delgadas alas medían aproximadamente unos cuatro metros de envergadura, el fuselaje corto y rechoncho, no sobrepasaba los dos metros cincuenta. No tenía ruedas sino dos patines curvados en la parte anterior. — Esto es un reob — dijo Souilik —. Espero que pronto tengas el tuyo. En el interior había dos asientos gemelos, muy bajos. Souilik tomó el asiento del piloto. Despegamos muy rápidamente, sin deslizamos más que unos veinte metros sobre el césped. El reob, muy silencioso, parecía extraordinariamente manejable y seguro. Nos elevamos rápidamente y nos dirigimos en línea recta hacia el Oeste, en dirección a las montañas. Por la experiencia que tenía de nuestros aviones, la velocidad que llevábamos era de unos 600 Km./h. Después tuve ocasión de pilotar yo mismo un reob y puedo decirte que, por poco que uno quiera, alcanza fácilmente velocidades supersónicas. Como puedes imaginarte, contemplaba con avidez el paisaje que discurría bajo nosotros, íbamos demasiado altos para poder distinguir detalles, pero algo me sorprendió en seguida: la ausencia total de ciudades. Esto me extrañó y lo manifesté a Souilik. — En Ela — me respondió — stá prohibido construir más de tres casas en un radio de quinientos pasos. — ¿Cuál es pues la población de Ela? — Setecientos millones — respondió —. Pero no me preguntes más, pues para transmitir debo volverme, ya que no comprendes nuestra lengua articulada, y debo mirar adonde vamos. Dejé, pues, de hacer preguntas. Sobrevolamos un bosque, de un curioso color amarillo, después unos riachuelos que se unían a un río que desembocaba en un mar. La cordillera de montañas formaba una gigantesca península. Empezamos a cruzarnos con otros aviones, algunos ligeros como el nuestro, otros enormes. Rodeamos el cabo que formaban las montañas en el mar y empezamos a descender rápidamente. Souilik se volvió, y me transmitió: — A la izquierda, entre aquellos dos picos, está la Casa de los Sabios. Entre los picos, el valle que descendía hasta una inmensa playa blanca había sido cerrado con una pared gigantesca, y había sido construida una enorme terraza artificial. En esta terraza, entre bosquecillos de árboles de follaje amarillo, violeta o verde, se levantaban unas alargadas construcciones, bajas y blancas. En el fondo una segunda pared daba lugar a una terraza superior, más pequeña, ocupada en su casi totalidad por un edificio de admirable elegancia que recordaba algo al Partenon. Aterrizamos en la terraza baja cerca de un tupido bosque de árboles con hojas verdes que, en este mundo extraño, se me antojaron familiares. Nos dirigimos a la segunda terraza, unida a la primera por una escalinata monumental. Souilik me la designó como «la Escalinata de las Humanidades». Contaba con ciento once peldaños. A cada lado y a nivel de cada peldaño, se elevaban unas estatuas de oro. Representaban unos seres más o menos humanos en filas de tres o cuatro de fondo, dándose la mano y en actitud de subir la escalera hasta la cima donde estaba situada una estatua de metal verde; ésta representaba a un Hiss, con los brazos extendidos en gesto de bienvenida. Algunas de estas imágenes eran muy extrañas y casi producían escalofríos. Vi caras sin nariz, otras sin orejas, otras con tres, cuatro o seis ojos, seres con seis miembros, algunos de belleza esplendorosa, otros inconcebiblemente repelentes, maltrechos y velludos. Pero absolutamente todos, de forma vaga e precisa, recordaban a nuestra propia especie, aunque sólo fuera por la colocación de la cabeza o la posición vertical. Mientras subíamos la escalera, los contemplaba, presa de un vago malestar con la idea de que no se trataba del producto de la imaginación de un artista, sino de la representación, lo más exacta posible, de los ochocientos sesenta y un tipos de humanidades conocidas por los Hiss. Los últimos peldaños estaban todavía vacíos. Souilik me señaló uno, a la cabeza de la extraña procesión: — Este es tu sitio. Aquí será colocada vuestra humanidad. Y como sea que tú eres el primer representante llegado a Ela, tú serás el modelo. No sé a qué lado te pondrán. En principio debes ir a la derecha, con las razas que no han renunciado aún a las guerras planetarias. A la izquierda, en el último peldaño ocupado y ante un macizo gigante de ojos pedunculados y calvo cráneo, se situaba una figura esbelta que me pareció totalmente humana, hasta que me fijé que sus manos sólo poseían cuatro dedos. (En este momento no pude evitar el mirar a Ulna. Clair sonrió y continuó.) Llegamos a la segunda terraza, pasando al lado de la estatua del Hiss. Entonces me volví y contemplé el paisaje. Por un raro efecto de perspectiva la terraza inferior parecía construida sobre el mar azul, recorrido por parsimoniosas olas de blancas crestas. Nuestro reob parecía minúsculo al lado del bosquecillo de hojas verdes. Otros aviones habían aterrizado, y algunos Hiss se dirigían a la escalinata. Miré por última vez a aquella estatua: — ¿Quiénes son estos? — Estos vienen de casi tan lejos como tú. Con nosotros, son los únicos que saben atravesar el ahun. Vinieron por sus propios medios. No les descubrimos nosotros, sino que fueron ellos quienes nos descubrieron. Se parecen mucho a vosotros los terrestres. De todas maneras, hasta ahora, sólo los Sabios los han visto de cerca. Por esto no puedo darte mayores detalles sobre ellos. Los Sabios ya te informarán si lo juzgan oportuno. — ¿Qué son los Sabios? ¿Vuestro Gobierno? — No, están por encima del Gobierno. Son los que saben y pueden. — ¿Son ancianos? — Algunos sí. Otros son jóvenes. Como tú, voy a verlos por primera vez. Debo este honor al hecho de haberte traído, aun en contra de la opinión de Aass. — ¿Y Aass? ¿Qué representa aquí? — Más adelante probablemente será un Sabio. Ahora vámonos ya. ¡Ha llegado el momento! Seguimos caminando hasta el seudo-Partenón. Visto de cerca, resultó ser mucho mayor de lo que me había parecido. Una monumental puerta metálica, abierta, nos permitió la entrada. Souilik tuvo que parlamentar unos instantes con un guarda armado con unas ligeras varillas de metal blanco. Recorrimos un corredor cuyas paredes estaban adornadas con frescos representando diversos paisajes extranjeros. No pude detenerme a contemplarlos. Al llegar al fondo del corredor, entramos en una salita atravesando una puerta de madera parda. Tuvimos que esperar unos momentos, mientras un Hiss, que desempeñaba el papel de Mayordomo, salía por una puerta opuesta a la que habíamos utilizado para entrar. Volvió al cabo de un instante y nos hizo seña de seguirle. La sala donde penetramos me recordó, por su disposición, a un anfiteatro. Unos cuarenta Hiss ocupaban los asientos de las gradas y en la tribuna central había tres. Vi que algunos de ellos eran de avanzada edad: su piel era de un verde más descolorido, sus cabellos eran blancos y escasos pero, en cambio, ni una arruga surcaba sus caras. Me hicieron tomar asiento en una de las butacas del anfiteatro. Entonces me sucedió algo que, sin tener ninguna importancia, me humilló considerablemente. Sin darme cuenta apreté un botón situado en el brazo derecho del asiento, y este se inclinó para atrás convirtiéndose en una cama, lo que me hizo dar un tumbo espectacular. Los Hiss son un pueblo alegre y burlón por naturaleza, y por esto el incidente provocó numerosas carcajadas. Más tarde me enteré de que el techo del anfiteatro es una enorme pantalla y los sillones están dispuestos de forma que se pueden seguir las proyecciones con toda comodidad. Frente a los tres Hiss de la tribuna, Souilik dio su informe, en lenguaje articulado. Por lo tanto yo nada comprendí. El informe fue breve. Me sorprendió el hecho de que, a pesar de que se le veía impresionado por el respeto que infundía aquella asamblea, Souilik no hizo gesto alguno de ceremoniosa reverencia. Tan pronto hubo terminado, el que ocupaba el centro de la tribuna, cuyo nombre era Azzlem, se volvió hacia mí y sentí que su pensamiento entraba en comunicación con el mío, sin las vacilaciones que a veces hacían dificultosas mis «conversaciones» con Souilik. — Aass me ha enterado ya del planeta inconcebiblemente lejano de que procedes. También sé que la guerra aún existe en tu mundo. Por esta razón no deberías estar aquí. Pero has prestado ayuda a los nuestros después de que su ksill fue atacado por uno de vuestros aparatos voladores, y… en fin, el caso es que estás aquí. Souilik y Aass han creído obrar bien al traerte y nosotros lo aprobamos. De momento no irás a Ressan donde viven los demás extranjeros. Si no tienes inconveniente vivirás en casa de Souilik. Todos los días vendrás aquí para intercambiar impresiones con nuestros científicos sobre las cosas de tu planeta. Aass me ha dicho que te dedicas a estudiar la vida y, con toda seguridad, te resultará beneficioso confrontar tus conocimientos con los de los Hiss de tu especialidad, pues sabemos que los conocimientos no tienen el mismo desarrollo en todos los Mundos humanos, y es posible que sepas cosas que nos permitan conocer mejora los Misliks. — Tendré sumo placer en comparar mis conocimientos con los vuestros — respondí —. Pero cuando, un poco a pesar mío, me embarqué en vuestro ksill, Aass me prometió que volvería a conducirme a mi planeta. ¿Puedo considerar válida esta promesa? — Naturalmente, siempre que ello dependa de nosotros. ¡Pero si acabas de llegar! — ¡Oh! no pienso marcharme en seguida. Siento tanta curiosidad por vuestro planeta y los que habéis descubierto, como vosotros podáis sentir por el mío. — Serás informado, siempre que el examen a que se te someterá, resulte satisfactorio. Ahora hablanos un poco de tu mundo. Antes de empezar, ponte en la cabeza este amplificador, de forma que todos puedan captar tu pensamiento. Un ujier me trajo un casco de metal y cuarzo, muy ligero y provisto de una serie de cortas antenas que lo asemejaban a la mitad de una corteza de castaña. Por espacio de más de un cuarto de hora, concentré mi pensamiento en la Tierra, su posición en el Espacio, sus características y cuanto yo sabia sobre su historia geológica. De vez en cuando, uno de los presentes, generalmente un coloso de mayores dimensiones que el propio Aass, me hacia alguna pregunta o me hacia precisar algún detalle. Como sea que el casco amplificaba tanto mis emisiones de pensamiento como las preguntas mentales que se me hacían, éstas zumbaban dolorosamente en mi cráneo como si me las chillaran junto al oído. Me quejé de ello a Azzlem y éste hizo modificar inmediatamente el reglaje. Por fin, Azzlem me interrumpió, diciendo: — Ya está bien por hoy. Lo que has dicho ha sido debidamente registrado y vamos a examinarlo. Pasado mañana volverás. Pero yo también quería formular una pregunta: — ¿Vuestros alimentos contienen hierro? El hierro es algo indispensable para mi organismo. — Generalmente contienen muy poco. Vamos a dar la orden de que se te traigan alimentos preparados para los Sinzúes, cuyo cuerpo también contiene hierro. Unos meses atrás, hubiéramos tenido que solucionar el problema especialmente para ti. — Otra pregunta: ¿quiénes son estos Misliks sobre los que Aass no ha querido informarme? — Pronto lo sabrás. Son «los-que-apagan-las-estrellas». E hizo aquella inclinación de cabeza, señal inequívoca, en los Hiss, de que una conversación ha terminado y sería imprudente querer prolongarla. CAPÍTULO SEGUNDO — LA LIGA DE LAS TIERRAS HUMANAS Me marché con Souilik. Volamos directamente hacia el Este. Pregunté si en lugar de volver sin pérdida de tiempo, podríamos sobrevolar esta parte del planeta a menor altitud. — Es perfectamente posible, me respondió. Mientras los Sabios no tomen una decisión definitiva sobre ti, he sido relevado de todo servicio, excepto el cuidado de mi ksill. ¿Adonde quieres ir? — No sé. ¿Podemos ver a Aass? — No. Aass ha salido ya para Marte, donde reside, y no estoy autorizado a hacerte salir de Ela. Además sería un viaje demasiado largo, teniendo en cuenta que pasado mañana debes presentarte de nuevo ante los Sabios. Pero si quieres podemos ver a Essine. — Muy bien — dije, divertido. Yo no había dejado de advertir que Souilik sentía una gran simpatía por Essine. Me guardé muy bien de hablar de ello, ya que no sabía si un Hiss podía considerar una alusión de este tipo, como una ofensa o, por lo menos, como una grave falta de educación. Essine habitada a 1600 «brunns» de la casa de Souilik, o sea unos 800 kilómetros. A petición mía, no volamos a gran velocidad e hicimos varios rodeos. El trayecto duró pues unas dos horas. Sobrevolamos primero una vasta planicie, después una región de bosque salvaje cortada por profundos valles, una cordillera de volcanes apagados y finalmente una estrecha faja de tierra entre las montañas y el mar. Seguimos esta franja durante unos cien kilómetros y aterrizamos en una gran isla, muy elevada sobre el nivel del mar. Essine habitaba una casa análoga a la de Souilik, pero más amplia y pintada de rojo — Essine es una Siouk, mientras que yo soy un Essok, explicó Souilik. Por esta razón su casa es roja y la mía blanca. Esto, junto con algunas costumbres locales, es todo lo que queda de las antiguas diferencias nacionales. Por ejemplo, ellos consideran una grave descortesía rechazar la comida que te ofrecen, aun en el caso de que no tengas hambre, mientras que nosotros lo toleramos perfectamente. Pensé en nuestros campesinos que tanto se ofenden cuando nos negamos a probar el producto de sus viñas, y solté una carcajada. Souilik me preguntó el motivo de mi hilaridad. — Decididamente — dijo — todos los planetas se parecen. ¡Lo mismo ocurre con los Krens del planeta Mará, de la estrella Stor del cuarto Universo! Tienen una bebida, que llaman «Aben-Torne», que nosotros encontramos insoportable. Y sin embargo, me he visto obligado a bebería tres veces. ¿El «vino» que ofrecéis vosotros es potable? — Algunas veces, si. Otras, es muy malo. Nos reímos amistosamente. Charlando así, llegamos a la puerta de la casa. Nos recibió un niño de frágiles miembros y, por primera vez, entré en el hogar de una familia Hiss. Ahora va a ser necesario que, anticipándome un poco, le dé algunos detalles sobre la organización social de Ela. Como en la Tierra, la célula base está constituida por la familia. Legalmente, los lazos familiares son muchos más frágiles, pero en la realidad resultan mucho más estrechos. Así, los matrimonios pueden disolverse por consentimiento mutuo, pero de hecho, este caso se da en rarísimas ocasiones. Los Hiss son, por temperamento, monógamos. Generalmente se casan jóvenes, a una edad equivalente poco más o menos a nuestros veinticinco años. Son pocas las familias de más de tres hijos, pero en cambio, raramente son menos de dos. Según pude comprender, antes del matrimonio las costumbres son libres, siendo después de él, rigurosamente estrictas. Los jóvenes Hiss deben frecuentar una escuela hasta los dieciocho años cumplidos — traduzco a cifras terrestres, naturalmente — Entonces, unos eligen un oficio y pasan a las escuelas profesionales. Los mejor dotados ingresan a lo equivalente a nuestras universidades. La élite de éstos, participa en la exploración del Espacio. Essine, aunque joven y en período de estudios todavía, había participado va en tres expediciones a bordo del ksill de Souilil. Las dos primeras habían conducido a mundos desiertos y la tercera había estado a punto de terminar trágicamente en la Tierra. Las casas siouk diferían de la de Souilik en que la puerta de entrada daba directamente a una amplia pieza de recepción, amueblada con butacas bajas. Essine nos esperaba en compañía de su hermana menor, su hermano y su madre. Su padre, personaje importante, «ordenador de Emociones místicas» — por lo menos algo así fue lo que sonó en mi cerebro —, estaba ausente. Al principio estuve muy cohibido. Souilik y los demás Hiss se habían lanzado a una animada conversación en lenguaje articulado, y me quedé sentado en mi sitio, contemplando la habitación con aire interesado, para disimular. Estaba casi vacía: decididamente los Hiss no tienen ningún apego a los adornos. Las paredes, pintadas de azul pálido, estaban decoradas con figuras geométricas. Al cabo de un momento, la madre salió y quedamos sólo la «gente joven». La hermana de Essine se sentó frente a mi, y empezó a bombardearme con preguntas: ¿De dónde venia, cuáles eran mi nombre, edad y profesión? ¿Cómo eran las mujeres terrestres? ¿Qué opinaba yo de su planeta? etc. Llegó a mi memoria un recuerdo de algo sucedido algunos años antes: en una ocasión di una conferencia en una universidad norteamericana y fui exactamente hostigado a preguntas por las estudiantas. Souilik y Essine se mezclaron en la conversación y, al cabo de unos momentos, había olvidado completamente que me hallaba en un mundo extraño. Todo me era familiar. Casi lo sentía, pues me decía que en el fondo este viaje estaba resultando vano ya que todas las humanidades del cielo se parecían y no valía la pena dejar la Tierra para encontrarse con tan pocas cosas nuevas. ¿Cosas nuevas? ¡Caray! ¡Bastantes encontré después, hasta saciarme! ¡Cuando pienso en el horror del planeta Siphan! Pero en aquel momento aún ignoraba todo aquello y me parecía que, física y mentalmente, a pesar de su piel verde y sus cabellos blancos, los Hiss eran seres muy próximos a nosotros. Hice esta reflexión a Souilik y antes de que pudiera responder, Essen-Tza, la joven hermana de Essine se le adelantó: — ¡Oh! sí, precisamente me das la impresión de ser un Hiss, ¡pero pintarrajeado de rosa! Souilik sonreía enigmáticamente. Acabó diciendo: — En el fondo, vosotros no sabéis nada. Yo he tenido ya contacto con cinco humanidades distintas, una de las cuales, la de los Krens, se parece extraordinariamente a nosotros, tanto, que es casi imposible distinguirnos de ellos. Al principio, sorprende la coincidencia de costumbres. Pero después… Cuando lleves algún tiempo en Ela, quizás pensarás como los Froons de Sik, de la estrella Wencor del Sexto Universo, quienes mantienen relaciones por razón de buena vecindad, pero que en el fondo no nos pueden soportar. Después de estas palabras, nos marchamos. Es-sen-Iza y su hermano Ars desearon ceremoniosamente un «feliz vuelo» a su buen amigo Souilik y a «Srenn Slair», dicho de otra manera, Sr. Clair. Es-sine nos siguió, en su reob. Una hora después llegamos a casa de Souilik. Essine se quedó sólo un rato, y volvimos a quedarnos solos. Ya no recuerdo exactamente lo que hicimos, durante este primer día de mi vida en Ela. Me parece fue más tarde cuando empecé a aprender a hablar y escribir el hiss. Es posible que Souilik me enseñara desde el principio el curioso «Juego de las Estrellas» que se juega sobre una especie de tablero de ajedrez redondo y que consiste en realizar, con las piezas que representan estrellas, planetas y ksills, la combinación que permita emplear «el Mislik»: a partir de este momento, la partida puede considerarse ganada pues la defensa es difícil, y se puede empezar a «apagar las Estrellas» del contrincante. Lo más probable es que aquel día no jugáramos a este juego pues yo no habría dejado de pedir explicaciones sobre los Misliks y recuerdo que hasta más tarde no obtuve aclaraciones sobre su naturaleza. Sea lo que fuere, el caso es que este juego es bastante más interesante que el ajedrez y, si tenemos tiempo, tal vez te lo enseñe algún día. Así pues, pasamos juntos el resto del día. Empecé a sentir un gran afecto por este joven Hiss que debía convertirse en mi mejor amigo de Ela. Souilik es un compañero encantador, inteligente y alegre como todos los Hiss, pero además es sensible y bueno, cualidades bastantes raras en ellos. Los Hiss son en general amables y bondadosos, pero soberanamente indiferentes. Llegó la noche, mi primera noche completa en Ela. Después de un breve refrigerio, durante el cual tomé por primera vez esos «alimentos para los Sin-zúes» que los Sabios me habían hecho traer, y que tienen un claro sabor a carne, salimos al exterior y nos sentamos ante la puerta. Levanté los ojos y quedé asombrado: en el cielo pululaban las estrellas, parecía que había millones y millones. Había una, brillante y cercana como un pequeño sol. Una vía láctea de extraordinaria densidad cruzaba el cielo. Aunque joven — tenía entonces dieciséis años, o sea unos treinta de los nuestros —, Souilik navegaba por el Espacio desde hacía tiempo. Me señaló algunos astros: Essalan, Oriabor, muy cercano, perteneciente al sistema solar del que los Hiss habían emigrado a consecuencia de circunstancias que más tarde supe, Erienthé, Kalvenault, Beroe, As-lur, Essemon, Sialcor, Sudema, Phengan-Theor, Schessin-Siafan, Astar-Roele… El cielo tenía una luminosidad media, superior, a veces, a la de nuestra Vía Láctea. Souilik me explicó la causa de ello: su estrella, Ihaltar, estaba situada cerca del centro de su galaxia y no, como el Sol que está en el extremo. En esta parte del cielo las estrellas están particularmente juntas y la más cercana, Oria-bor, 110 está mas allá de un cuarto de año-luz. Esto había facilitado grandemente los primeros viajes interestelares, pero en cambio había obstaculizado considerablemente el desarrollo de sus conocimientos cosmogónicos, al no poder empezar el estudio de las Galaxias exteriores hasta que sus primeros intentos sobre el paso del ahun les habían conducido hasta el límite de su propio universo. Interrogué a Souilik sobre sus viajes. Conocía cinco planetas humanos, y gran cantidad de otros mundos, inhabitados, o habitados sólo por formas inferiores de vida. Algunos de estos mundos — el planeta Biran del Sol Fsien, por ejemplo —, eran de una belleza extraordinaria; otros, por el contrario, desolados y tristes. Souilik había estado en los planetas Aour y Gen, del Sol Ep-Han del primer Universo — el de los Hiss —, cuyos habitantes se habían aniquilado entre sí en guerras infernales. Me enseñó fotografías en colores de estos diversos mundos, de una perfección que jamás hemos podido soñar en la Tierra. Aquí tengo algunas. Me enseñó también una estatuilla encontrada en las ruinas de una ciudad de Aour, frágil objeto de cristal milagrosamente salvado del desastre, que, a pesar del raro ser que representaba — una especie de hombre alado con cabeza cónica —, era de una perfección sorprendente. Al calentar esta estatuilla con las manos, el material vidrioso de que estaba construida, emitía un sonido parecido a un gemido, como un lamento de la raza asesinada. Estos mundos, antes habitados y ahora desiertos, son, al parecer, bastante numerosos en el Espacio y su descubrimiento contribuyó a la proclamación de la Ley de Exclusión, cuya finalidad es evitar el contagio y la vuelta al loco instinto de matar. Aquella noche, cuando fui a acostarme mi espíritu rebosaba sensaciones nuevas, y las estrellas más cercanas: Essalan, Oriabor, Erianthé, etc., danzaban ante mis ojos. Me ví obligado a emplear» el-que-hace-dormir». No guardo ningún recuerdo claro de los sucesos del día siguiente o, mejor dicho, aunque los tenga, se confunden con los de las jornadas que siguieron. En cambio, recuerdo perfectamente lo que pasó dos días después con motivo de mi segunda visita a la «Casa de los Sabios». Souilik y yo partimos en el reob. El viaje fue rápido. Al llegar, y mientras Souilik volvía a marcharse, fui introducido en el despacho de Azzlem. Era un despacho de paredes desnudas, a excepción de cinco grandes paneles rectangulares que parecían construidos con cristal esmerilado. En el centro, una mesa de un material verdoso moteado de azul, contenía algunos aparatos y un complicado cuadro de mandos. Azzlem me hizo tomar asiento ante él. Una vez más tuve una sensación que ya me era familiar, la que experimentaba cuando, siendo interno en el hospital, el «jefe» me hacía llamar. Decididamente, Azzlem era de avanzada edad; la decoloración de su piel era muy marcada y le daba un aspecto pálido, verdoso, que, en Tierra nos habría parecido enfermizo. Pero su cuerpo, que se dibujaba bajo la funda de sedosa tela gris, habría provocado la envidia de más de uno de nuestros atletas terrestres. Los Hiss, aunque físicamente menos fuertes que nosotros, están muy bien musculados y sus proporciones son admirables. Por lo que respecta a sus ojos, grandes como todos de su raza y de un color verde pálido, puedo asegurarte que no tenían nada de senil. Permaneció un buen rato mirándome a la cara, sin transmitir nada. Comprendí que me estaba comparando a los numerosos ejemplares de otras razas que debían haberme precedido en esta habitación. Entonces empezó nuestra silenciosa conversación. — Es muy lamentable — me fue diciendo — que tus compatriotas se hayan creído obligados a atacar nuestro ksill, y hayan matado así a dos de los nuestros. Parte de la culpa es de Aass. No debió internarse así en vuestra atmósfera sin haber tomado mayores precauciones. Pero como no había visto nada que se pareciera a una máquina voladora, creyó que todavía no habíais aprendido a volar. — Desde luego, no hace mucho tiempo que hemos aprendido — respondí —. Pero de todas maneras, sin entrar en la atmósfera, Aass no podía darse cuenta, pues, salvando quizás algún cohete, ninguno de nuestros aparatos ha alcanzado aún el vacío interplanetario. — ¿Cómo? ¿Sabéis volar y no podéis salir de vuestra atmósfera? ¿Cuál es, pues este aparato que probablemente lo ha conseguido? Uno de tus pensamientos no ha llegado a mí con claridad. — Un cohete — dije en mi idioma. Y me enfrasqué en una descripción mental de estos artefactos. Su cara expresó sorpresa. — Ya entiendo. Desde luego, nosotros conocemos la teoría de vuestros «cohetes». Pero no los empleamos. Su rendimiento es deplorable. — Nosotros hace tiempo que los empleamos como fuegos de artificio, pero su aplicación práctica es muy reciente. — ¿Y vuestros artefactos voladores son impulsados por esos cohetes? — Algunos, sí. Otros, con motores a explosión. También tuve que explicarle este término. Por mi parte, empezaba a estar tan sorprendido como él. Me tocó el turno de preguntar: — ¿Qué relación puede haber entre el vuelo en la atmósfera y la posibilidad de salir de ella? — ¡Pero es evidente! Desde que se han podido utilizar los campos gravitarlos negativos, ha sido sencillísimo salir de la atmósfera. Pero, ¿es que no utilizáis los campos gravitatorios? — No, aunque no sé exactamente de qué me habla, puedo asegurar que no. Durante un buen rato intentó hacérmelo comprender. Por desgracia, a menudo no sólo no le comprendía, sino que no le «entendía». Azzlem recurría a conceptos e ideas que me son completamente desconocidos y ello interrumpía inmediatamente la comunicación de nuestros pensamientos. Lamenté sinceramente no ser un entendido o que, por lo menos, tú estuvieras allí conmigo. Aunque supongo que el único terrestre calificado habría sido Einstein. Cansado de explicarse sin ser comprendido, Azzlem renunció y volvió a los conceptos accesibles para mí. — Sean los que fueren vuestros medios de propulsión, el caso es que uno de vuestros aparatos ha atacado eficazmente a nuestro ksill. Según has explicado a Souilik, se trató de un mal entendido. Te creo. — ¿Puedo hacer una pregunta? — dije —, Vuestro ksill era el primero que apareció sobre la Tierra? — Sí. Con toda seguridad. Yo soy quien da las órdenes de exploración. Había enviado a Aass y Souilik para comprobar si existían más universos más allá del decimosexto. El vuestro está veinte veces más alejado que éste, o sea que para alcanzaros hay que permanecer en el ahun un tiempo veinte veces mayor. Contrariamente a lo que le dijo Aass, no puedo garantizarte la vuelta a la Tierra. No es seguro que se puedan apurar tanto las reglas de navegación en el ahun. Pronto lo sabremos. Mi hijo Asserok está a punto de volver del decimosexto Universo, descubierto durante el viaje de Aass, que está casi tan alejado como el vuestro, y en la misma dirección. Digo descubierto y es inexacto, pues ellos son quienes nos han descubierto. También tienen la sangre roja, conocen el ahun, y se parecen mucho a ti. — Ya veremos — dije, preocupado —. Yo no tengo familia en la Tierra. Así, pues, si vuestro ksill era el primero que nos alcanzaba, el informe oficial de uno de los gobiernos de la Tierra atribuyendo a errores de observación o a alucinaciones la presencia de objetos voladores extraños, era exacta. Le conté toda la historia de los «platillos volantes» y los fantásticos cuentos imaginarios que habían provocado. Soltó una carcajada. — Aquí también hemos tenido espíritus aventureros que partiendo de datos falsos han descubierto verdades. Ahora, vamos a trabajar. Voy a presentarte a unos sabios que van a hacerte preguntas concretas sobre la Tierra. Después te haremos un resumen de nuestra historia. Pasé la mayor parte del día respondiendo lo mejor que pude a una interminable serie de preguntas varias, algunas de ellas completamente incongruentes. A causa de la rareza de estas preguntas, comprendí por primera vez cuan distintos son los Hiss de nosotros en algunos aspectos. Algunas veces mis contestaciones casi les escandalizaban. Por ejemplo, cuando, hablando del estado sanitario y de las enfermedades de la Tierra, les hablé de los terribles estragos del alcoholismo — ellos conocen el alcohol y tiene sobre ellos efectos análogos —, me preguntaron por qué no suprimían a todos los borrachos, o se les enviaba a colonizar un planeta desolado. A esta pregunta respondí hablándoles de los intentos que estamos llevando a cabo, sin gran éxito, para desarrollar en la Tierra el respeto por la vida humana, y todos me respondieron: «¡Pero ésos ya no son hombres! ¡Han infringido la ley divina!» Hasta mucho más tarde no supe qué era lo que ellos consideraban la ley divina. Al anochecer Souilik vino a buscarme y me comunicó que él era el encargado de instruirme sobre el pasado de Ela. En efecto, como casi todos los Hiss, Souilik desarrollaba sus actividades: un trabajo de tipo social, como oficial comandante del ksill, y un trabajo personal que, en su caso, consistía en lo que él llamaba arqueología universal. Como oficial, en determinados tiempos, estaba sometido a una rígida disciplina. Pero cuando terminaba su servicio se convertía en uno de los más jóvenes y, según Essine, mejores «arqueólogos universales». Desde luego, una vez cumplido su período de servicio oficial, habría podido liberarse de toda obligación en este sentido, pero había preferido quedarse en el cuerpo de comandantes de Ksill, donde tenía numerosos amigos y se aseguraba la participación automática en las exploraciones. Así, pues, aquella misma noche, en su casa, tomé mi primera lección de historia Hiss. Esta tuvo lugar en el despacho de Souilik, donde observé dos cuadros de vidrios esmerilados como en el de Azzlem. — Según has dicho esta tarde vuestros antepasados utilizaban armas de piedra. Nuestros antepasados también empezaron utilizando herramientas y armas de piedra y, gracias a la casi indestructibilidad de esta materia, estamos mejor informados de los primeros períodos de nuestra especie que de otros más recientes. Hizo entonces sobre un cuadro una serie de gestos parecidos, aunque más complicados, a los que realizamos para componer un número de teléfono. Uno de los cuadros de vidrio se iluminó y aparecieron en él unas imágenes: eran unos utensilios de piedra tallada muy semejantes a los que las excavaciones han descubierto en nuestras cuevas. — Acabo de componer una referencia y la biblioteca de arqueología me transmite estos documentos — explicó — Más tarde, floreció la civilización en el planeta y, como la Tierra, los imperios se levantaron y derrumbaron, las guerras destruyeron la obra de los siglos, arrasaron las poblaciones o exterminaron las razas. Estas razas jamás estuvieron tan diferenciadas como ahora; a lo sumo, pequeñas diferencias en el color de la piel, por otra parte siempre verde. Habían crecido religiones que se convirtieron en casi universales, derrumbándose después las unas tras las otras. Sólo una de ellas había subsistido, con tenacidad, a pesar de las persecuciones de sus rivales momentáneamente triunfantes. Se remontaba a las primeras civilizaciones históricas. Al parecer, los Hiss no sufrieron la paralización técnica que entre nosotros produjeron los tiempos de Roma y la Edad Media. Por esta razón sus guerras fueron pronto devastadoras. La última, que tuvo lugar unos 2.300 años atrás, se cernió sobre un planeta que resultó destruido por unas armas de las que, afortunadamente, no nos podemos formar idea. Siguió entonces un periodo bastante largo en que, debido a la escasez de población, la civilización estuvo a punto de zozobrar. Lo esencial de esta civilización se salvó gracias a la obstinación de algunos sabios y al refugio que ofrecieron a la ciencia los monasterios subterráneos de los adeptos a la religión perseguida y tenaz de la que antes te he hablado. Así fue como, después de 500 años de desórdenes la civilización reanudó la conquista del planeta, reconquista que fue facilitada por el hecho de que el resto de la población había caído prácticamente en la edad de los metales; esta nueva civilización fue una especie de teocracia científica. Aunque las armas de que disponían los «monjes» fueran menos potentes que las de sus antepasados, aventajaban desde luego a las que poseían las tribus. La conquista del suelo resultó bastante más difícil. Regiones enteras habían quedado devastadas, envenenadas para siempre por la radiactividad permanente, quemadas, vitrificadas. Durante mucho tiempo la población tuvo que ser necesariamente limitada, pues Ela-Ven no podía alimentar más que a unos cien millones de habitantes contra los siete mil millones de antes de la «guerra de los Seis Meses». La solución fue hallada mil años antes de mi llegada: la emigración. Hacía ya algún tiempo que los Hiss sabrían que lallhar tenía varios planetas habitables, contrariamente a lo que sucedía con Oriabor, donde sólo Ela-Ven lo era. Justamente poco antes de la «guerra de los Seis Meses», habían descubierto el medio de controlar los campos gravitatorios, pero este descubrimiento fue inmediatamente considerado secreto por los diversos gobiernos entonces existentes, y sólo había servido para construir artefactos de guerra. El secreto se perdió durante un largo período hasta que fue descubierto de nuevo por pura casualidad, ya que durante el «periodo sombrío» las investigaciones que se llevaron a cabo en los monasterios, debido a la falta de energía suficiente, fueron más en el campo de la biología que en el de la física. Al dominar nuevamente los campos gravitatorios, la solución pareció fácil: emigrar a los planetas del sistema de lallhar. Como ya te he dicho, lallhar está situado aproximadamente a un cuarto de año-luz de Oriahor —. Los campos gravitatorios permitieron alcanzar una velocidad algo superior a la mitad de la luz. Se trataba, pues, de un viaje relativamente corto. Este se realizó novecientos sesenta años antes de mi llegada, utilizando más de dos mil astronaves, cada una de las cuales llevaba trescientos Hiss, material, animales domésticos o salvajes, etc. Una expedición exploratoria había determinado la perfecta habitabilidad de lila-Tan, la nueva Ela, de Marte y hasta de llesan, aunque éste era más frío. Así, pues, cerca de seiscientos mil Hiss desembarcaron un buen día en un planeta donde no existían más que determinadas formas de vida animal. Esta primera colonización fue una verdadera catástrofe. Apenas los colonos habían empezado a edificar algunas ciudades provisionales, cuando terribles y desconocidas epidemias los diezmaron. Según las crónicas, en ocho días murieron ¡más de ciento veinte mil personas! El Hassrn y sus rayos abióticos diferenciales aún no se habían inventado. Cundió el pánico y, a pesar de las órdenes, muchos Hiss regresaron a Ela-Ven, llevando allí la epidemia. La civilización estuvo a punto de volver a perecer. Los colonizadores sobrevivientes fueron inmunizándose contra los microbios de su nuevo planeta y, en el transcurso de los siglos siguientes, se multiplicaron en gran número. Setecientos años antes de mi llegada, se inventó el hassrn y dejó de plantearse el problema; los Hiss colonizaron entonces Marte y Resan. Unos seiscientos años antes de mi llegada — te voy dando las fechas utilizando nuestros años, ya que su sistema sería demasiado complicado para este relato — uno de sus científicos, que, dicho sea de paso, era antepasado de Aass, descubrió la existencia del ahun y la posibilidad de utilizarlo para alcanzar las estrellas lejanas. Como ya te explicaré después, este descubrimiento tuvo para los Hiss una importancia religiosa extraordinaria. Las distancias entre las estrellas, aunque más reducidas por regla general que en la parte que ocupa el sol en nuestra galaxia, se hacían en seguida imposible de franquear: la estrella más próxima a lalthar, después de Oria-bor, es Sudema, que está a un año-luz, lo cual hace ya entre ida y vuelta un viaje de cuatro años. Le sigue Erianthé a unos dos años-luz y medio, o sea casi diez años de viaje. Los Hiss no se alejaron mucho por este procedimiento y, aun así, fue necesario emplear la invernada artificial, o sea una especie de puesta al ralenti de la vida de los exploradores. Con el ahun, el problema presentaba un nuevo aspecto, y las posibilidades de exploración eran prácticamente ilimitadas. A los ojos de los Hiss, esto fue la realización de la Antigua promesa. ¡Sería absolutamente imposible hacerte comprender lo que va a seguir sin explicarte antes los fundamentos del origen de esa Promesa. Hace un momento he hablado de aquel culto perseguido y siempre renaciente que había triunfado finalmente. Se había convertido no sólo en la religión oficial, ya que esto sería débil e inexacto, sino en la religión «informadora» de todos los Hiss. Los pocos escépticos, que he encontrado en Ela — Soui-lik es uno de ellos — no son mal vistos, pero su acción no tiene ninguna fuerza y su escepticismo no se refiere más que a los dogmas. En la práctica actúan exactamente igual que los creyentes. Los Hiss son maniqueos: para ellos el universo ha sido creado por un Dios del Bien, en pugna constante con un Dios del Mal. Pero, no. Estoy desfigurando su pensamiento. En realidad, no se trata del Bien y del Mal tal como nosotros lo entendemos, sino de la Luz y de las Tinieblas. El Dios de la Luz ha creado el Espacio, el Tiempo, los Soles. El otro intenta destruirlos y conducir al mundo al vacío original. Los Hiss, y esto es de capital importancia, y las demás humanidades de carne, son los hijos del Dios de la Luz. El otro, ha creado los Misliks. No soy un entendido en metafísica y, desde luego, no me considero un místico. No te respondo de haber interpretado exactamente su idea. Con toda probabilidad, es algo más sutil de lo que yo he dicho. (Clair llevó su mano al bolsillo y sacó de él un librito que me tendió. Sobre unas delgadas hojas apergaminadas, había unos minúsculos signos impresos en azul.) — Estas son las Profecías de Sian-Thom — me dijo —. Tiene mas de nueve mil años. Voy a traducirte algunos fragmentos. Hojeó algunas páginas y leyó: «Y los Hijos de la Luz, en sus respectivas estrellas, tendrán que luchar contra el instinto de destrucción, y en esta lucha se sucederán las derrotas y las victorias, a lo largo de los siglos. Pero el día en que los Hijos de la Luz, cada cual en su estrella, encuentren el camino de la Reunión, llegará la prueba más dura, pues los Hijos del Frío y de la Noche intentarán arrebatarles la Luz». Y siguió: «Hiss, ¡Hiss! Sois la raza elegida para conducir a los Hijos de la Luz en su lucha contra los Misliks, Hijos del Frío eterno. Pero ningún jefe puede vencer sin guerreros, ni todos los guerreros son aptos para las mismas armas, y ningún jefe puede decir cuál será el arma que le dará la victoria. Hiss, no desprecies la ayuda de los demás Hijos de la Luz!» Y aún: «Hiss, no desprecies a los que os parezcan extranjeros en un principio. Pueden ser también ellos hijos de la Luz, quizás ellos tengan (Clair subrayó estas palabras marcando distintamente sus silabas) la sangre roja que los Hijos del Frío eterno no pueden helar.» Cuando sepas lo que sucedió más tarde, comprenderás lo impresionantes que resultan estas palabras. Finalmente la Antigua Promesa, que rezaba: «Siguiendo el camino del Tiempo yo, Sian-Thom, el Vidente, he proyectado mi espíritu al Futuro. Hiss, no intentéis averiguar si este futuro está cerca, o tan lejos como el horizonte del desierto de Siancor, que retrocede cuando el viajero avanza. Y yo he visto a la raza elegida de los Hiss recibir a los embajadores de todos los Hijos de la Luz, y como su liga triunfaba de los Hijos de la Noche y del Frío Eterno. Yo os digo, que el mundo os pertenecerá, hasta donde podéis imaginar, incluso más allá de las estrellas, pero no os pertenecerá sólo a vosotros. Pertenecerá también a todos los Seres de Carne, a todos los Hijos de la Luz, que perecen sin perecer y que juntos vencerán a los Seres de las Tinieblas y del Frío y rechazarán a la Nada, fuera del Mundo, a sus enemigos, los Hijos del Frío y de la Noche, los que no tienen ni miembros ni carne, los que no conocen ni el Bien ni el Mal.» Eso es todo. Crease o no, una formidable civilización como la ves, la más poderosa del universo, se cimenta sobre esta Antigua Promesa. Quedamos, pues, que cuando el camino del ahun estuvo abierto, los Hiss se lanzaron a explorar. Todavía no conocían a los Misliks. Uno de sus primeros viajes les llevó a un planeta cuyo nombre, si quieres saberlo es Assenta, del Sol Suin, situado en el límite de la Galaxia. Allí instalaron un observatorio y empezaron a escudriñar las demás galaxias. Pronto descubrieron el extraño hecho de que una de ellas, situada a unos quince millones de años-luz, las estrellas se apagaban a un ritmo rápido, absolutamente contrario a cualquier predicción basada en las leyes físicas. En un siglo y medio llegó a desaparecer toda la Galaxia. Con lo que ahora explicó Souilik, estoy mezclando ahora lo que aprendí más tarde de Azzlem y otros. Tres expediciones salieron nuevamente hacia esta Galaxia, utilizando el camino del ahun. Ninguna de ellas volvió. Después otras estrellas empezaron a apagarse, esta vez en una galaxia más cercana, situada a unos siete millones de años-luz. El proceso, que siempre era el mismo, era el siguiente: empezaba con una alteración del espectro consistente en la multiplicación de las rayas metálicas y después, la estrella empezaba a volverse roja, adoptando un tono cada vez más oscuro. Al cabo de unos meses sólo los detectores de rayos infrarrojos llegaban a delatar su presencia. Después ninguna radiación se registraba. Entonces los Hiss, que creían ciegamente en la Profecía y la Promesa, empezaron a ver en estos extraños fenómenos la mano del Otro, el Padre de la Noche y del Frío. Confirmaba su idea el que, para entonces, ya habían descubierto algunas humanidades diferentes de la suya. Desde luego este proceso de extinción de las estrellas había empezado mucho antes de que existieran Hiss sobre Ela-Ven, ya que los mismos Hiss no se hacen remontar más que a unos dos millones de años a lo sumo. Yo no sé cómo pueden conciliar la anterioridad de existencia de los Misliks sobre ellos mismos con su propia metafísica. Finalmente los Hiss descubrieron a los Misliks. Una Expedición partió a través del ahun, hacia una galaxia muy próxima, situada a menos de un millón de años de luz. Esta expedición contenía tres ksills bajo el mando de un astrónomo llamado Os-senthur. Emergieron en el Espacio — olvidé decirte que siempre emergen a buena distancia de cualquier cuerpo material — bastante cerca de un sol que se estaba apagando. El objetivo les pareció poco interesante, e iban a abandonarlo cuando Ossenthur observó, en el espectro de la estrella, unas particularidades que lo asemejaban a la galaxia que se apagó de forma tan inexplicable. Decidió aterrizar sobre uno de los planetas de este sol y desembarcaron en un mundo agonizante del que había desaparecido ya todo vestigio de vida. Jamás había habido en él humanidad alguna, sólo algunos animales superiores de los que encontraron cadáveres helados. Su estancia en este mundo duraba ya tres meses, las observaciones se iban acumulando, el sol era cada día más sombrío en el cielo rojo. Finalmente, cuando la temperatura hubo descendido hasta el punto en que el nitrógeno empieza a licuarse, aparecieron los Misliks. Esto sucedía trescientos años antes de mi llegada. ¿De dónde procedían los Misliks? Los Hiss aún no lo saben, su aparición sobre un planeta sigue siendo un misterio. Ahora bien, nunca llegan antes de que el frío sea suficiente para licuar el nitrógeno. | Los Misliks sorprendieron a dos ksills. El tercero, Ossenthur, se hallaba volando a más de cien kilómetros de altura. El primer ksill tuvo apenas el tiempo suficiente para transmitir que estaba rodeado de cosas brillantes y dotadas de movimiento. Después, todo fue silencio. El segundo fue alcanzado cuando intentaba despegar. Este, pudo transmitir algunas imágenes: sobre el suelo helado pululaban unas formas poliédricas, dotadas de movimiento con destellos metálicos y de un tamaño aproximado al de un hombre. Entonces brutalmente cesó la transmisión al tiempo que el ksill se estrellaba contra la superficie del planeta. Ossenthur permaneció ocho días vigilando la superficie. El octavo día, no habiendo visto nada que se moviera alrededor del primer ksill, descendió en picado como un rayo y aterrizó a su lado, regando los alrededores del ksill con rayos abióticos. En el interior del ksill no faltaba nada, pero no quedaba ni un Hiss con vida. Ossenthur hizo recoger los cadáveres y abandonando el aparato a los Misliks — había dado a esos extraños seres el nombre de la Profecía — después de destruir sus motores, regresó a Ela. Los biólogos estudiaron los cadáveres. ¡Los Hiss habían sucumbido por asfixia, a causa de la destrucción de su tejido respiratorio! Y así fue como los Hiss se lanzaron desesperadamente a la búsqueda de otras humanidades con el fin de encontrar aquella «cuya sangre roja no podía helarse». Pero en todos los planetas que descubrieron, los «hombres» tenían la sangre azul, o verde, o amarilla. Entonces comprendí por qué me habían conducido a Ela, a pesar de la Ley de Exclusión, y lo que ellos esperaban de mí, o mejor, de nosotros los Terrestres. Mientras tanto, como ya le he dicho, habían establecido contacto con numerosas humanidades planetarias, cuyos embajadores habitaban permanentemente en Resan, donde se halla el Gran Consejo de la Liga de Mundos Humanos. CAPÍTULO TERCERO — EL MISLIK Los Misliks se hallaban pues, a menos de un millón de años de luz de Ela. En aquella época los Hiss no había comprendido todavía la relación existente entre estos seres de metal y la extinción de las estrellas, pero ya representaban el enemigo por excelencia, los Hijos del Frío y de la Noche, el enemigo metafísico. Buscaron pues el medio de destruirlos. Todos los que emplearon fracasaron, excepto uno. Los sabios probaron en vano los medios de destrucción de sus antepasados, los Misliks parecían invulnerables. Ni los rayos abióticos, ni los bombardeos por neutrones, protones, o electrones, ni siquiera los infranucleones los mataban. Sólo el calor tenía alguna eficacia: un día un ksilll, alcanzado por el mortal rayo mislik, contra el cual los Hiss no han encontrado medio de protegerse aparte el situarse a distancia superior a su alcance, se estrelló contra el suelo y se incendió. Un Mislik que se hallaba próximo al lugar, dejó de moverse y sufrió una contracción. Aun a costa de grandes pérdidas, otros ksills pudieron bajar lo suficiente para tomarlo en un campo gravitatorio negativo y llevarlo a Ela. El examen fue decepcionante: se encontraron ante un bloque de ferro-níquel puro. Si hubo alguna estructura, ésta había sido destruida por el calor. La lucha continuó sin resultado durante tres siglos. Ahora los Hiss ya sabian matar a los Misliks: bastaba con envolverles con un rayo especial que producía una temperatura superior a los doscientos grados absolutos durante unos diez segundos. Pero los Misliks se defendieron y aumentaron el alcance de su rayo abiótico, hasta que resultó peligroso acercarse a menos de veinte kilómetros de los planetas ocupados por ellos. Valiéndose de medios desconocidos detectaban la aproximación de un ksill y dejaban sin vida a sus ocupantes antes de que hubieran podido utilizar con éxito sus bombas térmicas. También aprendieron — o por lo menos lo realizaron por primera vez — el arte de elevarse en el espacio sin valerse de aparato alguno. Así pues, los Misliks merodeaban constantemente sobre los planetas en su poder, por grupos de nueve como mínimo, pues el poder de su rayo aumenta en razón del cubo del número de Misliks presentes y, siendo menos de nueve individuos, tarda mucho en actuar. Entonces los Hiss probaron una nueva táctica: surgían del ahun en vuelo rasante sobre el planeta, lanzaban sus bombas y volvían a desaparecer en él. Esta táctica era eficaz pero terriblemente peligrosa. A veces sucedía que, como consecuencia de un error infinitesimal de cálculo, el ksill surgía bajo la superficie del planeta. Se producía entonces una fantástica explosión atómica, pues los átomos del ksill y los del planeta se encontraban ocupando el mismo lugar en el mismo instante. El imperio de los Misliks iba extendiéndose cada vez más en esa desgraciada galaxia cuyas estrellas continuaban apagándose una a una. Para las tripulaciones de los ksills era un extraño espectáculo comprobar que desde Ela se veía lucir aún determinada parte de la galaxia, que ellos sabían apagada debido a que la luz tardaba más de un millón de años para hacer el recorrido. Hasta unos veinte años antes de mi llegada, los Hiss no comprendieron que los Misliks no se limitaban a colonizar los planetas, sino que los apagaban. Ossentbur ya había lanzado esta hipótesis trescientos años atrás, pero había sido rechazada por inverosímil. En la galaxia atacada, el Segundo Universo de los Hiss, bastante lejos aún del imperio Mislik, existía un planeta humano cuyos habitantes, muy parecidos a los Hiss, mantenían estrechas relaciones con estos. Este planeta, Hassni del sol Sltlin, servía de base avanzada en su guerra con los Misliks. Un día señalaron la presencia de enemigos en la cara helada de un planeta exterior de este sistema. Al mismo tiempo los científicos de Hassni observaron una clara disminución de la energía emitida por su sol. Una arrojada patrulla, integrada por tres ksills conducidos por hassnianos, comprobó, por vez primera en aquella guerra, que los Misliks habían construido sobre aquel planeta exterior unas enormes pirámides metálicas. Cuando, un tiempo después, Hassni estuvo situado entre su sol y At'fr, el planeta exterior, fue imposible obtener ninguna reacción nuclear en sus laboratorios o centrales. Las radiaciones del sol seguían perdiendo energía y hubo que rendirse ante la evidencia; ¡los Misliks conocían el medio de anular las reacciones nucleares de las estrellas! No hubo más remedio que evacuar Hassni. Los hassnianos fueron llevados a un planeta de una estrella de la galaxia de Ela. Por fin, dos años antes de mí llegada, fue capturado vivo un Mislik aislado. Yo he visto este Mislik y hasta lo he tocado. Poco a poco fui entrando en la vida eliense. Seguí viviendo en casa de Souilik pero ya disponía de mi propio reob. Pronto aprendí a pilotarlo. Estos pequeños aviones están tan perfeccionados que resulta casi imposible realizar con ellos alguna falsa maniobra. El manejo es totalmente automático y la misión del conductor se limita a elegir la dirección, la velocidad y la altitud. Naturalmente, siempre se puede conectar el piloto automático. La mayoría de los Hiss lo utilizan en muy raras ocasiones. Este pueblo ha encontrado la solución del problema de la máquina: utilizarla, no temerla y no convertirse en esclavo de ella. El mismo individuo que considera la cosa más natural del mundo tomar un ksill, «atravesar el Espacio», como dicen ellos, y recorrer así millones y millones de kilómetros, no vacilará un instante en caminar días y días si tiene ganas de andar a pie. Por lo que a mí respecta, pasaron varios meses antes de que me atreviera a desconectar el piloto automático. Pero cuando lo hube probado encontré tal placer en la conducción de este maravilloso aparatito que dejé de utilizar el automático excepto en trayectos largos. Además, hasta que fuera definitivamente adoptado por la comunidad Hiss — y yo soy uno de los tres únicos «extranjeros» que lo hayan conseguido— no podía utilizar el reob más que para ir de casa de Souilik al palacio de los Sabios. También aprendí el hiss hablado, idioma muy dificultoso para nosotros los Terrestres. Consiste principalmente en una serie de susurros, con gran abundancia de s y z, como habrás podido ver en los nombres propios. Lo más complicado es su maldito acento Iónico cuya situación varia según la persona, o el tiempo de verbo, etc. Por ejemplo, mi huésped se llamaba Souilik. Pero su casa era «Souil'k sian» y: yo salgo de casa de Souilik se dice «Stan Souil'k s'an». Ya ves pues la dificultad que representa construir una frase complicada. Nunca llegué a hablar un hiss correcto. Pero esto carecía de importancia puesto que yo lo comprendía todo. Si tenía que hablar mucho, siempre me quedaba el recurso de «transmitir» directamente a un Hiss que traducía lo que iba diciendo. Cada dos días iba a la Casa de los Sabios, donde desarrollaba una especie de curso sobre civilización terrestre. En compensación allí aprendía el hiss con un método semihipnótico. También aprendía cuanto podía sobre la civilización y la ciencia hiss. Colaboraba con dos Hiss en investigaciones de biología comparada. Mi sangre fue estudiada minuciosamente, y fui examinado innumerables veces por los Rayos X. Mis colaboradores, comprendiendo mi propia curiosidad, pasaron también varias veces por la pantalla para que pudiera examinarles. Su organismo es muy parecido al nuestro pero sospecho que sus primeros antepasados debieron estar más cerca de nuestros reptiles que de los mamíferos. Al llegar aquí debo decir unas palabras sobre su fauna. Esta, tiene, en las especies grandes, un doble origen. Los Hiss trajeron de su planeta Ela-Ven algunos animales domésticos, particularmente una especie de gato muy grande, de largas patas, pelo verdoso y una inteligencia parecida a la de nuestros chimpancés. Los Hiss tienen gran afición a esos animales y cada casa tiene al menos uno de ellos. Primitivamente, en la prehistoria de Ela-Ven, eran entrenados para la caza, pero ahora sus terribles garras y afilados dientes no sirven en todo caso, más que para estropear las butacas de sus dueños. Además de estos «misdolss», los Hiss crían el animal que les proporciona la leche dorada de que le he hablado. La fauna autóctona de Ela-Ven vive aún en vastas reservas, y comprende algunas fieras peligrosas que los jóvenes de Hiss cazan a veces con arco y flechas y con la ayuda de jaurías de missdols. En Ela no hay ningún ser alado, ni pájaros ni insectos, pero en cambio existe una especie venenosa de animalitos parecidos a nuestras hormigas que los Hiss, a pesar de toda su ciencia, no han podido destruir. En Ela-Ven había un animal del tamaño de un gran elefante, pero juzgaron innecesario aclimatarlo en su nuevo planeta. Al cabo de dos meses fui sometido a la prueba que sufren todos los Hiss antes de pasar a la categoría de adulto, o sea el examen psicométrico. Esto no tiene nada que ver con nuestros tests y lo que pretenden los Hiss con ello no es la medida de genio creador sino la aptitud para trabajos determinados y el grado medio de inteligencia. Así, pues, me sometí de buena gana al psicómetro. Fue algo impresionante. Imagínate una especie de camilla sobre la que me tendí, situada en una sala con paredes de cristal, un casco daba a mi cabeza el aspecto de un erizo, oscuridad total a mi alrededor a excepción de una pequeña lámpara azul que iluminaba extrañamente la cara de un Hiss inclinado sobre los aparatos registradores. Senti una leve sacudida eléctrica y a partir de aquel momento, mi personalidad quedó como desdoblada. Sabía que me estaban haciendo preguntas y que yo respondía a ellas, pero me resulta imposible decirte cuáles fueron estas preguntas, y qué respondí a ellas. Veía como el Hiss manipulaba en los aparatos. Sentía en mi cabeza un agradable vértigo, ya no notaba en mi espalda el contacto de la camilla. Al parecer, la cosa duró dos basikes, aunque a mí me parecieron dos minutos. Se hizo la luz, me quitaron el casco y me levanté con una curiosa sensación de vacío y reposo en mi espíritu. El estudio de lo que ha había quedado registrado requirió unos diez días. Entonces fui llamado por Azzlem, a quien encontré acompañado de tres especialistas en psicología. Según me dijo, el resultado del examen había sido sorprendente; mi capacidad intelectual superaba ampliamente la media entre los Hiss, dando un coeficiente 88 — el promedio de los Sabios era 87 —. Mis facultades afectivas les impresionaron más aún: según supe entonces, soy un individuo que puede llegar a ser peligroso, dotado de una extraordinaria combatividad y fantásticas posibilidades de amor o de odio, con una gran predilección por la soledad y cierta dosis de insociabilidad. Supongo que es le rasgo de mi carácter no te sorprende. — En cambio, mi capacidad de emoción mística es, al parecer, muy insignificante, casi nula, lo cual disgustó bastante a los Hiss. Pero lo que más intrigados les tenía es el hecho de que emití cierto tipo de ondas que se parece mucho al tipo de ondas que emiten los Misliks. El resultado práctico fue que, en lugar de ser enviado a Hesan con los representantes de las demás humanidades, los Sabios prefirieron dejarme en Ela. Continué, pues, en casa de Souilik. Este partió para un viaje en el ahun dejándome solo. Pero había entrado ya en relación con algunos vecinos y frecuentemente recibía la visita de Essine o de sus familiares. Como sea que también había aprendido a leer el lenguaje hiss, empecé a utilizar la bien surtida biblioteca de Souilik. Algunos libros sobre ciencia física resultaron fuera de mi alcance, pero, en cambio, otros de biología y arqueología universal me apasionaron. Un día, estaba leyendo tranquilamente una historia resumida del planeta Szen del Sol Fluh del undécimo universo, cuando aterrizó ante la casa un reob azul. Salió de él el gigantesco Hiss que formaba parte del Consejo de los Sabios cuyo nombre es Assza. Había tenido pocos contactos con él, pues era un físico, y los Hiss pronto se habían dado cuenta que, en este aspecto, mis conocimientos eran tan mediocres que no valía la pena destinarme un especialista. Por ello su visita me sorprendió. Como es habitual en los Hiss, no perdió tiempo en preámbulos: — Ven — dijo —, te necesitamos. — ¿Por qué? — pregunté. — Para comprobar si eres realmente uno de los seres de sangre roja que, según la Profecía, los Misliks no pueden matar. Ven, no correrás peligro alguno. Habría podido negarme, pero no era ésta mi intención. Ansiaba conocer a los famosos Misliks. Así, pues, le seguí. Ascendimos a gran altura y tomamos enorme velocidad. El reob sobrevoló dos mares, una cordillera, después otro mar y, finalmente, al cabo de unas tres horas, nos dirigimos hacia una pequeña isla rocosa, de aspecto muy desolado. Habíamos recorrido 9.000 kilómetros. Él sol ya declinaba y debíamos hallarnos a una latitud muy elevada, pues observé bloques de hielo flotando en el mar. Assza tomó tierra sobre una minúscula plataforma que formaba un saliente sobre las aguas. Nos dirigimos hacia una enorme puerta de metal. Con gestos enrevesados, Assza abrió una ventanilla, pronunció unas palabras. La puerta se entreabrió y penetramos en el interior. Doce jóvenes Hiss, armados con su «fusil de calor», me examinaron de pies a cabeza. Dejamos el puesto de guardia y entramos en una sala octagonal, uno de cuyos muros presentaba la superficie esmerilada, propia de las pantallas de visión. Assza me hizo tomar asiento. — Este es mi despacho — dijo —. Soy el encargado de la vigilancia del Mislik —. Y me explicó lo siguiente. Hacía poco más de dos años, un ksill había conseguido sorprender a un Mislik aislado en el espacio y capturarlo. Había sido una empresa difícil y la dotación, expuesta largo tiempo al rayo Mislik, sufrió una prolongada anemia. Pero lo más complicado había sido conseguir que el Mislik atravesara la atmósfera caliente de Ela sin morir. Por fin se consiguió y el Mislik estaba allí, en una cripta mantenida a una temperatura de 12 grados absolutos. Todos los tipos de humanidades — con la excepción de los últimos conocidos, aquellos que también sabían atravesar el ahun, y yo mismo — se habían sometido voluntariamente a las radiaciones del Mislik tomándose todas las precauciones necesarias para que no se produjera ningún accidente mortal. Nadie lo había resistido. Pero es que ninguno tenía la sangre roja de que hablaba la Profecía… y yo la tenía. — Mira, el Mislik — me dijo Assza. Dejó la habitación a obscuras. En la pantalla aparecieron unas imágenes envueltas en una curiosa luz azul. — Luz fría. Cualquier otra iluminación mataría al Mislik. Mi vista recorrió una habitación de grandes proporciones. El suelo era rocoso y liso. En el centro, completamente inmóvil, ví algo que al principio tomé por una pequeña construcción metálica, formada por una serie de placas articuladas, separadas por pequeñas hendiduras. La cosa brillaba con reflejos de plata, tenía una forma poliédrica y su tamaño era de dos metros por uno, aproximadamente. El Hiss me llevó ante unos aparatos registradores que me recordaron el psicómetro. Sobre los cuadros, unas agujas fosforescentes oscilaban lentamente y unos tubos fluorescentes palpitaban con suaves y regulares oscilaciones. — La vida del Mislik — dijo Assza — constantemente es el centro de estos fenómenos electromagnéticos que, al parecer, vosotros, la gente de la Tierra, utilizáis como fuente de energía. Ahora está descansando. Assza dio vuelta a un botón. El termómetro que indicaba la temperatura de la cripta pasó de doce a treinta grados absolutos. Las agujas dieron un brinco en los cuadros, los tubos lanzaron una luz más viva y sus palpitaciones se aceleraron. Assza señaló uno de ellos que vibraba con particular intensidad. — Son las ondas Phen, y que nosotros sepamos, sólo las emiten los Misliks y… tú. Levanté la mirada y me vi en un espejo. Era un espectáculo realmente fantástico ver nuestras caras iluminadas por esta verdosa luz vacilante procedente de los tubos y del reflejo azul de la pantalla. En rarísimas ocasiones tuve en Ela una sensación tan clara de desplazamiento, de mundo extraño. El Mislik se movía ahora. Sus articuladas piezas habían entrado en juego y se desplazaba al paso de un hombre. Gradualmente, Assza llevó de nuevo la temperatura a 12 grados absolutos. — He aquí nuestro plan. Desearíamos que bajaras a la cripta y que te expusieras a la radiación del Mislik. No hay peligro alguno, se entiende, ningún peligro grave. Los demás ya han bajado, desgraciadamente sin éxito. En el Espacio, protegidos como estamos por las paredes de nuestros ksills, son necesarios nueve Misliks para hacer peligrar nuestras vidas. Aquí tan cerca y sin protección uno solo basta. Como sea que en la cripta reina una temperatura muy baja y el vacío casi absoluto, irás equipado convenientemente para traerte en el caso de que perdieras el conocimiento. ¿Aceptas? Dudé un momento, mientras miraba como aquel ser de pesadilla me arrastraba. Me parecía adivinar en él, bajo la rígida caparazón geométrica, un espíritu despiadado, pura inteligencia sin sentimientos, más temible que la peor ferocidad consciente. ¡Oh, si! ¡Era realmente el Hijo de la Noche y del Frío! — De acuerdo — dije, mirando por última vez la pantalla. — Si es necesario añadió Assza — puedo aumentar la temperatura y matarlo. Pero no creo que tenga que llegar a este extremo. Sin embargo, hay un riesgo. Un solo Mislik no puede matar a un Hiss, salvo que éste permanezca mucho tiempo expuesto a su radiación. Tampoco ha matado a los que te precedieron. Pero… tu caso es distinto a todos. — ¡Al diablo! — exclamé en mi propio idioma. Y añadí — : Tarde o temprano habré que hacer la prueba. — No podíamos hacerla antes de que aprendieras nuestra lengua, ya que no podré transmitirte pensamientos cuando estés allí. Encendió la luz. Entró un Hiss y me hizo seña de seguirle. Bajamos al nivel de la cripta, en una sala donde había colgadas de la pared una serie de escafandras transparentes. El Hiss me ayudó a enfundar una de ellas. Me iba a la medida, lo que no era de extrañar, ya que había sido confeccionada para mí. Una de ellas, enorme, debió haber servido al fornido gigante de ojos pedunculados cuya estatua vi en la escalera de las Humanidades. La puerta se abrió una vez más y entraron dos máquinas de seis ruedas, con poderosos brazos metálicos. Marchóse el Hiss y la puerta se cerró. — ¿Me oyes? — dijo la voz de Assza en el interior de mi casco. — Sí, perfectamente. — Estás todavía fuera del alcance de la radiación Mislik. Este rayo no puede atravesar los cuatro metros de ferroniquel que te separan de él. Es la única protección eficaz, pero sin aplicación posible en combate a causa de su enorme peso. Voy a abrir la puerta. Sobre todo, pase lo que pase, no intentes sacarte la escafandra sin que lo te lo diga. Un bloque de metal se deslizó lentamente, dejando en la pared un gran hueco de unos cuatro metros. No tuve la menor sensación de frío, pero mi escafandra se hinchó convirtiéndome en una especie de muñeco Michelin. Avancé despacio sobre el suelo liso. Todo estaba inmóvil y en silencio. Sólo oía en mi casco la lenta respiración de Assza. El Mislik seguía parado. De repente se deslizó hacia donde yo estaba. Visto de cara, presentaba el aspecto de una masa aplastada, de una altura aproximada de medio metro. — ¿Qué debo hacer? — pregunté. — Todavía no emite. No temas, no te tocará. En una ocasión se elevó y aplastó a un Hiss. Los sometimos a doce basikes de elevada temperatura, el límite de sus posibilidades de superviolencia. Creo que comprendió la lección y no le quedaron ganas de volver a empezar. Sin embargo, si lo hiciera, usa la pistola de calor que llevas en el cinto. Hazlo sólo en caso de extrema necesidad. El Mislik daba vueltas a mi alrededor, cada vez más rápidas. — Sigue sin emitir. ¿Notas algo? — Absolutamente nada. Sólo un poco de miedo. — ¡Atención! ¡Está emitiendo! En la parte delantera de la mesa metálica acababa de aparecer una especie de antena violenta. No sentía nada y se lo dije a Assza. — ¿No notas un hormigueo? ¿No sientes vértigo? — No, no, absolutamente nada. Ahora el Mislik emitía con violencia. Su antena medía sobradamente un metro. — ¿Tampoco ahora? — No. — Con tal intensidad, un Hiss habría perdido ya el conocimiento. ¡Creo que sois los seres de la Profecía! El Mislik parecía desconcertado. Por lo menos así interpreté su actitud. Retrocedía, avanzaba, emitía, dejaba de emitir y volvía a empezar. Me dirigí hacia él. Retrocedió y se paró. Entonces, con una sensación, tal vez engañosa, de invulnerabilidad, me aproximé a grandes pasos y me, senté sobre él. Oí una ahogada exclamación de horror de Assza y en seguida una gran carcajada en el momento que el Mislik con brusca sacudida se liberó y huyó hasta el otro extremo de la cripta. — Ya basta — dijo Assza —. Vuelve a la sala de las escafandras. El bloque volvió a su sitio tapando la abertura. El aire penetró con un silbido en la habitación y, con la ayuda de un Hiss, me despojé de mi escafandra. Tomé el ascensor y llegué al despacho de Assza. Estaba sentado en su sillón, llorando de alegría. CAPÍTULO CUARTO — UNA CANCION DE OTRO MUNDO Esta vez permanecí tres días en la Isla Sanssine. Assza informó inmediatamente al Consejo de los Sabios sobre el resultado positivo del experimento y, unas horas más tarde, estaban todos reunidos en la gran sala situada al lado del despacho de Assza. Sin embargo, cuando me pidieron que volviera a bajar a la cripta, me negué tajantemente a ello. Aunque la radiación Mislik no parecía haberme afectado, mis nervios ya no resistían más. Mientras estuve cara a cara con aquel bloque de metal consciente, pude conservar la calma. Pero ahora, mis energías estaban agotadas y sentía una imperiosa necesidad de dormir. Los Sabios se hicieron cargo de todo y decidieron aplazarlo todo hasta el día siguiente. Me dieron una confortable habitación y, con la ayuda de «aquel-que-hace-dormir», pasó una noche magnifica. No fue sin cierta aprensión que volví a entrar en la cripta. Yo no podía saber si mi milagrosa inmunidad duraría y, en caso contrario, no sabía lo que pasaría. Había solicitado la presencia de Szzan, neófito del colegio de los Sabios, a quien yo había enseñado, en el transcurso de nuestras conversaciones, bastante medicina terrestre. Los preparativos habían sido más largos: me hicieron una extracción de sangre, un contaje globular y otros reconocimientos. Además un voluntario Hiss tenia que bajar conmigo para comprobar que la radiación emitida por el Mislik era realmente aquella que resultaba ser tan nefasta para los Hiss. Como privilegio especial, habían sido invitados los técnicos del ksill que habían alcanzado la Tierra, y, excepto Souilik, que en aquel momento se hallaba errando por el Espacio, todos estaban presentes, encabezados por Aass. Fui feliz al volverles a ver. Pero no lo fui menos cuando vi que el voluntario que iba a acompañarme, era Essine. Ni siquiera intenté disuadirla de ello. Sabía ya que las diferencias entre hombres y mujeres, ante el peligro, habían sido abolidas en Ela desde hacía siglos. Se había ofrecido voluntariamente, los Sabios habían aceptado, mi oposición habría sido para ella una ofensa imperdonable. Pero no podía impedir que mis prejuicios terrenales lo desaprobaran. Iba armado de una pistola especial, de «calor frío», que me permitiría, llegado el caso, elevar la temperatura hasta el punto necesario para entorpecer gravemente al Mislik; dicho en otras palabras, llevar la temperatura de -261° a -100° aproximadamente. Así, pues, bajamos acompañados por cuatro autómatas hasta el cuarto de las escafandras. Allí nos esperaban dos Hiss para ayudarnos a vestir los trajes de vacío. Mientras me ponían el mío, pude ver la cara de Essine que palidecía — en los Hiss esto consiste en un color gris verdoso — y le oí murmurar algo que parecía una oración. Evidentemente, tenía miedo, y lo encontré muy natural, pues mientras yo tenía grandes probabilidades de salir ileso, lo más seguro era que ella lo pasara muy mal. Por ello, cuando cruzamos la puerta cilíndrica, puse mi mano sobre su espalda y, utilizando el micrófono, le dije: — Colócate a mi espalda. — No puedo hacerlo, es necesario saber si la radiación es activa. Me volví. Los autómatas nos seguían con sus grandes brazos metálicos medio tendidos. El Mislik, inmóvil, nos miraba. Digo: nos miraba, pues, aunque no había podido descubrir nada en él parecido a un órgano de la vista, sabía que él tenía perfecto conocimiento de nuestra proximidad. Empezó a deslizarse hacia nosotros. — No os alejéis demasiado de la puerta — dijo la voz de Azzlem. Essine tuvo un movimiento de retroceso y después vino a situarse a mi lado. El Mislik se paró a tres pasos de donde nosotros estábamos, sin emitir. Creo me reconoce — dije —. No emitirá si… Lo que ocurrió entonces fue de una rapidez increíble. El Mislik empezó a emitir violentamente. Su antena alcanzaba un metro por lo menos. Entonces, sin dejar de emitir, se deslizó a enorme velocidad a nuestro alrededor y se precipitó sobre el primer autómata. El lugar que ocupaba aquella maravillosa máquina quedó sembrado de trozos de plancha retorcida, engranajes y rodamientos ya inútiles. Una pequeña rueda dentada vino rodando a mi alrededor y yo me quedé estúpidamente mirando cómo describía círculos cada vez más reducidos hasta quedar inmóvil a mis pies. — ¡Cuidado! — gritó Assza. Este grito despertó mis embotados sentidos. Me volví; vi a Essine caída junto a los restos del autómata. El Mislik se lanzaba contra el segundo que se dirigía hacia nosotros. Disparé dos veces. El Mislik paró. Yo había cogido a Essine, desmayada dentro de su escafandra. El autómata avanzaba con los brazos tendidos. — Toma — le dije como si se tratara de una persona —. Voy a cubrir la retirada. Como es natural, no obtuve respuesta. Llevando a Essine, se dirigió velozmente hacia la puerta. El Mislik atacó nuevamente. Disparé y lo detuve. Empecé a retroceder, empuñando la pistola, seguido por los dos robots restantes. Entonces el Mislik tomó altura. Oí las exclamaciones de los Sabios, arriba, en la sala de control. El monstruo metálico se precipitó sobre mi. En vano disparé cinco veces. En última instancia me tiré al suelo. El falló el golpe. Oí una voz — ¿tal vez la de Assza? — que decía: «Qué le vamos a hacer, no hay más remedio». Entonces una fuerte luz blanca inundó la cripta, en el preciso momento en que el Mislik se disponía a atacar. Inmediatamente se posó sobre el suelo y empezó a zigzaguear como enloquecido por algún insoportable dolor. — Sal de ahí, o tendremos que matarlo — gritó Assza. Corrí hacia la puerta y entré en la cámara de las escafandras. Aquella luz se apagó, se cerró la puerta y la habitación se llenó de aire. Llegaron cuatro Hiss, Szzan entre ellos, y despojaron a Essine de su escafandra. Estaba pálida, pero vivía. Subí indignado al despacho. — Ya estaréis contentos. Yo sigo vivo, pero Essine puede que muera. — No. Un solo Mislik no puede matar en tan poco tiempo. Y aunque así fuera: qué importancia puede tener su vida, sobre todo una vida voluntaria, cuando el universo entero está en juego? Evidentemente, no había respuesta posible. Me hicieron un nuevo análisis de sangre. La conclusión era definitiva: el rayo Mislik no tenia efecto alguno sobre mi. Permanecí aún dos días en la isla con Assza, ya que no quería marcharme sin tener la seguridad de que Essine estaba fuera de peligro. Ella se había recuperado rápidamente, pero estaba aún muy débil a pesar de las transfusiones y de la acción de los rayos biogénicos. Szzan me tranquilizó: con anterioridad, había atendido a otros Hiss más gravemente alcanzados, con resultado satisfactorio. Regresé a la casita de Souilik y todo volvió a su curso normal. Cada dos días iba a la Casa de los Sabios para dar lecciones y tomarlas a mi vez. Entré en estrecha relación con Assza, el gigantesco físico — guardián del Mislik —, que, según me dijo aquél, no parecía acusar el duro castigo a que había sido sometido. Y un día, mientras hablábamos con Szzan, el joven biólogo, sobre las radiaciones humanas, tuve una idea. — Estas ondas Phen, que emiten los Misliks y que yo también emito, ¿no podríamos utilizarlas para entrar en contacto con ellos? — No lo creo. Podemos registrar esas ondas, pero ignoramos a qué puedan corresponder. No hemos podido comprobar nada, pues para nosotros resulta tan difícil abordar un Mislik como atravesar una estrella. Ya pudiste verlo con el ejemplo de Essine. Ahora bien, ya que tú emites las mismas ondas o algo que se les parece mucho — podríamos hacer la prueba contigo. Aunque no creo que tengan nada que ver con lo psíquico. Lo más probable es que tengan alguna relación con vuestra extraordinaria constitución, tan rica en hierro. — Lástima — dije —. Me habría gustado entrar en comunicación con ellos. — Tal vez eso no sea imposible — dijo entonces Assza —. Pero tendrás que armarte de valor. Deberás bajar de nuevo a la cripta, equipado con un casco amplificador del pensamiento. Las ondas psíquicas — nuestras ondas psíquicas — tienen un alcance muy inferior a la radiación Mislik y nunca hemos podido aproximarnos lo bastante para saber si podíamos «entender» a uno de ellos. El Mislik — o, a veces, el Hiss — morían antes de poder comprobarlo. Tendrás que penetrar en la cripta, pues el aislamiento de ferroníquel interfiere tanto las ondas del pensamiento — suponiendo que el Mislik las emita — como su radiación mortal. — Conforme — dije —. Pero, ¿y si vuelve a tomar el vuelo? — Quédate delante de la puerta. Si se eleva, entra en la cámara de las escafandras. — De acuerdo. ¿Cuándo hacemos la prueba? Sentí que estaba tanto o más impaciente que yo mismo. — Yo tengo un reob de cuatro plazas… — insinuó Assza. — Yo también tengo el mío — dije —. ¿Vamos? — Vamos — cortó Szzan, el más joven de los tres. — Habrá que hacer algunas modificaciones en el amplificador. Pero tengo todo lo necesario en mi laboratorio de la Isla — repuso Assza. Nos embarcamos y partimos sin pérdida de tiempo. Assza pilotaba admirablemente y volamos rozando las montañas. Cuando nos adentrábamos sobre el mar, vituus u u artefacto enorme, fusiforme, que descendía rápidamente hacia el Monte de los Sabios. El astronave sinzú regresa — dijo Szzan —. Habrá reunión del Consejo. — ¿No tendrás que asistir — pregunté a Assza — Podemos aplazar el experimento si es necesario. — No, el Consejo no se reunirá hasta la noche. Tenemos tiempo. Tú vendrás conmigo para ver a tüs casi hermanos, los Sinzúes. La isla apareció sobre el mar azul. Apenas hubimos tocado tierra nos dirigimos apresuradamente hacia el laboratorio. Sianssi, el ayudante jefe, vigilaba los aparatos registradores. — Está descansando — nos dijo —. Pero desde que el «Tserreno» lo visitó, se ha vuelto intratable, ha destrozado a un autómata. Por vez primera, había oído vocalizando el nombre que nos han dado los Hiss. «Tserreno», corrupción de «Terreno». Haz que modifiquen un amplificador del pensamiento para que el «Tserreno» pueda colocarlo bajo su escafandra. Volverá a bajar para intentar entrar en comunicación con «él». El joven Hiss me miró un momento antes de salir. Desde luego, debía parecerle casi tan monstruoso como el Mislik. Por medio de la pantalla estuvimos observando a éste. No se movía, parecía un bloque de metal inerte. Y, sin embargo, era un ser con un poder fenomenal, capaz de apagar las estrellas. — Vigílalo bien cuando estés abajo — me dijo Assza —. Antes de tomar altura suele levantar un poco su parle delantera. Entonces dispones aproximadamente de una milésima de basike. Vuelve inmediatamente. La transformación del amplificador duró un basike, o sea aproximadamente una hora y cuarto. Enfundado en mi escafandra y equipado con el casco, entré lentamente en la cripta. El Mislik me daba «la espalda». Sin alejarme demasiado de la puerta, di el contacto. Inmediatamente me sentí envuelto por un torrente de angustia que no venía de mi; era la angustia del Mislik: una espantosa sensación de aislamiento, de soledad, tan grande que casi grité. Lejos de ser la criatura intelectual, sin sentimientos, que había imaginado, el Mislik era, pues, un ser como nosotros, capaz de sufrir. Paradójicamente, lo encontró más horrible todavía por ser tan parecido siendo tan distinto. No pude soportarlo y corté el contacto. — ¿Qué hay? — preguntó Assza. — Pues que sufre — dije desorientado — Cuidado. Está despertando. El Mislik se movía Como la otra vez, se dirigía hacia mí a velocidad moderada. Restablecí el contacto. Esta vez ya no llegó un mensaje de sufrimiento, sino que recibí una oleada de odio, de odio absoluto, diabólico. El Mislik seguía avanzando. Empuñé mi pistola de calor. Se paró, emitió contra mi un odio violento, que casi me producía un dolor físico como un chorro cálido y viscoso. Entonces, a mi vez, emití: «Oh, hermano de metal — pensé —, no te quiero ningún mal. ¿Qué necesidad hay de que los Hiss y vosotros os destruyáis los unos a los otros? ¿Por qué la ley del mundo parece ser la muerte? Yo no siento odio hacia ti. Mira, guardo mi arma en su funda.» No esperaba ser comprendido. Sin embargo, a medida que pensaba, sentí que su odio decrecía, pasando a segundo término, mientras un sentimiento de sorpresa lo desplazaba, sin llegar a borrarlo. El Mislik seguía inmóvil. Recordé las teorías de los filósofos, que pretenden que las matemáticas son lo mismo en todo el Universo — cosa que parecía confirmarse con las Hiss — y me puse a pensar en cuadrados, rectángulos, triángulos y círculos. Recibí a cambio una onda de sorpresa más intensa aún, y una serie de imágenes invadieron entonces mi pensamiento: el Mislik estaba contestando, pero tuve que rendirme ante la evidencia: jamás se podría establecer una comunicación útil, ya que las imágenes resultaban borrosas, como las de un sueño. Me pareció captar unas extrañas figuras, concebidas para un espacio que no es el nuestro, un espacio de más de tres dimensiones. Pero, antes de que llegara a comprenderlas se desvanecían, dejándome la frustrada sensación de haber estado a punto de captar un pensamiento totalmente extraño al nuestro. Hice una última tentativa; pensé unos números, pero no obtuve mayor éxito. Recibí en respuesta unas nociones imposibles de traducir, incomprensibles, llenas de espacios vacíos, en los que nada recibía. Probé otras imágenes, pero no encontré nada que despertara un eco cualquiera en él, ni siquiera la figura de una estrella brillando en un cielo negro. La noción luz, tal como la concebimos nosotros, debía serle extraña. Abandoné, pues, mis vanos intentos, y sin duda captó algo de mi desencanto, pues volvió a llegarme una nueva oleada de angustia, huérfana de odio, mezclada con un agudo sentimiento de impotencia. Se marchó sin haber lanzado su radiación mortal. Así,pues, a pesar de la opinión de ciertos filósofos, el miedo y la tristeza son los mismos de un extremo al otro del universo, mientras que dos y dos no siempre suman cuatro. Había algo trágico en esta imposibilidad de intercambiar ideas simples, cuando sentimientos más complejos pasaban con facilidad del uno al otro. Subí al laboratorio y confesé mi casi fracaso. Los Hiss me parecieron muy afectados por ello. Para ellos, un Mislik seguía siendo el Hijo de la Noche, el ser odioso por naturaleza, y el interés que habían puesto en la prueba, era puramente científico. Para mí no era lo mismo, y aún hoy me duele no haber podido, no ya comprender, pero sí al menos captar el más mínimo detalle de la esencia intelectual de esos extraños seres. Al caer la noche, abandonamos la isla. Los dos satélites de Ela brillaban ya en el cielo sembrado de estrellas. Arzí tiene un brillo dorado, como el de nuestra Luna, pero Arí es de un siniestro color rojizo que despierta siempre en mi la idea de un astro maléfico. Aterrizamos en la terraza inferior de la Casa de los Sabios. En el otro extremo se veía la enorme masa fusiforme de la astronave sinzú, brillando débilmente en la noche. Con gran disgusto por mi parte, no me fue permitido entrar en la sala de reuniones. Szzan y yo tuvimos que dirigirnos a la Casa de los Extranjeros, que era una especie de hotel situado en los bosquecillos de la terraza inferior. Cenamos juntos y salimos a dar un paseo. Nuestros pasos nos condujeron cerca de donde se hallaba la astronave. Al dar la vuelta a un sendero, un grupo de Hiss nos dieron el alto. — No se puede pasar más allá — dijo uno de ellos. Los Sinzúes vigilan su aparato y nadie puede acercarse sin autorización. Pero… ¿quién va contigo? — preguntó a Szzan. — Un habitante del planeta Tserra de la estrella Sol del decimoctavo universo. Por ahora es aquí el único representante de su raza. Vino con Aass y Souilik. Tiene la sangre roja y los Misliks no pueden matarlo. — ¿Qué dices? ¿Es acaso el hombre de la Profecía? Según dicen, también los Sinzúes tienen la sangre roja, pero no conocen a los Misliks. — El Tserreno ha bajado otra vez a la cripta de la isla Saussine y, como puedes ver, sigue vivo. — Permite que te vea — dijo dirigiéndose a mi. Un suave rayo de luz surgió de su casco. Observé que de su cinturón colgaba una pequeña arma. La guardia de la astronave no era pues una broma. Esa era la primera vez que constataba la presencia en Ela de algo parecido a fuerza pública. — Te pareces a los Sinzúes — dijo. He visto a tres de ellos esta tarde cuando han desembarcado. Pero eres más alto, más pesado, y tienes cinco dedos en las manos. ¡Ah! estoy ansioso por poder participar en alguna expedición en Ksill. Aún estoy estudiando… Recordé entonces que, en Ela, todo el mundo cumple dos misiones distintas, como Souilik que era a la vez oficial de ksill y arqueólogo. Un grito prolongado cortó el silencio de la noche estrellada. — Es un centinela sinzu — dijo nuestro interlocutor —. Cada medio basike se llaman asi unos a otros. Ahora debo rogaros que regreséis. Volvimos a la Casa de los Extranjeros. Constaba de diversos pabellones dispersos bajo los árboles, habitados por aquellos que, habiendo sido convocados por el Consejo, vivían demasiado lejos para volver a sus casas cada día. Junto a mi habitación había un cuarto de baño y una biblioteca, pero me sentía demasiado fatigado para leer. Excitado como estaba por las vicisitudes de aquella extraña jornada, la más densa de cuantas llevaba en Ela, tuve que recurrir a «aquel-que-proporciona-sueño». Desperté muy temprano. El aire del mar era fresco y observé que, a diferencia de la casa de Souilik, ésta tenía ventanas que habían permanecido abiertas. Oía las olas batir sobre las rocas de la orilla y la brisa que hacía temblar las hojas do los árboles. De pronto, subió hasta mi un canto. Ya había oído varias veces música hiss. Pero ésta, sin llegar a ser desagradable a nuestros oídos, resultaba demasiado técnica, intelectual en exceso Este canto era distinto, no era hiss. Tenía nostalgia, flexibilidad, como un secreto fervor que recordaba las canciones populares rusas. Y esta voz una voz que sin esfuerzo pasaba de las notas bajas a las más agudas, tampoco pertenecía a un Hiss El ser que cantaba estaba demasiado lejos para que yo pudiera distinguir las palabras que probablemente no eran Hiss. Pero sabía que esta canción hablaba de primavera, de planetas bañados por el sol o envueltos en nieblas, del valor de sus hombres, del mar, del viento, de las estrellas, de amor y de luchas, de misterio y de miedo. Contenía toda la fuerza de la juventud del mundo. Emocionado me vestí rápidamente, salté por la ventana dirigiéndome hacia el punto de donde provenía el canto. Atravesando un bosquecillo encontré una escalera que conducía a la orilla. Una joven cantaba, cara al mar. El sol arrancaba reflejos dorados u su cabellera. No era por tanto una Hiss. El contraluz me impedía ver el color de su piel. Vestía una cort túnica azul pálido. Baje precipitadamente la escalera, tan emocionado como cuando, siendo estudiante, veía venir a Silvia por el jardín de la Facultad. Tropecé en el última peldaño y me caí cuan largo soy a sus pies. Ella dejó de cantar, lanzó un grito, y en seguida soltó una carcajada. No había para menos, pues debía estar francamente cómico allí, delante de ella, a gatas y con el cabello lleno de arena. Entonces su risa se interrumpió y con tono irritado me preguntó: — «¿Asna eni étoé tan?» (Sorprendido, me volví. Estas palabras no las había pronunciado Clair, sino Ulna, su mujer.) — Si — dijo reposadamente Clair —, era Ulna. TERCERA PARTE — UNIVERSO EN JUEGO CAPÍTULO PRIMERO — ULNA, HIJA DE ANDRÓMEDA. Me levanté lentamente, sin dejar de mirar a la joven. Por un momento creí que los Hiss habían hecho un nuevo viaje a la Tierra, y habían traído a nuevos Terrestres. Pero entonces recordé la enorme astronave, la estatua de la escalinata de las Humanidades y me fijé en su alargada mano. También recordé lo que me había contado Souilik sobre los Krens del planeta Mará, a quienes resultaba tan difícil distinguir de los Hiss. Así, pues, si éstos tenían sus semejantes, también los hombres podíamos tener nuestros «dobles» en el universo. La joven seguía de pie ante mi. Yo permanecía silencioso. — Asna éni étoe tan, sanen ter téoé sen Telm — dijo entonces ella, irritada. A pesar del tono colérico su voz seguía siendo cálida y melodiosa. Respondí en mi idioma: — Le ruego me perdone mi brusca llegada hasta sus pies, señorita. Inmediatamente comprendí que, naturalmente, mis palabras eran tan incomprensibles para ella como lo había sido para mi, su pregunta. La miré fijamente a los ojos e intenté «transmitir». Fue en vano. Ella me contemplaba con desconfianza y vi que su mano se dirigía a un pliegue que formaba su cinturón. Hablé entonces en hiss, con la esperanza de ser comprendido: — Le pido perdón por mi intromisión — le dije. Reconoció la lengua en que le hablaba y contestó, situando los acentos tan incorrectamente como lo hacía yo al principio. — ¿Ssin Eséhc h'on? ¿Quién es usted? — La frase correcta habría sido: Ssin tséhé hion. Su pregunta, tal como la formuló significaba: ¿En qué luna estamos? — Ari será la primera en brillar esta noche — dije sonriendo. Ella comprendió su error y también se puso a reír. Durante unos minutos intentamos comunicarnos en hiss, sin conseguir grandes resultados. Finalmente, me señaló la escalinata y nos dirigimos a la terraza superior. AI llegar arriba oí los tres silbidos que constituían la señal personal de Souilik quien no tardó en aparecer acompañado de Essine. — Veo que ya has entrado en contacto con los Sinzúes dijo. — Hombre, pues, no del todo. ¿Cómo os las arregláis cuando aterrizáis en un planeta cuyos habitantes no «captan» y cuyo idioma os es desconocido? — Pues resulta muy fastidioso, sobre todo si son tan agradables como esa Sinzu parece serlo para ti — dijo Essine —. Pero tranquilízate. Pronto os comprenderéis a las mil maravillas. — Sí, añadió Souilik, el problema quedó resuelto hace tiempo. En primer lugar no alardees: en realidad, sólo nosotros «captamos» y «transmitimos». En tu planeta únicamente podrías corresponder con tus semejantes por medio del lenguaje hablado. Aquí, los niños, se encuentran en el mismo caso. Tienen que aprender, lo mismo que tú y ella podéis aprender. Mientras, os bastará con un pequeño casco amplificador. Ahora tengo noticias más importantes que comunicarte: acabo de llegar de un universo mucho más lejano que el tuyo. Eso garantiza tu regreso, cuando llegue el momento. He tenido ocasión de entrar en contacto con otra humanidad. Al parecer, en esa parte del Gran Universo todos los seres tienen la sangre roja: Los Sinzúes, vosotros los «Tserrenos» y ahora, los que he descubierto, los Zombs. — ¿Cómo son? ¿Has traído a alguno contigo? Souilik me observó cerrando un poco los ojos. — Se le parecen un poco. Pero son aproximadamente dos veces mayores que tú. Además se hallan en estado casi salvaje y ni siquiera han llegado a trabajar la piedra. Habría sido inútil y hasta peligroso para ellos, hacerles hacer el viaje. Tal vez dentro de dos o trescientos mil años… Nos estábamos acercando a la escalinata de las Humanidades, en lo alto de la cual se veía a algunos Hiss ocupados en alguna penosa tarea ya que estaban rodeados de autómatas. — ¿Qué diablos están haciendo tus compatriotas? — pregunté a Souilik. (En lengua hiss, «qué diablos» se traduce literalmente por «teí mislik»). — De Misliks precisamente se trata — respondió él sonriendo. Ya lo verás. — Y volviéndose hacia la joven Sinzu, «transmitió» algo que no pude comprender ya que los Hiss pueden, por transmisión de pensamiento, sostener una conversación privada, aun en medio de un grupo de personas. Debía tratarse de algo divertido pues la joven sonrió. — Subimos las escaleras mientras el grupo de Hiss se dispersaba. En lo alto, a la derecha, se levantaba una nueva estatua en la que, con sorpresa me reconocí, fielmente reproducido, en actitud halagadora: mi pie aplastaba a un Mislik. — Tus encuentros con el Mislik quedaron debidamente registrados — dijo Essine —. Sslib, nuestro mejor escultor, recibió inmediatamente el encargo de realizar esta estatua. Tenía tus medidas exactas, que fueron tomadas cuando fuiste examinado en la Casa de los Sabios, y con la ayuda de algunas fotos en relieve, ha sido para él un juego este trabajo. ¿Te parece bien la estatua? — Sí, sí, excelente — dije con sinceridad. Pero será enojoso para mí tener que pasar ante mi propia efigie todos los días. Souilik y la Sinzu estaban en animada conversación desde hacia un rato y, por la expresión del Hiss, comprendí que algo no marchaba bien del todo. Habló un momento con Essine, pero debido a la precipitación, no pude comprender lo que decían. Me pareció distinguir la palabra «injuria». La joven Sinzu bajó las escaleras dirigiéndose al encuentro de un grupo de individuos de su raza. Souilik parecía preocupado. — De prisa. Hay que ver a Assza y a Azzlem, si es posible. — ¿Qué pasa? — Espero que nada grave. Pero a esos Sinzúes les corroe el orgullo y tal vez habrá sido un error el poner su estatua a la izquierda. Fuimos introducidos inmediatamente, Azzlem estaba en su despacho con Assza y un joven Hiss, su hijo Asserok, que acababa de llegar del Universo de los Sinzúes. — La situación es delicada — declaró Souilik sin preámbulos. Durante mi ausencia, el Tserreno ha bajado a la cripta de la Isla Sanssine y ha vencido al Mislik. — Si, ¿qué pasa con eso? — dijo Assza —. Yo mismo, de acuerdo con el Consejo, tomé la responsabilidad de esta decisión. — Pero según me ha dicho Ulna, la Sinzu, habíamos prometido a los Sinzúes que ellos serían los primeros seres de sangre roja que se enfrentarían con los Misliks. Con su orgullo, es muy posible que nos hagan una escena. — Su astronave está bien armada — intervino Asserok —. Y además conocen el paso del ahun. — Sí, Asserok — respondió su padre —, pero en nuestro planeta dominamos la situación. Cuando, por primera vez, recibimos la visita de los Sinzúes, no quisieron enfrentarse con el Mislik, alegando que precisaban ciertos preparativos. El «Tserreno» no los necesitó. A fin de cuentas la Promesa fue hecha a los Hiss, no a los Sinzúes. No estamos en situación de despreciar su ayuda pero tampoco podemos renunciar a la dirección de la lucha. Y si ellos tienen armas…, también nosotros las poseemos. Apretó un botón situado sobre su mesa. Se iluminó una pantalla mural en la que apareció la escalinata de las Humanidades. Ante mi estatua había cuatro Sinzúes discutiendo, Ulna era uno de ellos. Los demás se dirigían precipitadamente hacia su astronave. Entonces Azzlem pronunció unas palabras que, desde hacía siglos no se habían oído en Ela: — Estado de alerta n.° 1 — dijo inclinándose sobre un micrófono —. Reunión inmediata de los Diecinueve. Queda terminantemente prohibido el despegue a todos los aparatos extranjeros —. El eufemismo nos hizo sonreír ya que la única nave extranjera que se hallaba en Ela, era la Sinzu. — Ya veremos si pueden sortear nuestros campos gravitatorios intensos — nos dijo. Los Simios estaban entrando en la Casa de los Sabios. — Venid — dijo Azzleiu —. Vamos a recibirles. Souilik y Essine, venid vosotros también ya que sois, junto con mi hijo, los únicos Hiss aquí presentes que hayan sobrepasado el decimosexto universo. Nos dirigimos a la Sala donde me recibieron por primera vez los Sabios. Tomé asiento entre Essine y Souilik, en el fondo de la Sala. El Consejo de los Diecinueve se completó, y los Sinzúes fueron introducidos. Eran cuatro, tres hombres y la joven. Su aspecto era magnífico. Altos, rubios y esbeltos. En la Tierra habrían podido pasar por suecos. Adoptaron una actitud fría y distante, mientras les proporcionaban los cascos amplificadores. El que aparentaba más edad, se dirigió a Azz-lem y empezó su discurso: había hecho el largo viaje desde su lejano planeta para enfrentarse con el Mislik, habían traído consigo las armas más poderosas que sus científicos habían podido construir, y ahora resultaba que un ser inferior, procedente de un planeta semisalvaje se les había adelantado. Esto constituía una grave ofensa inferida a su planeta, Arbor, y se marcharían inmediatamente para no volver nunca, a no ser que los Shé-inons juzgasen que la injuria era demasiado grave para ser olvidada, en cuyo caso… Exigía una explicación y la inmediata destrucción de aquella estatua que había sido puesta a la misma altura que la suya. Mientras el Sinzu hablaba, observé a los Sabios. Sus caras permanecieron impasibles. Ni el menor indicio de desaprobación apareció en ellas. Azzlem fue el que respondió y lo hizo con gran calma: — Vosotros Sinzúes, sois realmente sorprendentes. Jamás os prometimos que seríais los primeros en hacer frente al Mislik. Ignorábamos entonces si podrían existir otras humanidades de sangre roja y seguimos ignorando si todas ellas son invulnerables a la radiación del Mislik. Por otra parte, no alcanzamos a comprender la importancia que pueda tener el ser el primero. Estas tonterías desaparecieron hace tiempo de Ela, con el último jefe militar y el último político. Tampoco parecéis daros cuenta de que vamos a necesitar a todas las Humanidades del cielo para vencer a los Misliks. De momento estamos solos, o casi solos, en la lucha contra ellos. El Tserreno ha tenido el arrojo necesario para enfrentarse con el Mislik, sin preparativo alguno. Es pues justo que su estatua sea cual es. Haced vosotros lo mismo y no tendremos inconveniente alguno en añadir un Mislik, o dos, o tres si queréis, a los pies de vuestra estatua. Vuestra colaboración puede sernos muy útil, pero no imprescindible. Los Tserrenos tienen la resistencia necesaria. Nosotros poseemos la técnica, y la de ellos, aunque primitiva, no es ni mucho menos, despreciable. En el cielo, hay numerosas humanidades de sangre azul o verde cuyas armas también son poderosas. Nadie sabe dónde atacarán los Misliks la próxima vez. Tal vez se dirigen ya contra vuestra galaxia. Os ruego que renunciéis a este orgullo absurdo que, por cierto, me ha sorprendido tratándose de una raza tan evolucionada como la vuestra. Os conjuro a que entréis en la Gran Alianza, en la Liga de Tierras Humanas. Nuestro único enemigo es el Mislik. Aun cuando fuerais insensibles a su rayo, no podríais vivir cerca de un sol apagado. Recapacitadlo y volved esta noche con palabras de amistad en vuestra boca, no de desafío. Estáis en Ela, no en Arbor, y aquí, nosotros somos los dueños, esta noche os volveremos a ver. El Sinzu quiso replicar. — No; es inútil. Reflexionad primero. Hasta la noche. Los Diecinueve abandonaron la sala dejándonos a Souilik, Essine y yo, solos, frente a los Sinzúes. En aquel momento parecieron darse cuenta de mi presencia. Los tres hombres se dirigieron hacia mí con aire amenazador. La joven intentó retenerlos, pero no lo consiguió. Me levanté. Con gesto lento Souilik apoyó su mano sobre la culata de un pequeño fulgurante que, como todos los comandantes de ksill, tenía derecho a llevar. Este gesto no escapó a los Sinzúes, quienes se detuvieron. — Tenía entendido que los Hiss, los sabios y prudentes Hiss, habían renunciado a la guerra desde hace siglos… — Sí, a la guerra sí, pero no a proteger a sus huéspedes — replicó Souilik —. Si vuestras intenciones son rectas, ¿a qué vienen estas armas bajo vuestras túnicas? ¿Acaso habíais creído que no sabemos detectar el metal a través de la tela? La situación era tensa. Fue en vano que Essine y yo de una parte, y Ulna y el anciano Sinzu de la otra, tratásemos de interponernos. Souilik estaba poseído por la terrible rabia fría de los Hiss y los Sinzúes parecían animados de un incomprensible orgullo. Entonces, como un deus ex machine, apareció un oficial de la guardia seguido de otros cuatro Hiss. — El Consejo de los Diecinueve ruega a sus huéspedes Sinzúes que se dirijan a su alojamiento Y les recuerda que en Ela, sólo los oficiales en servicio pueden ir armados. Iba provisto de un potente casco amplificador y por tanto su frase sonó fuerte y claramente dentro de mi cabeza; parecía un ultimátum. Los Sinzúes así lo debieron entender, pues les vi palidecer y salieron. Antes de abandonar la sala, Ulna se volvió y nos miró. — En lo que a ti se refiere — dijo el oficial dirigiéndose a mí — Azzlem te espera, a ti y a tus compañeros. Azzlem, Assza y Asserok discutían acaloradamente cuando nosotros llegamos. — No los necesitamos para nada — decía Aszza — ; la ayuda de los Tserrenos nos bastará. — Son poderosos, replicó Asserok. Lo son tanto como nosotros. Creedme, yo he estado en Arbor y conozco su planeta. Son más numerosos que nosotros y, además, tienen a los Telms, sus servidores… Al llegar aquí se interrumpió bruscamente, como si hubiera tenido una súbita inspiración. — Ahora lo entiendo todo —. Han confundido al Tserreno con un Telm; es fuerte y moreno como ellos. Según nos explicó, en Arbor no sucedía lo mismo que en la Tierra o en Ela, donde sólo existe una única humanidad, sino que había dos, los Sinzúes, rubios y esbeltos y los Telms, morenos y fornidos. En épocas prehistóricas, habían habido varios tipos humanos — cosa que también en la Tierra se produjo — pero así como en nuestro caso sólo sobrevivió una especie que exterminó o absorbió a los demás, en Arbor se desarrollaron dos ramas distintas, ubicadas en continentes muy alejados el uno del otro. Cuando los Sinzúes descubrieron el continente Telm, habían ya alcanzado un grado de civilización que no les permitía extenuarlos. Supón que América hubiera estado poblada por hombres de Neanderthal. Probablemente los habríamos destruido. Los Sinzúes, raza superior, con un criterio más humano — o más realista —, convirtieron a los Telms en sus esclavos. Con el tiempo, la situación de éstos ha mejorado algo, pero en la sociedad actual siguen ocupando posiciones inferiores, a las que les lleva — hay que decirlo todo — su total carencia de iniciativa. No reciben ningún mal trato pero jamás se ha producido un cruce entre las dos especies por tratarse de dos razas totalmente distintas. La organización social de los Sinzúes se basa en esta semiesclavitud, es de tipo aristocrático y recuerda un poco a la organización del antiguo Japón. — Es un hecho innegable que tu aspecto exterior, el color de tu piel y tu cabello, te dan un cierto parecido con los Telms. Así, pues, para que puedas comprender la reacción de los Sinzúes imagina que llamaras a un especialista en «judo» para combatir con un difícil adversario y que, al llegar aquí le dijeras: ya no es necesario; un chimpancé ha hecho el trabajo. A medida que Asserok hablaba, los dos sabios fueron serenándose. Con toda seguridad iba a ser posible — con la suficiente diplomacia — calmar a los Sinzúes, explicándoles que yo no era un Telm a pesar de mi aspecto. Asserok quedó encargado de esta misión y partió hacia el astronave. Pronto fui llamado por él. Me dirigí allí acompañado por Souilik. Al despedirme, poco antes de llegar a la vista de los centinelas sinzues quiso darme uno de sus fulgurantes. Se lo agradecí pero rehusé, ya que estaba convencido de que no corría peligro alguno. Un sinzu me recibió y me hizo seña de que le siguiera. La astronave era enorme — más de 180 metros — y tuve que recorrer interminables pasillos antes de llegar a la sala donde se me esperaba. Allí estaban sentados Asserok y cinco sinzues, todos ellos provistos de un casco amplificador. Aunque un poco separada del grupo allí se hallaba también Ulna, de pie, apoyada en la pared. Apenas había entrado en la estancia, el de más avanzada edad me transmitió: — Este Hiss pretende que no eres un Telm, sino un Sinzú negro. Vamos a comprobarlo. Háblanos de tu planeta. Antes de contestar tomé todo el tiempo que creí necesario, agarré una silla, me senté, y cruzando las piernas empecé a hablar: — Aun cuando para mi resulta tan injurioso ser confundido con un animal superior, como puede serlo para vosotros el ser aventajados por un Telm, en atención a mis amigos los Hiss, os responderé. Sabed que en mi planeta no hay más que una especie de hombres, unos rubios como vosotros, otros morenos como yo. Algunos — por cierto bastante numerosos — hasta tienen la piel negra o amarilla. Mucho hemos discutido sobre cuál era la raza superior y hemos llegado a la conclusión de que no había tal. No hace mucho hemos sostenido una guerra contra ciertos terrestres quienes, precisamente, pretendían ser esa raza superior. Les vencimos a pesar de su pretendida superioridad. Seguí transmitiendo así durante más de una hora, haciendo, a grandes rasgos, un resumen de nuestra civilización, de nuestra organización social y de nuestras ciencias y artes. Desde luego, ellos nos aventajan de largo en avances científicos, ya que, en algunos puntos incluso superan a los Hiss. Pero en cambio, parecieron impresionados por nuestra utilización de la energía nuclear, conquista relativamente reciente para ellos. Después de formularme una serie de preguntas sabiamente calculadas llegaron a la conclusión de que, a pesar de mi aspecto físico, yo no podía ser un Telm. A partir de aquel momento su actitud cambió diametralmente. Se convirtieron en unos seres tan afables como antes arrogantes. Ulna irradiaba satisfacción: había sido la única que me había defendido. Asserok convino, con Helon, el anciano Sinzú, padre de Ulna y Jefe de la expedición, una entrevista con los Diecinueve para aquella misma noche. Al marcharnos, Ulna y su hermano Akeion nos acompañaron. Encontró a Souilik y Essine que esperaban. Asserok continuó para reunirse con Azz-lem y quedamos los cinco, dos Hiss, dos Sinzúes y un «Tserreno». Estábamos contentos, la amenaza de guerra había desaparecido. Souilik me confió aparte que cien ksills estaban preparados para atacar la astronave en el caso de que las cosas hubieran ido mal. Nos dirigimos a la escalera que bajaba hacia el mar y nos sentamos en uno de sus peldaños. Nos interrogamos mutuamente sobre nuestros respectivos planetas y tuve que prometer que visitaría a Arbor antes de regresar a Tierra. Ulna y Akeion me pidieron detalles sobre el Mislik, ya que habían decidido enfrentarse a él para saber si los Sinzúes compartían mi inmunidad. Quedamos en que yo les acompañaría a la cripta. Aquella noche, tal como se había convenido, tuvo lugar la segunda entrevista entre los Sinzúes y los Diecinueve. La alianza quedó definitivamente sellada, con independencia del resultado de la prueba que debía realizarse a los dos días en la Isla Sans-sine. La misión de enlace entre los Sabios y los Sinzúes fue encomendada a Assza y a Souilik, quien, con motivo de sus últimas exploraciones, acababa de ser admitido como neófito. Por especial ruego de ellos se les nombraron dos adjuntos: Essine y yo. Por el lado Sinzú, Helon nombró a sus hijos Akeion y Ulna y a Etohan, joven y prometedor físico. Como comprenderás, mi papel dentro de la delegación hiss, era meramente consultivo, ya que ni siquiera podía pretender representar a la Tierra, puesto que casi había sido raptado de ella. No obstante, me encantó este nombramiento que me unía más a Souilik y a Essine, por quienes sentía gran amistad, a Assza, persona muy agradable, y a los Sinzúes por los que, de momento, sentía gran curiosidad. Me referiría muy brevemente a mi cuarta incursión a la cripta si no fuera que casi me costó la vida. Además fue el principio de mi total aceptación como ser superior, por parte de los Sinzúes, ya que, exceptuando a Ulna y a su hermano Akeion, los demás seguían considerándome con cierta antipatía. Nos dirigimos a la Isla Sanssine a bordo de la astronave cuya enorme mole maniobraba casi con la misma suavidad que un ksill. Un ksill gigante, al mando de Souilik, transportó al Consejo de los Diecinueve. Como sea que en la superficie de la isla no había un lugar adecuado para que pudieran aterrizar semejantes artefactos, nos posamos sobre el mar y fuimos transbordados por medio de unos botes. Esta fue la primera — y la última — vez que utilicé este medio de transporte en Ela. Fui el primero en entrar en la cripta, seguido por Akeion, Ulna y un joven Hiss cuyo nombre no recuerdo y cuya misión era casi la de un conejillo de Indias. Yo iba provisto del casco especial que ya había utilizado anteriormente. Mientras estuve solo en la cripta, el Mislik no reaccionó. Sin duda alguna me reconocía y sabía que todo intento con su rayo era inútil. No me transmitió sentimiento alguno de odio y sí sólo una cierta curiosidad. Después entraron los demás acompañados por unos diez autómatas. Yo era el único que iba firmado con la pistola de «calor frío». Como decía, mis compañeros entraron y apenas cruzaron la puerta el Mislik se lanzó a vuelo rasante emitiendo a gran potencia. El Hiss se derrumbó cuando se precipitaba hacia la salida y los Sin-zúcs resistieron con la misma naturalidad que yo, pero en lugar de retirarse inmediatamente, se precipitaron hacia mi tapándome la vista del Mislik. Este no perdió el tiempo y se dedicó a hacer un lamentable destrozo entre los robots. Cuando por fin pude disparar, sólo uno quedaba en pie. Entonces, con toda calma, el Mislik se dirigió al túnel de salida y se introdujo en él, obstruyéndolo. Éramos, pues, sus prisioneros. Procuré no atolondrarme, ya que sabía que todo el poder de los Hiss se pondría en movimiento para auxiliarnos si se presentaba el caso, pero me preocupaba seriamente el Hiss desmayado, puesto que el Mislik, seguía emitiendo y cada segundo que transcurría reducía sus posibilidades de sobrevivir. Utilizando el micrófono anuncié mi propósito de despejar el túnel y, empuñando mi pistola, me encaré con el Mislik. La caparazón de aquel ser brillaba débilmente en la penumbra del túnel. Con todo el cuerpo en tensión, dispuesto a saltar de lado, disparé. El Mislik retrocedió. Volví a disparar. El Mislik seguía retrocediendo y se metió en la antecámara. Intenté seguirle y eso casi me cuesta la vida, pues él se lanzó sobre mí y en tan reducido espacio tuve gran dificultad en esquivar su embestida. Afortunadamente mi casco, que estaba conectado, me advertía de los ataques por la gran intensificación de las ondas de hostilidad que captaba. Esta extraña corrida duró sus buenos cinco minutos hasta que, al fin, el Mislik abandonó el túnel y me lancé en su persecución. Tropecé con el autómata que estaba recogiendo al desmayado Hiss y ello me hizo perder unos diez segundos. Este brevísimo retraso casi costó la vida a los Sinzúes, pues en aquel momento Ulna estaba pegada a la pared, Akeion la protegía y el Mislik, a pocos metros, se disponía a aplastarlos. Disparé seis veces consecutivas. El Mislik dio la vuelta y se precipitó sobre mi. Todavía tuve tiempo de ver cómo se encendía la cegadora luz caliente, sentí un fuerte golpe y perdí el conocimiento. Al llegar aquí debo saltarme un espacio de treinta días, por la sencilla razón de que durante este tiempo no tuve el menor conocimiento de lo que me rodeaba. De mi choque con el Mislik salí con varios huesos rotos y casi la mitad de mi cuerpo helado como consecuencia de los desperfectos sufridos por mi escafandra. Desperté en la cama, en una habitación de paredes metálicas que me era desconocida. Estaba echado sobre mi espalda y vi como una especie de gran embudo derramaba sobre mí una luz violeta. Me sentía muy débil pero nada me dolía. Quise moverme y noté que mis miembros estaban inmovilizados. Llamé en idioma Hiss. Contestando a mi llamada entró un Sinzú al que desconocía. Se inclinó sobre mi, examinó algo que yo no podía ver, sonrió y pronunció unas palabras. Entonces la luz violeta adquirió mayor intensidad y sentí un hormigueo continuo en mi cuerpo, al tiempo que parecióme que mis fuerzas volvían paulatinamente. El Sinzú salió dejándome solo. Me fue relativamente fácil reconstruir los hechos: había resultado gravemente herido y me encontraba en un hospital sinzú, probablemente a bordo de la astronave. Me hundí nuevamente en un agradable sueño. Al cabo de un rato que sería incapaz de fijar, volvió el sinzú acompañándole Szzan. Este me explicó lo sucedido: inmediatamente después de mi choque con el Mislik, éste, bajo los efectos de la luz caliente — que por cierto se encendió después del golpe, y no antes como creí — quedó fuera de combate y yo fui llevado a la antecámara en lamentable estado por Ulna y su hermano. Apenas me quedaba un resto de vida cuando fui llevado a la astronave. Los Sinzúes reclamaron el derecho de cuidarme, en primer lugar porque mi estado no me permitía ser trasladado; en segundo lugar porque, a fin de cuentas, había salvado la vida a los hijos de su jefe, y finalmente, porque al parecer mi constitución fisiológica era más próxima a la de ellos que a la de los Hiss. Hasta qué punto eso era verdad lo reveló el examen químico-histo-biológico a que fui sometido de urgencia mientras se me conservaba artificialmente la vida con la ayuda de aparatos que superaban incluso todo lo que yo había visto en Ela. Resultó que mi protoplasma era idéntico al de los Sinzúes hasta el extremo que no dudaron en aplicarme injertos óseos y musculares, práctica que nosotros no dominamos todavía y para la que ellos tienen siempre materia prima «en conserva» — valga la expresión. A decir verdad, exceptuando el hecho de que no poseen más que cuatro dedos, difieren menos de nosotros, de lo que puede diferir un chino. En resumen, salí de aquel trance sin mayor daño, gracias a los cuidados de Vicedom, el gran médico Sinzú. No sería justo, sin embargo, olvidar a Szzan, a quien yo había enseñado bastante medicina terrestre, y cuyos consejos fueron de gran utilidad, y a Ulna, quien vigiló durante largos días el corazón artificial de su invención que tanto me ayudó a sobrevivir. A partir de aquel momento en que recuperé el conocimiento, mi mejoría fue muy rápida. Tres días después ya podía levantarme. Sostuve largas conversaciones con Ulna, su hermano y su padre y empece a aprender su lengua, al tiempo que me enteraba de interesantes detalles sobre el planeta Arbor y la humanidad Sinzú. Los Sinzúes, muy adelantados en el aspecto científico, tienen una curiosa organización social, heredada de sus antepasados. En otros tiempos todas las familias sinzúes eran nobles y nadie se dedicaba a los trabajos manuales que estaban reservados a la raza inferior, los Telms. Consagraban pues su vida al arte, a los viajes y a la guerra. Esta desapareció de su planeta siete siglos atrás y en su lugar los Sinzúes se dedicaron a la investigación científica y a la exploración del Espacio… Es realmente curioso que nosotros hayamos sido descubiertos por los Hiss en lugar de los Sinzúes, ya que su galaxia, según pudimos comprobar más tarde, no es otra que nuestra vecina, la nebulosa de Andrómeda. Hay que reconocer no obstante que sus posibilidades de dar con el sistema solar, entre millones de estrellas de nuestra propia galaxia, eran de lo más reducido. En la actualidad la población Sinzú es de dos mil millones de habitantes en Arbor y trescientos cincuenta mil en diversos planetas de su galaxia. Su organización social sigue siendo muy aristocrática. Helon es el hermano de un Shénion, o sea, algo así como un príncipe. No hay más que cuatro Shé-mons en Arbor y estos son los jefes de cuatro familias que descienden directamente de los últimos reyes. Su organización política es piramidal. En el vértice se hallan los cuatro shémons, cuyo cargo es sólo semihereditario, ya que son elegidos dentro de la familia pero sin que, necesariamente, tengan que ser los hijos de los shémons precedentes. Ulna te explicará mejor que yo todo lo relativo a esa complicada sociedad. Ocho días después de haber recobrado el conocimiento, Vicedomm me dio de alta. Abandoné el astronave con gran placer, acompañado de Souilik y Ulna. Ascendimos lentamente por la Escalinata de las Humanidades, y comprobé que, en efecto, habían añadido un Mislik a los pies de la estatua Sinzu. De tarde en tarde Souilik miraba solapadamente su reloj y Ulna sonreía maliciosamente. Sintiéndome fatigado quise volver, pero ellos se opusieron enérgicamente, alegando que un poco de aire fresco me sentaría muy bien. Nos sentamos en un banco de piedra, cara al mar. Assza pasó por allí, se sentó con nosotros y estuvimos charlando de cosas intrascendentes; al cabo de unos momentos nos dejó dirigiendo sus pasos hacia el astronave. Cuando hubo transcurrido un basike, Souilik miró nuevamente el reloj y con gran misterio me dijo: — Ahora ya podemos regresar. Cuando subimos la pasarela, los dos guardas Sinzúes presentaron armas. Eso me sorprendió, pues hasta aquel momento, tales honores se rendían únicamente a sus jefes o a los miembros del Consejo de los Diecinueve. Ulna y Souilik se esfumaron dejándome solo. Akeion apareció vestido con una espléndida túnica púrpura, sus hombros cubiertos con una larga capa del mismo color y su frente ceñida con una cinta de platino. — Ven — me dijo en hiss —. Hemos preparado una ceremonia en tu honor y debes revestir la indumentaria adecuada al acontecimiento. Me condujo a un camarote y me ayudó a enfundarme el vestido sinzú, que para mí consistió en una larga túnica blanca que puso de relieve la morenez de mi piel, una capa también blanca y una cinta de oro. Le seguí hasta el extremo anterior de la nave, a la estancia contigua a la cabina de mando. En uno de los extremos de la estrecha y larga sala se había levantado un estrado, en el que se hallaban sentados Helon y Ulna. Helon llevaba una túnica amarilla y Ulna iba vestida de verde pálido. El estado mayor de la astronave vestía de negro y la dotación, que se hallaba ordenada a lo largo de las paredes, lucía su uniforme gris de gala. Entre tantas capas y túnicas de largos pliegues las mallas de Assza y Souilik, sentados a derecha e izquierda del estrado, resultaban casi indecentes. En medio de un silencio total, Akeion me colocó en el espacio vacío que quedaba ante el estrado, situándose él unos metros detrás de mí. Helon se levantó con lentitud y habló: — ¿Quién es el que se presenta ante el Ur-Shé-inon? Akeion respondió por mí. — Un libre y noble Sinzú. — ¿Cuál es la proeza que le da derecho a usar la túnica blanca? — El haber salvado al hijo y a la hija del Ur-Shémon. — ¿Qué desea el libre y noble Sinzú. — Recibir el Ahén-reton. — ¿Qué opinan el hijo y la hija del Ur-Shémon? — Aceptan —, dijeron al alimón Ulna y Akeion. — ¿Qué opinan los nobles y libres compañeros del Ur-Shémon? — Aceptan —, dijeron, en coro, las voces del estado y dotación. — Nosotros, Helon, Ur-Shémon, comandante del Astronave Tsalan, haciendo escala en el planeta Ela, en nombre de los shémons de Arbor, de los shé-mons de Tirón, de Sior, de Sertriu, de Arbor-Tian, de Sinaph, en nombre de los Siiizúes que habitan los Seis Planetas, en nombre de todos los Sinzúes muertos y de los que van a nacer, declaramos que, en méritos de su leal y valerosa conducta, se concede al Sinzú del planeta Tierra la cualidad de Sinzu-Then y el Ahén-reton de Séptima clase. Un murmullo de sorpresa se elevó de los allí reunidos. Ulna sonreía. — Acércate al estrado — me dijo Akeion. Mi aspecto debía ser bastante cómico, con mi túnica blanca, mi cinta de oro y las frágiles antenas del amplificador oscilando sobre mi cabeza. Di tres pasos sin comprender aún lo que estaba sucediendo. En aquel momento, todos corearon el bello y extraño cántico que oí por primera vez la mañana de mi encuentro con Ulna, el himno de los Conquistadores del Espacio. Turbado por la emoción, noté que mi capa blanca era sustituida por otra. Las voces enmudecieron. — A partir de este momento, hombre de la Tierra — dijo Helon —, eres un Sinzú, como cualquiera de nosotros. Toma las llaves del Tsalan y el arma que tienes derecho a llevar, siempre que nuestros huéspedes los Hiss, te lo permitan — añadió dirigiendo una mirada sonriente a Assza. Y me tendió unas simbólicas llaves de níquel — simbólicas ya que hace tiempo que los Sinzúes, al igual que los Hiss, desecharon estos primitivos medios de cerradura — y un corto tubo de brillante metal. — La ceremonia ha terminado — añadió —, y espero que Song Clair nos honrará compartiendo nuestra comida. — Song es tu titulo —, me explicó Akeion —. Es el rango más elevado después de Shémon, Ur-Shémon y Vithian. Ello te da derecho a desposarte con quien te plazca, incluso con la hija de un Ur-Shémon — dijo, mientras miraba maliciosamente a Ulna, quien al oír eso enrojeció. CAPÍTULO SEGUNDO — KALVENAULT SE APAGA Poco tiempo después de haber sido adoptado por los Sinzúes, hice con ellos el viaje a Ressan, sede del Gran Consejo de la Liga de Tierras humanas. Este Consejo estaba integrado por un solo representante de cada planeta, pero en Ressan habitaban colonias más o menos numerosas de cada una de las humanidades de la Liga. La inmensa mayoría de los habitantes de Ressan — 170 millones — era, sin embargo, de sangre Hiss. Cinco mil ksills cuidaban del permanente enlace entre las colonias y sus respectivas metrópolis. Pero en cambio, los Hiss no mantenían más que contactos muy esporádicos con los planetas, donde imperaba aún la guerra y, a causa de la ley de Exclusión, éstos no estaban representados en la liga. En Ressan vi los más portentosos laboratorios, pues del contacto entre tan diversas mentes, habían surgido grandes y múltiples progresos científicos y artísticos. Se puede decir que casi todos los Sabios de Ela habían efectuado un viaje de estudios a las Universidades de Ressan. Cada cinco meses elienses tenía lugar la reunión del Consejo de la Liga. El delegado de Ela, que era al mismo tiempo el presidente constitucional del Consejo, era Azzlen. Esta vez la reunión coincidía con la llegada de dos nuevas humanidades, humanidades que merecían una reunión particularmente solemne ya que no sólo eran las primeras conocidas con sangre roja, sino que se habían mostrado insensibles al rayo Mislik. En realidad, yo, por mi carácter de representante oficioso de una Humanidad dominada aún por la guerra, no podía pretender a un escaño propio en la liga. Salimos de madrugada. Hacía tres días que en aquella parte de Ela había empezado la estación de las lluvias y a la hora fijada para la marcha, caía del cielo plomizo un auténtico aguacero. Yo debía ir con los Sinzúes, lo cual no me desagradaba, pues ya había viajado en los ksills His. y deseaba conocer el funcionamiento de la nave sinzu y además me resultaba particularmente placentera la idea de efectuar la travesía en compañía de Ulna. Habrás podido darte cuenta, sin duda, de que desde el primer momento había sentido por ella una profunda simpatía. Ciertos indicios — concretamente varias bromas de su hermano — me hacían creer que era correspondido. Por otra parte, a pesar de la amistad que me unía con Souilik, Essine y algunos otros Hiss, a pesar de su innegable inteligencia y amabilidad me sentía un poco desplazado entre esos seres de piel verde. En cambio, entre los Sinzúes, me sentía casi en presencia de compatriotas. El astronave despegó y en pocos segundos atravesó el techo formado por las nubes, ascendiendo en línea recta cielo arriba. Yo me hallaba en la cabina de mando con Ulna, Akeion y el Ren — léase teniente — Arn, primo de Ulm, que manejaba los mandos. Hay que reconocer que la técnica de los Sinzúes es inferior a la de los Hiss en un punto: si bien es cierto que el efecto de la aceleración sobre nuestro cuerpo queda muy reducido, este no llega a anularse totalmente como en un ksill. Ello proporciona una sensación de potencia que no tienen los ksills, cuyo despegue es de una absoluta suavidad. El viaje no tuvo historia. Dejamos Marte, lejos, a un lado, y nos dirigimos directamente hacia Res-san. Este planeta es más pequeño que Ela y también más frío, ya que está más alejado de lalthar. Pronto lo vimos aparecer a nuestra vista, semejante a una bola verde que aumentaba de tamaño a simple vista. Aterrizamos en el hemisferio Norte, muy cerca del Palacio de los Mundos. Este está situado sobre una elevada meseta, rodeado de cumbres nevadas, toscas y salvajes. Más abajo las pendientes se coloreaban de verde obscuro, ya que la vegetación de Ressan es completamente verde, un verde intenso distinto del de nuestras praderas terrestres. Sin embargo, los alrededores del palacio estaban sembrados de hierba hiss, de fuerte color amarillo y desde lo alto ofrecía un curioso espectáculo, esta mancha amarilla parecida a un campo de rosas de té en el centro de una verde pradera. Como sea que el número de Sinzúes presentes — doscientos siete, en total — no justificaba la creación de una colonia, fuimos alojados en la Casa de los Extranjeros, situada en las proximidades del Palacio. Por otra parte, como sea que la reunión estaba convocada para una semana más tarde — semana eliense de ocho días, naturalmente —, resultó que pudimos vagar libremente por aquellos lugares durante todo aquel tiempo. Estos ocho días constituyeron las vacaciones más agradables de que he disfrutado en mi vida. Souilik y Essine se unieron a nosotros y, en compañía de Ulna y Akeion, hicimos unas deliciosas excursiones por aquellos parajes de extraña belleza. Debíamos tener buen cuidado de regresar siempre antes de llegar la noche pues, si bien en Ressan los días son agradables y templados, las noches eran heladas y no era raro ver como el termómetro bajaba más allá de los 10 grados bajo cero. Después del clima excesivamente templado de Ela, ese frío vivificante resultaba en extremo agradable. Los Sinzúes lo soportaban muy bien, pero los Hiss, más frioleros que nuestros gatos, vestían sus escafandras cada vez que tenían que salir después de la caída de la noche. Había descubierto a poca distancia de nuestro alojamiento una suave pendiente cubierta de nieve y, con ayuda de los mecánicos del astronave, fabriqué un buen par de esquíes. No puedes imaginar la sorpresa que se llevaron los Sinzúes y los Hiss cuando por primera vez me vieron deslizarme bajando la cuesta, envuelto en una nube de nieve. Los Sinzúes pronto me imitaron y, sin proponérmelo, me vi convertido en profesor de esquí en un mundo extraño. Me costó bastante convencer a Souilik y a Essine y apenas empezaban a deslizarse unos metros sin caerse, cuando se celebró la reunión del Consejo. Azzlem llegó la víspera con el personal hiss subalterno que cuidaba del buen funcionamiento de la calefacción y el alumbrado. A la mañana siguiente desde el alba, fueron llegando centenares de ksills, reobs y otras naves espaciales, y hacia las diez de la mañana, la pradera estaba materialmente cubierta de «platillos» y mil variedades distintas de pájaros metálicos. Las puertas del palacio se abrieron y el largo cortejo de los delegados fue entrando. Encaramados sobre el ksill de Souilik, contemplamos el desfile. Al frente marchaba Azzlem seguido de Helon. Después desfilaron ante nuestros ojos los tipos más diversos, representantes de todas las humanidades que ya vi representadas en la Gran Escalinata de Ela, pero esta vez en carne y hueso. ¡Dios mio, qué espectáculo! Mis atónitos ojos vieron seres de piel verde, azul, amarilla, seres enormes, otros diminutos, unos espléndidos y arrogantes, otros feos a no poderlo ser más y otros aún, francamente repulsivos, como el gigante Kaien con ojos de langosta procedente de una Galaxia tan alejada como la nuestra, pero en sentido opuesto. Algunos, se parecían extraordinariamente a los Hiss y Souilik me señalaba a los Krens del planeta Mará, país del «Aben-Torne», aquella bebida infecta que los visitantes deben gustar so pena de caer en desgracia ante sus huéspedes. Al final de la procesión estaban unos seres que sólo debían tener de humano su inteligencia, ya que su aspecto exterior era el de unos insectos acorazados. La sensación dominante era la de una impresionante e infinita diversidad. — Sí — dijo Souilik con melancolía —. Nadie conocerá jamás la totalidad de planetas humanos. Finalmente también nosotros entramos en el Palacio. Si el exterior de éste ofrecía el aspecto de un gigantesco monolito, obra de Titanes, su interior en cambio estaba delicada y ricamente decorado con esculturas y pinturas debidas a todas las humanidades representadas. En una galería periférica, figuraban expuestas vistas panorámicas de las principales capitales de los mundos humanos. Después atravesamos un jardín de invierno donde se cultivaban las más extrañas variedades de plantas; Souilik me mostró la planta Stenet, del planeta Ssin del primer universo, encerrada en un hermético globo de materia transparente ya que sus vistosas flores que parecen de oro, exhalan un gas venenoso que resulta mortal en dosis infinitesimales. Nos instalamos en un pequeño palco que dominaba la Sala del Consejo: a mi derecha estaba Ulna, y a mi izquierda una delicada criatura femenina, desde luego, de piel azul, pelo negro y enormes ojos morados, perteneciente a la raza Hr'ben del planeta Taren de la estrella Vessar, del undécimo Universo. En el anfiteatro, los delegados iban ocupando sus puestos. Cada uno tenía una especie de pupitre sobre el que se veían unos extraños y complicados aparatos. Con la aparatosidad propia del elevado sentido de la escenografía que poseen los Hiss, las luces se apagaron, un foco lanzó un rayo de luz sobre el estrado y de algún lugar de éste surgió como una plataforma en la que estaban sentados Azzlem y otros cuatro representantes, Helon entre ellos. No les acogió aclamación alguna. Azzlem se levantó y empezó a hablar. Hablaba en hiss, pero debido a los potentes transmisores de pensamiento, cada cual le oía en su propio idioma. Hizo un repaso de los acuerdos tomados en la última reunión, después se refirió a mi llegada, la de los Sinzúes y nuestra milagrosa resistencia a la radiación del Mislik. Así, pues, de ahora en adelante, gracias a nuestra aportación, la lucha cambiaría radicalmente su sentido: de meramente defensiva, pasaría a ser ofensiva, y el primer acto sería una misión de reconocimiento que se realizaría en el mismísimo corazón del Imperio enemigo, las galaxias malditas. Ciertamente pasarán probablemente siglos antes de que el enemigo se dé por vencido, pero lo importante era que la retirada había terminado; ahora empezaría el ataque. Armas no fallaban, ya que cualquier cosa capaz de producir calor era un arma mortal para los Misliks. Pero hasta aquel momento no se habían podido utilizar más que sacrificando muchísimas vidas. Habló largo tiempo. Expuso a la asamblea nuestra extraña constitución. Manifestó que atribuía nuestra inmunidad al hecho de que nuestro cuerpo, igual que el de los Mislik, contenía gran cantidad de hierro, pero que este punto en común con los Seres de las Tinieblas no nos hacía menos dignos de la condición de «hombres». Los Sinzúes tenían derecho a figurar en la «liga» por haber repudiado las guerras desde hacía tiempo, pero, los «Tsrrenos», en cambio, sólo podían aspirar, de momento, a la condición de «aliados». Sin embargo su civilización era joven y todo le hacia creer que en un futuro próximo podrían ser admitidos en la asamblea con plenitud de derechos. — El rollo de presentación — me susurró irrespetuosamente Souilik —. Eso no tiene importancia. La labor interesante será la que se desarrollará en los grupos. Según la Lev de Exclusión tú no puedes ser admitido en la liga, pero yo se que te han incluido en un grupo hiss. — ¿Por qué hiss, precisamente? — pregunté. — Hombre, recuerda que nosotros fuimos tus descubridores, aunque luego te hayas convertido en un Sinzu adoptivo. Terminado su discurso, Azzlem se sentó. Entonces se produjo un corto silencio e inmediatamente llenó el aire un cántico hiss que no había oído hasta aquel momento. No puedo decir que aquel canto me emocionara — ya te he dicho que su música es demasiado complicada para nuestros oídos —, pero comprendí que tenía un significado especial y, en efecto, miré a Souilik y Essine y la expresión de sus caras me impresionó. Reflejaban un éxtasis, una comunión mística con todos aquellos seres de sangre verde y azul. Todas las caras mostraban la misma expresión, dulce y nostálgica a la vez. En aquel momento cruzó mi mente una imagen clara y precisa: en alguna ocasión, en la Tierra, había visto en un noticiario, las multitudes enfervorizadas en Lourdes. Esta era la impresión que daban las caras de esta asamblea de las humanidades celestes. Y proseguía el canto: era una invocación al Dios creador, a la Luz. Se hizo el silencio. Aquellos seres de mundos diversos permanecieron un rato ensimismados. Nadie se movía. Finalmente Azzlem hizo un gesto con la mano y la multitud empezó a abandonar la sala. — No sabía — dije a Souilik — que hubierais convertido a vuestra religión a todas esas humanidades. — Pero, ¡es que no las hemos convertido! No ha habido evangelización. Esta música fue compuesta siglos atrás por Rienss, nuestro genio musical número uno. Sus notas bastan para hacernos entrar en trance y se da el caso que actúa asi mismo sobre las demás humanidades. ¿Acaso tú no has sentido nada? — No. Ni creo que vuestro himno haya afectado lo más mínimo a los Sinzúes. — No digas tal cosa, o por lo menos ahora, ya que mis compatriotas son muy susceptibles en este punto. Los Hombres-Insectos dijeron lo mismo y, al principio, eso les acarreó serias dificultades. Incluso se habló de excluirles por ello de la liga. Claro que vuestro caso es distinto. Sois nuestra última esperanza en la lucha contra los Misliks. El Consejo duró once dias más, pero no hubo más sesiones plenarias, hasta el último día. Los trabajos se desarrollaron en diversas comisiones técnicas, en varias de las cuales participé como delegado hiss. Después de la ceremonia de clausura regresamos a Ela, mientras, con gran pesar mió, los Sinzúes se quedaban en Ressan. Reanudé mi vida anterior. Seguí viviendo en casa de Souilik y todos los días, con Assza y Szzan, me dediqué a interesantes experimentos de biología comparada, en los laboratorios de la Casa de los Sabios. Assza consiguió reproducir artificialmente la radiación mislik. Jamás pude comprender con claridad la naturaleza de este rayo, pero puedo afirmar que nada tiene que ver con las radiaciones electromagnéticas. Me había aclimatado perfectamente a la vida de Ela. Hablaba con bastante corrección el idioma hiss, lo que me permitía prescindir del uso continuo del amplificador, tenía amigos, relaciones y un trabajo interesante. Como miembro extranjero, formaba parte de la «Sección de biología aplicada a la lucha antimislik» y como tal colaboraba con Szzan v Rassenok Y dirigía un equipo de diez jóvenes biólogos hiss. Hasta tal punto había llegado mi adaptación a la vida eliense, que un día en el laboratorio, hablando con Assza, me referí a «nosotros los Hiss»… lo que provocó una risotada general. Un mes después llegó la astronave Sinzu y tuve la satisfacción de contar en mi equipo con la colaboración do Ulna y Akeion. Mi jornada transcurría por lo general de la siguiente manera: Al salir lalthar, después de desayunar en compañía de Souilik, me dirigía al laboratorio. Al llegar, pasaba antes por el astronave a recoger a Ulna y a su hermano. Trabajábamos hasta medianoche y comíamos, ya en la Casa de los Extranjeros ya en el astronave, cosa que ocurría con harta frecuencia. Después volvíamos al laboratorio y permanecíamos allí hasta dos horas antes de la puesta del sol. Si el tiempo era bueno, íbamos a bañarnos en la bahía. Souilik y Essine se unían a nosotros frecuentemente en ese momento. Los Hiss son unos maravillosos nadadores, basta decir que Souilik hizo varias veces los cien metros en cuarenta y siete segundos, ridiculizando, sin esfuerzo, nuestro record mundial. Tanto los Hiss como los Sinzúes practican normalmente los ejercicios físicos y, aunque mucho menos robustos que nosotros, nos superan en agilidad y elasticidad. Cansado de verme vencido en natación, carreras a pie y saltos, introduje el lanzamiento del peso, disco o jabalina, o, para ser más exacto, resucité la práctica de estos ejercicios, pues al parecer los Hiss habían practicado tiempo atrás deportes parecidos a éstos. Por la noche regresábamos a casa en nuestro reob. Souilik me enseñaba a reconocer las estrellas de aquel cielo y a veces permanecíamos hasta muy avanzada la noche contemplándolas. Mientras nuestro equipo se dedicaba a buscar los medios para proteger a los Hiss de la radiación Mjjslik, Souilik y otros centenares de jóvenes comandantes de ksills se entrenaban en el manejo de las armas que debían utilizar en la gran lucha. Una isla del Mar Verde fue evacuada y sufrió un auténtico diluvio de los más diversos proyectiles variando desde la bomba atómica — modelo muy parecido al terrestre — hasta unos artefactos de destrucción que, afortunadamente, desconocemos en la Tierra, cuyos efectos ya describiré más tarde. Un día recibí orden de aprender a manejar un ksill. Esta fue para mí una difícil tarea que me tuvo ocupado durante unos tres meses. Dirigir un aparato de ésos, no es en sí más difícil que conducir un reob. La dificultad estriba en el paso del ahun. No conseguí más que un título de segunda clase, pero el caso es que aprendí a pasar el ahun, aunque sin ir más allá del cuarto Universo, ya que, para alejarme más, precisaba de unos conocimientos en matemáticas que, la verdad, no poseo. Debo reconocer que nada he comprendido en la teoría del ahun y mi forma de llevar el ksill puede compararse con la de aquellas damas terrestres que, manejando aceptablemente su automóvil, desconocen lo más elemental del motor de explosión. Aunque pueda parecer extraño, me resultó mucho más fácil conducir — como hice más tarde — la astronave sinzu. Yo lo atribuyo a que su teoría del paso del ahun — que ellos llaman Roor — difiere mucho de la de los Hiss. Ni siquiera tienen la seguridad de que se trate del mismo ahun, pues un ksill y la astronave navegando juntos en el espacio y atravesando el ahun simultáneamente y permaneciendo en él el mismo tiempo, no se encuentran en el mismo lugar cuando emergen. En trayectos largos, la diferencia puede alcanzar hasta un cuarto de año-luz. Recuerdo perfectamente una noche de este período en que, excepcionalmente, Souilik, Essine y yo nos habíamos quedado para pernoctar en la Casa de los Extranjeros. Estábamos sentados en la playa esperando la llegada de Ulna y Akeion. Souilik acababa de anunciarme su próxima boda con Essine, boda en la que debía interpretar el papel de «Steen-Setan», cuando Ulna llegó sola y se sentó a mi lado. El cielo era de una claridad extraordinaria y las estrellas brillaban en gran cantidad. Souilik me formuló varias preguntas y tuve que enseñarle a Oriabor, de un amarillo rojizo, Schessin-Siafan, rojo vivo, a Beroe, azulado, los tres pertenecientes a la constelación de Sissan-tor, etc. — Ahora no vuelvas la cabeza: ¿Cuál es la gran estrella azul intenso que debe brillar detrás de ti, a unos treinta grados en el horizonte? — ¡Kalvenault! — dije en tono de triunfo y volviéndome para verificar mi afirmación —. Aunque a decir verdad — añadí —, la encuentro menos azul que otras veces. — Verás, eso depende un poco de su altura en el horizonte — dijo sin mirar —. Yo estuve una vez sobre un planeta de Kalvenault y puedo asegurarte que, aunque inhabitada, es extraordinariamente bella. En aquel momento llegó Akeion acompañado de varios Sinzúes y nos pusimos a hablar de otras cosas. Después, a menudo he pensado que debí ser el primero en observar la anomalía de Kalvenault, pues para ser una estrella muy próxima y archiconocida de todos, los Hiss la contemplan muy pocas veces, por considerar que ya no podía descubrirles nuevos secretos. La boda de Souilik tuvo lugar unos dos meses después de esta velada. En Ela hay dos clases de bodas. La más sencilla no consiste más que en la comparecencia de los novios ante un miembro del servicio de estado civil. La segunda, mucho más complicada, se realiza según los ritos ancestrales. Este fue el caso de Souilik, ya que tomaba por esposa a la hija de un «gran ordenador de emociones místicas», o sea, lo que nosotros llamaríamos un gran sacerdote. Como sea que yo tenía que hacer de Steen-Se-tan, tuve que ser instruido por dos jóvenes sacerdotes que vinieron ocho días antes de la ceremonia. Antiguamente, en la época de las guerras prehistóricas, sucedía con frecuencia que las bodas entre individuos de tribus distintas se veían interrumpidas por guerreros que se oponían a la marcha de la muchacha de su clan. El novio se veía obligado a elegir entre los familiares de su novia un Steen-Setan que era el encargado de proteger a los jóvenes esposos durante los tres días que duraban las ceremonias. Este individuo solía ser un guerrero famoso por sus proezas, un jefe influyente o un sacerdote. Naturalmente, en nuestros días ya no se dan estas encarnizadas batallas, pero sí animadas peleas, mitad en serio mitad en broma, provocadas casi siempre por las bebidas injeridas en los festines. Hay que tener en cuenta que si la novia es rescatada, aunque sólo sea por espacio de un minuto, todas las ceremonias quedan anuladas. Así, pues, Souilik me eligió como amigo, pero también porque esperaba gran ayuda de mi superioridad física y yo me dispuse a reclutar entre los familiares de Essine a los once colaboradores a que tenía derecho. Excuso decirte que elegí a los más robustos. Los primeros ritos se desarrollaron en la casa de Essine y fueron totalmente privados; sólo asistimos los miembros de la familia, los sacerdotes y yo como Steen-Setaii. Consistieron en unas largas oraciones — durante las cuales Souilik se aburría solemnemente —, algunos cánticos arcaicos; como final, se encendió una llama verde — coloide sangre — que debía permanecer encendida durante los tres días. El segundo día es el de la promesa: Los dos esposos se juran ayuda, protección y fidelidad. Después tuvo lugar el pequeño banquete, en el que sólo fueron invitados los amigos más íntimos. Llegó el tercer día y durante el mismo mi papel dejó de ser meramente pasivo. La ceremonia empezó con la promesa a las Estrellas: Los esposos se comprometen a educar a sus hijos en el culto a la Luz y la lucha contra los Hijos de la Noche y del Frío. Hubo después cinco horas consagradas a la oración y, finalmente, el gran banquete. Este tuvo lugar en el pabellón destinado a este fin, con asistencia de más de cuatrocientos comensales. Allí estaban todo el personal científico de los laboratorios y algunos Sabios, honor que Souilik debía a su gran valía y al hecho de haber descubierto una humanidad de sangre roja. Assza estaba allí y me comunicó la muerte del Mislik. También había una delegación de los comandantes de ksills, veintisiete Siiizúes, entre los que no podían faltar Ulna y su hermano, y una gran cantidad de Hiss, unos conocidos y otros desconocidos. Me colocaron, junto con mis once colaboradores, en una mesa situada al lado de la única puerta de la estancia. Según el privilegio que me era dado, invité a Ulna y a su hermano a tomar asiento a nuestra mesa. Nos sirvieron gran cantidad de platos diversos, todos a base de las jaleas ya descritas, de las que algunas me parecieron deliciosas, otras sólo tolerables, y otras francamente malas. Las bebidas también eran variadas, de baja graduación alcohólica y, a mi entender, de muy distinta calidad. Hacia el final de la comida, Zeran, comandante general de la flota de ksills, sirvió a Souilik una copa del famoso Aben-Torne de los krens del planeta. Había que ver la cara que puso Souilik cuando se vio obligado a tomar aquel mejunge que él detestaba. Quise probarlo y tuve una agradable sorpresa: su gusto era el de un excelente y añejo whisky. Ulna y su hermano fueron de mi mismo parecer, y entre los tres nos bebimos la botella ante los ojos aterrorizados de los Hiss. Reinaba gran alegría en la reunión. Yo no me había visto obligado a intervenir como Steen-Setan y ya creía que mi papel había concluido cuando oí un rumor que provenía del exterior. Assza se había marchado, llamado urgentemente desde la Casa de los Sabios y por la puerta que había quedado entreabierta penetraba el clamor. Me levanté inmediatamente y organicé la defensa. Un grupo formado por unos treinta jóvenes Hiss se aproximaba cantando una antigua canción de guerra. Su intención era, según costumbre, intentar forzar la entrada y raptar a la desposada. Por mi parte, al precio que fuera, tenía que impedírselo durante medio basike. La pelea fue fenomenal. Se lanzaron ciegamente y recibieron una lluvia de golpes entre los que mi fuerza terrestre hizo maravillas. — No había disfrutado tanto desde los tiempos en que jugaba al rugby a tu lado. Había transcurrido aproximadamente un cuarto de basike y el combate seguía con alternativas variables, pero sin que el enemigo hubiese conseguido pasar. Entonces, por encima de las cabezas de los asaltantes, vi que aterrizaba un reob. De él salió un Hiss que reconocí inmediatamente por su estatura: era Assza. Vino corriendo hacia nosotros gritando algo, pero el estruendo de la lucha me impedía oírle. Golpeando a diestro y siniestro grité: — ¡Silencio! ¡Silencio! Durante unos segundos de silencio relativo pude oír: — ¡Kalvenault se está apagando! ¡Kalvenault se está apagando! CAPÍTULO TERCERO — SIN POSIBILIDADES DE REGRESO Entonces, de repente, tanto nuestros atacantes como mis compañeros y los invitados enmudecieron. Todos comprendieron inmediatamente. Jamás desde el banquete de Balthazar tal «Mane, Thecel, Phares» se había producido tan de improviso en una fiesta. Assza nos dio algunas explicaciones: Durante el banquete había recibido un mensaje de Azzlem en el que le ordenaba se dirigiese inmediatamente a la «Casa de los Sabios». Allí Azzlem le había mostrado los espectrogramas que acababa de recibir del laboratorio central del monte Arana. Para un astrofísico, la cosa saltaba a la vista: Kalvenault presentaba el espectro de las galaxias malditas. Souilik se había levantado y se acercaba a pasos lentos. — Si lo he comprendido bien, ¡los Misliks están en los planetas de Kalvenault! Hizo una mueca y murmuró: — Cinco años-luz, sólo cinco… — Que la Luz Primordial proteja a lalthar — añadió Essine. Todos se callaron. Miré los semblantes pálidos de mis huéspedes. — Pero — dije yo — no hace mucho que se preparan, ya que Souilik fue a Rissman hará tres años y no vio nada. — Fui a Rissman, pero no fui a Erphen, ni a Sizu, ni a los planetas Seis y Siete. Es casi seguro que están en Seis y Siete. Los demás son demasiado cálidos para ellos, al menos por ahora. Hubo un momento de silencio y luego Assza declaró: — Sea lo que fuere, no es este el lugar para discutirlo, que el Tserreno… venga conmigo y que los que tengan un puesto a ocupar lo ocupen antes del anochecer. Sin embargo, no hay peligro inmediato para lalthar. Tenemos colonias en todos nuestros planetas, aun en los más fríos. Souilik y Essine, este día os pertenece, os reuniréis con nosotros mañana a mediodía. Salimos acompañados por los Sinzúes. En el reob, Assza fue más explícito; no sólo Kalvenault parecía alcanzado mortalmente, sino que El-Toea y Asselor mostraban en sus espectros signos inquietantes. Al día siguiente, lo Sabios, de acuerdo con los gobiernos administrativos de Ela, Marte y el Consejo de la Liga de Tierras Humanas, decretarían el estado de alerta. La situación era clara: los Misliks invadían el primer universo. Cuando sobrevolábamos la Casa de los Sabios en la península de Essanthem, nos cruzamos con una escuadra de ksills: había un centenar de ellos formados en apretadas filas, tomando rápidamente altura. Aquellas lentes brillantes surcando el cielo a tal velocidad constituían un espectáculo sorprendente. Se perdieron en el cielo azul. — ¿Cuántos volverán del primer vuelo de reconocimiento hacia Kalvenault? — dijo Assza —. Ignoramos en qué planeta se han instalado los Misliks y si estarán en alguna parte del espacio interplanetario. Para los que los descubran, primero, no hay probabilidad de retorno. Se quedó un instante silencioso. — Souilik se va a poner furioso. El era quien tenía que mandar esta escuadra. — ¿Cuál va a ser mi papel? — pregunté. — Tú saldrás con la segunda escuadra, en un ksill montado por una tripulación mixta, formada por Hiss y Sinzúes. Cuando aterrizamos al lado de la astronave, vi que la escalerilla había sido retirada así como todas las banderas del exterior. Aquella monstruosa nave se había vestido para la guerra. Entramos directamente en la sala del Consejo. Había sesión plenaria. Los Diecinueve estaban en primera fila y los demás detrás. Se me designó un sitio en la segunda fila con los representantes de los Sinzúes. Se habló poco: no había que decidir guerra o paz. Los Hiss no podían elegir. Lo primero que tenían que hacer era echar a los Misliks del primer universo. Luego ya intentarían llevar la guerra a las «galaxias malditas». Por ahora no debíamos pensar en utilizar la astronave Sinzu. Kavenault estaba demasiado lejos para dirigirse allí por el espacio y demasiado cerca para el dispositivo de ahun de los Sinzúes. Una parte de su tripulación montaría en ksills, mientras que la otra volvería a Arbor en busca de refuerzos. La astronave partió al amanecer, dejando en Ela a Ulna y Akeion y a otros cincuenta Sinzúes. A mediodía llegaron Souilik y Essine y salimos para la isla de Aniasz, punto de concentración de la segunda escuadra. Llegamos al cabo de nueve horas, ya que la isla se encuentra al otro lado de Ela. La segunda escuadra estaba formada por 172 ksills de tipos varios, desde el ksill ligero, como el que me había traído de la Tierra, hasta los más pesados, enormes moles de más de ciento cincuenta metros de diámetro, con una tripulación de sesenta Hiss perfectamente armados. Anduvimos por entre estas máquinas hasta que Souilik nos señaló un ksill. — Ahí está el nuestro. La «nave almirante» —, dijo, mitad sonriente mitad orgulloso. Curiosa nave y curiosa tripulación; ésta estaba formada por Souilik, jefe de la escuadra, Suezin, jefe de a bordo, diez Hiss, Ulna Akeion, Herang, joven físico Sinzu, y yo, estos cuatro últimos formábamos la «Compañía de desembarco» y con gran sorpresa vimos también a Beichitiiisiantoerpanse-roset, la joven Hr'ben y otro Hr'ben, Seferantosina-seroset, que tenía que probar una nueva arma que habían preparado en los laboratorios de Ressan. Nos pusimos todos de acuerdo, y para abreviar sus nombres interminables les llamamos Beichit y Sefer. Durante los días siguientes nos instruimos en el manejo de las armas y de los ksills dirigidos por los Hiss. Herang, Ulna y Akeion, acostumbrados a pasar por el ahun siguiendo el método sinzu, asimilaron muy pronto las maniobras y me aventajaron en seguida. También eran superiores a mí en el manejo de las armas sinzúes, pero yo les superé en el de las armas hiss. En cuanto al arma inventada por los Hr'ben, no la probamos, ya que sólo podía ser útil contra los Misliks. Por la mañana del sexto día fuimos llamados a la «Casa de los Sabios»… Nos dirigimos allí en ksill, a velocidad prodigiosa. Los exploradores acababan de regresar. Sólo 24 ksills de los 102 que habían salido. Tal como lo previo Assza las pérdidas habían sido sensibles. Kalvenault estaba casi apagado aunque su luz nos llegase aún fuerte, apenas enrojecida, al cabo de cinco años. Souilik tuvo un escalofrío retrospectivo cuando comprendió que, al realizar su viaje sobre Rissman, los Misliks estaban ya trabajando desde hacía dos años en los planetas Seis y Siete. Actualmente su superficie helada estaba llena de Misliks que, como en el caso del sol Skiln, habían construido unas formidables fortalezas metálicas. No cabía soñar en sorprenderles, ya que grupos de nueve Misliks patrullaban continuamente por el vacío interplanetario. Los ksills de reconocimiento habían podido bombardear las fortalezas del Seis, pero ni siquiera habían podido acercarse al Siete. Nuestra misión consistiría en destruir las defensas del Siete y desembarcar, los Sinzúes y yo, para intentar destruir las misteriosas fortalezas y volver… si podíamos. Dispondríamos para ello de vehículos blindados, que nos protegerían más o menos del ataque de los Misliks. Decir que este programa me entusiasmó sería mentir. La idea de desembarcar en este mundo desconocido para afrontar lo inimaginable teniendo por compañeros a gentes que apenas conocía, me aterrorizaba. Pero no podía volverme atrás: era huésped de los Hiss, había sido aceptado como uno de los suyos, y me habían confiado muchos de sus secretos. En fin, yo era insensible a los rayos Misliks, y en cambio, Souilik y Essine, por ejemplo, para quienes estos rayos eran mortales, no dudaron ni un momento. Además, defendiendo lalthar defendía nuestro so] y por lo tanto la supervivencia de nuestra humanidad. Acepté, pues. Salimos a la mañana siguiente. El paso en el ahun fue muy breve y emergimos en el Espacio, cerca de la órbita de Rissman, el planeta Tres del sistema de Kalvenault. No vayas a deducir por lo que te he contado de los sistemas planetarios que cada estrella tiene su cortejo de planetas; en realidad son relativamente raros. Una estrella de cada 190, según los Hiss, tiene planetas. Y sólo dos planetas de cada diez son habitables y un planeta de cada mil de estos calificados como habitables contiene seres que se pueden considerar humanos. El planeta Rissman entraba en la categoría de los habitables, pero no era habitado, a excepción de algunas formas primitivas de vida como las que florecieron en la Tierra en el período Cámbrico. La concentración de fuerzas tuvo lugar en Rissman. Era un mundo de un tamaño intermedio entre la Tierra y Marte. Antes de la invasión de los Misliks lo alumbraba un magnífico sol azul, uno de los más bellos del primer universo, según Souilik. Pero ahora Kalvenault brillaba en el cielo como un ojo sangriento rojo y oscuro. El suelo está cubierto de nieve y de gas carbónico licuado. La temperatura era ya de 100° bajo cero; toda forma de vida había desaparecido salvo tal vez en lo más profundo de los océanos helados. No sabría describir la desolación de nuestro campamento. Imagina una enorme llanura pelada extendiéndose en el infinito y bañada en una semi-oscuridad rojiza. De trecho en trecho algunas montones de nieve acumulada, indefinidos y blandos. Entre ellos las lentes chatas de los ksills, manchas brillantes y oscuras a la vez, entre las que circulaban unas minúsculas siluetas enfundadas en escafandras. A medida que Kalvenault bajaba hacia el horizonte llano, su luz se extendía en reflejos de púrpura sobre el hielo, formando como unos dedos sangrientos que nos señalaban. Me sentía lejos de la Tierra, un ser insignificante perdido en el inmenso Universo a millares de kilómetros de mi planeta natal. Tenia la impresión de mundo agonizante y de Apocalipsis, de exilio en el tiempo. Incluso los Hiss me resultaban extranjeros, hijos de un mundo sin un lazo común con el mío. Ulna debía tener unas impresiones parecidas a las mías, pues la vi palidecer y temblar. Akeion y el otro Sinzu se quedaban inmóviles ante la pantalla; la cara impasible, silenciosos. En la sala de mando, el «Seall», vi a Souilik radiando sus órdenes. Su voz era serena y fría, pero podía distinguirse en ella una ligera vibración que en los Hiss denota exaltación. Era su primer mando importante y sin hacerse muchas ilusiones de volver a Ela, estaba satisfecho de mandar la primera ola de asalto él, el joven descubridor de planetas. Me senté en un sillón pensando en todo lo que habían aprendido aquellos días respecto al manejo de las armas que pronto utilizaríamos, y en la conducción del «sahien», la máquina blindada que tenía que protegernos contra los Misliks. Una mano tocó mi espalda; era Ulna. — ¿Quieres bajar a Rissman? — me dijo en hiss — Souilik acaba de declarar que nos vamos dentro de un «basike». Su voz melodiosa hacía aún más suaves las sílabas hiss. Estaba inclinada con su larga cabellera rubia a ambos lados de su cara dorada, extrañamente humana al lado de las caras verdes de los Hiss. Comprendiendo mi perturbación me sonrió con esta sonrisa maravillosa de los sinzúes que puedes ver ahora en sus labios. — Bien — dije —, salgamos. — No tardes — me gritó Souilik —, nos marcharemos pronto. Ah, si hubieses podido ver Rissman antes… pero se acabó para siempre — añadió entre dientes. No hablamos gran cosa Ulna y yo durante nuestro paseo sobre el suelo helado de Rissman entre los ksills. No obstante, desde este momento empezamos a comprendernos. No es fácil intimar con un Sinzu; su orgullosa reserva está muy lejos de la cordialidad un poco indiferente de la mayoria de los Hiss. Pero, cuando dan su amistad es para siempre. Cuando volvíamos, Ulna resbaló y se cayó. Me precipité para ayudarla y sentí en mis brazos su cuerpo frágil, bajo la escafandra, y vi a través del cristal sus ojos clavados en los míos. Comprendí entonces que a pesar de los millares de años-luz que separaban su planeta del mío, me resultaba más próxima, más querida que todas las hijas de los nombres que había conocido en la Tierra. En el «sas», cuando nos hubimos sacado las escafandras, me acarició la mejilla, con un gesto rápido de su mano, y huyó, cruzando la puerta. Encontré a Souilik en el «seall». Estaba con Es-sine, Akeion, Beichit y Snezin. — En lo que os concierne, esta es la maniobra — decía —. Pasaremos por el «ahun» y saldremos a ras de Siete. Nos acompañarán 25 ksills de tripulación mixta. Los demás atacarán a los Misliks y formarán una zona caliente en el planeta, zona que utilizaremos para aterrizar. Siete ksills de los mayores desembarcarán los «sahiens» que ocuparéis los Sinzúes y el Tserreno. Luego nos iremos porque no podríamos resistir el rayo Mislik y tampoco podríamos mantener la zona caliente. Intentaremos ayudaros desde arriba con bombas. Debéis procurar llegar hasta las fortalezas y, previo estudio, destruirlas. Dispondréis de doce «sahiens» de los que tomará el mando Akeion, luego os vendremos a recoger en una segunda zona caliente. Con gesto brusco cortó la comunicación con los otros ksills. — Vuestro «sahien» es el único que está pintado de rojo, y tengo órdenes formales del Consejo de hacer que vuelva sano y salvo a Ela. En cuanto a los demás se hará todo lo que se pueda. Volvió a restablecer la comunicación y dio las consignas. El primer vuelo de ksills despegó en el crepúsculo rojizo. Nosotros salimos diez minutos después. Souilik puso en marcha un complicado mecanismo. — Nuestro paso por el «ahun» será tan corto que mis reflejos serían demasiado lentos. Este mecanismo se encargará de hacer la maniobra. — Espero no equivocarme porque si no… ¡Atención despegamos! Allá a lo lejos podía ver en la pantalla del «Nadir» la superficie desolada de Rissman. Ulna vino a sentarse a mi lado, yo me así fuertemente al brazo del sillón. Por un momento la pantalla estuvo vacía y luego apareció en ella el más fantástico espectáculo que jamás haya visto. Volábamos sobre un llano bordeado de montañas negras. La obscuridad era casi total: lejos, en el horizonte, brillaba un rubí: Kalvenault. Cada diez segundos aproximadamente se encendía en el suelo un brasero incandescente. Las bombas térmicas caían como lluvia, la zona caliente estaba naciendo. Souilik hablaba con locuacidad por el micrófono, dando órdenes a la flota de ksills. A lo lejos, tras el horizonte, explosiones formidables iluminaban el cielo recortando la silueta insegura de montes desconocidos. A pesar mío me vino al pensamiento un titular de periódico «Nuestro corresponsal en el frente de la guerra cósmica declara…» Souilik se volvió: — De prisa, Clair, tu escafandra. Los Sinzúes también. Vamos a aterrizar. Al pasar ante él se levantó y con una espontaneidad rara en los Hiss me abrazó: — Lucha con todo tu ánimo por lalthar y por tu sol. Essine me hizo un gesto con la mano. Seguido de Ulna, Akeion y Herang penetré en el «Sas». — Estamos en el suelo, podéis salir. Vuestro «Sahien» está a la izquierda — dijo la voz de Souilik en mi casco. Armados con pistolas térmicas, salimos al exterior. El suelo estaba cubierto de Misliks muertos, aplastados, medio fundidos. El «Sahien», parecido por su forma a un coche americano, nos esperaba. Un Hiss desconocido abrió la puerta: por prudencia no nos quitamos las escafandras. Nuestra contraseña era «arta», palabra inexistente en lengua hiss, para evitar confusiones. — «Arta, Arta, Arta — gritaba la voz de Souilik — despejad la zona caliente. Debemos marcharnos. No hay un Mislik viviente a menos de cuatro «brunns». Las fortalezas están a 25 «brunns» oeste-noroeste con relación a nosotros. Os guiaremos. Aquí París. Cierro,» Para bromear había sugerido a Souilik que tomara París como contraseña. — Aquí Arta, entendido, ¡allá vamos! — contestó Akeion. Dio algunas indicaciones en sinzu para las tripulaciones de los «sahiens». Puse en marcha el nuestro y emprendimos nuestro incierto camino. La conducción del sahien era fácil, un volante para marcar la dirección, un pedal más para la velocidad y una sola marcha y marcha atrás. Sentada a mi lado Ulna controlaba un teclado que correspondía a las armas delanteras. Todo lo que pasaba en un ángulo de 180° se reflejaba en una pantalla situada delante de nosotros. Heram, detrás, vigilaba el resto del horizonte. En el centro Akeion, en su puesto de mando, podía comunicar con los ksills o con cualquier «sahien». También dirigía el lanzamiento del arma Hr'ben de la que ignorábamos los efectos. Durante unos cinco minutos, marchamos sin incidentes y a gran velocidad. El «sahien» mordía el suelo helado del planeta sin nombre o se deslizaba en el aire sólido. Ante nosotros el horizonte se iluminaba continuamente con nuevas explosiones, explosiones silenciosas en este mundo sin aire, pero las notábamos por el temblor que sacudía el suelo. A veces, al contraluz, se distinguía en el cielo la silueta de un ksill, óvalo o circular según el aspecto en que se presentaba, pasando a ras del suelo a una velocidad vertiginosa. Entonces aparecieron los Misliks. Primero fue un resplandor metálico indefinido, en una hondonada bañada en sombras. El «sahien» de nuestra izquierda disparó y a la luz del obús térmico brillaron las caparazones geométricas que se deslizaban hacia nosotros. Pasamos al lado de montones de metal medio fundido; por todas partes las crestas violetas de los sobrevivientes emitían en vano. Recorrimos una llanura. Luchando continuamente, franqueamos un estrecho desfiladero para lo que tuvimos que emplear unos diez proyectiles. Los demás sahiens nos seguían limpiando los rincones. Al llegar a un circo rodeado de acantilados, los Misliks cambiaron de táctica. Desde las alturas se dejaban caer sobre nuestras máquinas. Perdimos dos «sahiens» en tres minutos, aplastados antes de hallar el medio de poder defenderse. Este consistió en utilizar a la vez los rayos térmicos y los campos gravitatorios intensos; de esta forma, el Mislik muerto en su caída era desviado por un aumento repentino de la gravedad. Mientras tanto los demás «sahiens» lanzaban sus obuses sobre los altos picos. A través de un segundo desfiladero llegamos a una llanura. Allá a lo lejos, en el horizonte rojizo, se destacaban las fortalezas. Eran tan altas que las explosiones sólo iluminaban sus bases. Nos acercamos poco a poco, perdiendo otros tres «sahiens» pero destruimos a más de cinco mil Misliks. Cuanto más nos acercábamos más sorprendente y fantástico era el espectáculo. Los ksills lanzaban bomba tras bomba, los fogonazos se multiplicaban continuamente, hasta el punto que parecía de día. El calor vaporizaba las masas de gas helado y por un momento pareció atmósfera. Esta niebla hacía imposible apreciar las distancias. Pasamos al lado de un ksill de gran tamaño aplastado contra el suelo; un Hiss muerto yacía junto a él. A partir de entonces no encontramos ya un solo Mislik vivo. En el exterior un termómetro marcaba 10° bajo cero y esto estaba muy por encima de la capacidad de resistencia de los Misliks. Akeion se lo comunicó a Souilik. — Bueno — dijo éste —, cesaremos el bombardeo de las fortalezas. Que bajen los peritos y que intenten comprender el dispositivo Mislik. Aún podemos protegeros durante un basike. Luego concentraros al este de las fortalezas; bajaremos a buscaros. — Pregúntale cómo les va allá arriba, Akeion. — No del todo mal. No hay más de un 40 % de pérdidas — contestó Souilik —. Hasta luego. Aparqué el «sahien» al pie de la fortaleza. Los otros seis nos alcanzaron en seguida. Herang bajó, otros Sinzúes le siguieron. Iban de un lado a otro buscando las huellas de la «Máquina que apaga los soles». Bajé a mi vez y ordené a Ulna que se quedara en el interior con su hermano. Empuñando mi pistola me reuní con los Sinzúes. Rodeado de Misliks muertos, yacía el cadáver de un Hiss que apretaba aún su arma. Me acerqué y a través del cristal del casco le reconocí: era el estudiante que mandaba el puesto de vigilancia que nos había cerrado el paso a Szzan y a mí la noche en que llegaron los Sinzúes. Su primer viaje había sido el último. Un poco más allá, vi los restos de un ksill, estrellado contra unas rocas. Me acerqué a la base de una de las fortalezas, estaba construida con centenares de Misliks muertos, soldados los unos a los otros. Tan lejos como podía llegar la luz de mi lámpara, aquella enorme estructura metálica estaba hecha de un conglomerado de Misliks; se podía adivinar aún la forma geométrica de los caparazones. Así, pues, La Máquina apagadora de estrellas, no existía en sí, o mejor dicho, no era más que un amasijo de Misliks, cuya misteriosa energía así unida, era capaz de actuar sobre las reacciones nucleares de las estrellas. Los técnicos sinzúes no tenían pues nada que estudiar. A nuestro alrededor, seguían lloviendo bombas, el suelo vibraba. El «basike» casi había transcurrido. Ordené a los Sinzúes que volvieran a los «sahiens» y me dirigí al mío. Al pasar junto al ksill destrozado no sé que impulso me llevó a recoger al Hiss muerto y a llevarlo a nuestras máquinas. No soporté la idea de abandonar a ese ser en un planeta extranjero, muerto, en medio de los Hijos de la Noche. Recorrimos algunos centenares de metros y al este de la tercera y última fortaleza nos pusimos en formación de defensa por si los Misliks volvían a atacar. Pero no pasó nada. Al cabo de un rato aterrizó el primer ksill gigante y luego otros le siguieron, haciéndolo en último lugar el de Souilik. Dejamos nuestro «sahien» a los Hiss del primer ksill. Souilik nos esperaba con los dos Hr'ben. Al ver a Beichit recordé que ni siquiera habíamos probado su arma. Beichit se echó a reír. — Nosotros sí que la hemos utilizado. Parece eficaz. La próxima vez ya la probaréis… — ¿Listos? — dijo Souilik —. Nos vamos. El planeta quedó pronto lejos, debajo de nosotros: era una enorme masa negra salpicada de alguna estrella roja o azul: las últimas bombas. Souilik llamó uno por uno a los comandantes de los ksills que le quedaban: 92 de 172. Ya agrupada, la escuadra Hiss planeaba a más de cien kilómetros de altitud. Herang informó sobre lo que habíamos comprobado acerca de las fortalezas. — No creo que haya gran interés en destruirlas — dijo Souilik —, ya que no deben ser eficaces si los Misliks que las componen han muerto. Pero ¿quién sabe? Fijaos bien, vais a ver un espectáculo que no se ha visto desde la última guerra de Ela-Ven, la explosión de una bomba infranuclear. ¡Adelante, Essiiie! Hizo un gesto. Pasaron algunos segundos. Alejándose, bajo nosotros, una mancha luminosa bajaba rápidamente, hasta que se hizo invisible. De repente, en la superficie del planeta sin nombre brilló como una estrella. Luego se produjo una monstruosa intumescencia de un color violeta, luego azul, verde, amarillo, rojo vivo. El planeta se iluminó en una extensión de más de 200 kilómetros y aparecieron sus montes, sus colinas, sus grietas enormes. Luego todo desapareció. Una humareda luminosa flotó durante un instante y se desvaneció. — Ya podemos pasar el «ahun» — dijo Souilik. CUARTA PARTE — EL IMPERIO DE LAS TINIEBLAS CAPÍTULO PRIMERO — LA GALAXIA MALDITA Nuestro viaje de regreso no tuvo historia. Caía la noche cuando Souilik posaba su ksill en la explanada de la «Casa de los Sabios». En el cielo desaparecieron las manchas negras de los otros ksills que se dirigían a la isla de Aniazz. Al descender me sentí repentinamente cansado, agotado y sin fuerzas, dominado por una irresistible necesidad de dormir. Mis compañeros estaban por el estilo. Apoyado a un árbol violeta entretenía la mirada en el crepúsculo, demasiado cansado para hablar o para expresar mi alegría. — Essine, conduce a Ulna a la Casa de los Extranjeros y dormid. Clair, Akeion y Herang venid conmigo. Tenemos que dar cuenta de nuestra misión — dijo Souilik. — ¿No podríamos esperar a mañana? — imploré. — No. Cada minuto que pasa puede significar la muerte de un sol. Ya tendrás tiempo de descansar después. Subí las escaleras como en un sueño, pasé delante de mi estatua sin mirarla siquiera. Luego debí perder el conocimiento. Sentí que me llevaban y me recobré, bajo la luz azul de una lámpara que me enfocaba. A mi lado, tendidos en camas iguales estaban los dos Sinzúes y el propio Souilik. Con los nervios deshechos, nos habíamos desplumado en la antecámara. Poco a poco al principio y luego ya más rápidamente me volvieron las fuerzas. Pudimos levantarnos y dar el parte a Azzlen y Assza. Pero después, con gran alivio, me tendí en mi cama en la «Casa de los Extranjeros» y desde luego esa vez no tuve necesidad de emplear «el-que-hace-dormir». Lalthar ya estaba muy alto en el cielo cuando me desperté. La ventana estaba abierta, hacía un tiempo maravilloso y me pareció oír cantar un pájaro, aunque ya sabía que no hay pájaros en Ela. El canto se acercó, llego hasta mi ventana. Me levanté: era Ulna imitando el gorjeo del Ekanton, la maravillosa lagartija voladora de Arbor. Essine la acompañaba. — Veníamos a despertarte — dijo —. Azzlem te espera. Lo encontré en el laboratorio con Assza, inclinado sobre el aparato que reproducía el rayo mislik. En una silla metálica un joven voluntario Hiss recibía un rayo rebajado. — Nos acercamos a la meta — me dijo Azzlem —. Tal vez un día nosotros los Hiss seremos tan resistentes como vosotros, Tserrenos y Sinzúes. Con una inyección de bsin — tu bsin, Clair —, mi hijo Se-nali soporta desde hace dos basikes una intensidad que antes hubiese sido muy peligrosa, casi mortal. Desgraciadamente, cuando pasamos a un rayo equivalente al de tres Misliks, la protección cesa. Pero no es para esto por lo que te he hecho llamar. Trajiste contigo el cuerpo de Missan y en virtud de nuestras viejas costumbres, el que trae el cuerpo de un Hiss muerto en acción se convierte en el hijo de sus padres y el hermano de sus hermanos. De ahora en adelante podrás decir «nosotros los Hiss» sin que a nadie se le ocurra reírse. Así, pues, por un extraño destino te has convertido en hijo de tres planetas distintos, pues eres a la vez Tserreiio, Sinzu y Hiss. Ahora ve, pues tienes que asistir a los funerales de tu hermano en la casa que a partir de hoy será la tuya. Essine te acompañará. — ¿Dónde está Souilik? — pregunté. — Ha salido para Kalvenault al mando de mil ksills. Como sea que no tenían que desembarcar, ningún Sinzu le acompaña, pero no le apures, bombardearán desde muy lejos. Salí en «reob» con Essine y Ulna. Supe que Mis-san había sido muy buen estudiante y que Azzlen hubiese querido alejarle de la guerra, pero las leyes eran formales, en caso de alerta ningún voluntario podía ser rechazado y Missan se había presentado voluntario. Era huérfano de padre y madre, pero tenía una hermana, Assila, «ingeniero» en una gran fábrica de alimentos. Su casa estaba situada en la isla de Bressié, a seiscientos brunns al norte de la «Casa de Jos Sabios». Olvidé decirte que en Ela no hay continentes pero sí una gran cantidad de islas de superficie varia, entre la de Australia y la isla de Jersey, sin contar los islotes. Mi nuevo «hogar» era una casita roja situada en una colina cara al mar. Essine me presentó a mi «hermana», una chica de piel verde claro y de mirada extraña: sus ojos en vez de ser gris verde, como acostumbran a ser los de los Hiss, eran de un color esmeralda. Me acogió como si verdaderamente fuese su hermano, con las manos en copa delante de la cara, saludo que sólo se usa entre los miembros de una misma familia. Los funerales Hiss son de una sencillez impresionante. El cuerpo de Missan fue colocado sobre una plataforma de metal delante de su casa, bajo el cielo. Un sacerdote Hiss pronunció unas breves oraciones. Luego, guiado por Essine, cogí de la mano a Assila, nos acercamos y movimos conjuntamente una palanca, dimos un paso atrás. Se produjo una llamarada y la plataforma quedó vacía. El sacerdote se volvió hacia los asistentes y dijo: — ¿Dónde está Missan? — Se fue hacia la Luz — contestaron. Y eso fue todo. Siguiendo la costumbre permanecí cinco días en la casa. Ulna y Essine se marcharon por la noche y me quedé solo con Assila. Aunque parecía tranquila yo estaba seguro de que sufría, y no sabía qué decirle, ignorando lo que se solía decir en tales circunstancias. Entonces comprendí cuan superficial era mi asimilación. Anduve solitario por la casa furioso contra mí mismo y contra esta costumbre Hiss. Las horas pasaron y no me decidí a acostarme en aquella cama que de ahora en adelante sería la mía. Todo estaba silencioso. Assila estaba sentada en la sala común y ni un sonido salió de su boca. Me senté frente a ella y así pasamos la noche. Al llegar el día, habló. Sin lágrimas, sin llanto, me hizo el relato de la vida de «nuestro hermano», tan bueno, inteligente y que el destino se había llevado para siempre en su primer combate; ya eran once los familiares muertos en la lucha contra los Misliks. Tenía grandes remordimientos por no haberle acompañado y no haber muerto allí con él. Recordaba sus éxitos en la Universidad, los juegos de su infancia y su primer amor. Y de todo no quedaba nada. Sólo aquella frase sagrada: «Se fue hacia la luz»… A medida que iba hablando, las barreras que me separaban aún de los Hiss se derrumbaron. Me hablaba con palabras que había podido pronunciar cualquier mujer de la Tierra y ello me hizo comprender que en todo el Universo las penas y las angustias eran las mismas. Encontré palabras de consuelo y olvidé completamente los millones de años-luz que nos separaba. Luego, con la sangre fría de los Hiss, se levantó y preparó nuestra comida. Me quedé junto a ella cuatro días más y luego regresé a la Península de Essanthem. Cada ocho días iba a ver a Assila y poco a poco consideré aquella casa como la mía. Tengo la seguridad de que ahora, de vez en cuando, Assila, «mi hermana», pregunta a los Sabios si volveré pronto. Mientras tanto, los planetas Seis y Siete habían sido limpiados de Misliks, pero desgraciadamente era demasiado tarde para Kalvenault, que se iba apagando poco a poco. Los escasos Misliks que habían logrado escapar a algún planeta helado de El-Toea, fueron exterminados con la suficiente prontitud para salvar aquel sol. En cuanto a Asselor, no poseía planetas y su espectro recuperó su forma normal sin que ningún sabio pudiese explicarse el motivo. Es una suerte que para vivir los Misliks deban tomar contacto a menudo con un planeta. Pueden muy bien vivir en el Espacio, pero sólo por algunas horas. ¿Cómo se las arreglan para pasar de una estrella a otra y sobre todo de galaxia a galaxia? Todo esto es aún un profundo misterio. Todos los intentos de localizarlos en el «ahun» han sido inútiles. Algunos científicos opinan que pueden existir varios ahuns de los que los Hiss utilizan uno, los Sinzúes otro y los Misliks un tercero. Personalmente no opino, pero me parece carente de sentido creer que puedan existir tres «nadas» distintas. En los medios allegados a la Casa de los Sabios se empezó a comentar un gran proyecto. Tardé en saber de qué se trataba. Ni Souilik ni Szzan estaban al corriente, Assza se había vuelto como quien dice mudo y Ulna estaba tan poco informada como yo. Volvió la astronave Sinzu acompañado de otros veintinueve aparatos que aterrizaron en la isla Tnoss, a poca distancia de la «Casa de los Sabios». Estuvieron poco tiempo y despegaron con rumbo a Ressan para dejar allí a cinco mil Sinzúes que formarían la nueva colonia de Elarbor. Sólo se quedaron en Ela, Helon, Akeion, Ulna y la tripulación del Tañían. Ela estaba exclusivamente reservada a los Hiss y fue para Ulna y su familia un gran privilegio el poder quedarse allí. Para mi no había caso, ya que era un Hiss. Por fin me pusieron al corriente del gran proyecto: se trataba de enviar un ksill de reconocimiento a una galaxia maldita, o sea, repleta de Misliks. Había sido elegida una galaxia situada más allá del Universo de los «Kaiens», los gigantes de ojos pedunculados. La expedición al planeta Siete ya me había parecido arriesgada, pero atacar a los Misliks en sus propios dominios, me parecía una locura, sobre todo cuando Azzlem me dijo que contaba conmigo y con dos o tres Sinzúes para hacer el vuelo de reconocimiento. A pesar de mis experiencias pasadas, no me podía acostumbrar a la idea del «ahun»: considerado bajo este punto de vista el viaje hacia la galaxia maldita no era ni más largo ni más peligroso que el que nos llevó al Siete de Kalvenault. Luego pareció que el proyecto había sido abandonado. Volví a hacer mi vida normal entre el laboratorio de biología, la Casa de los Extranjeros, la de Souilik y la «mía». Souilik había vuelto de un viaje en el «ahun» del que no habló. Supe por Essi-ne que volvía del mundo de los Kains, pero aseguró que este viaje no tenía nada que ver con el gran proyecto. Estuve algún tiempo sin verle, ya que viajaba de un universo a otro cumpliendo misiones, el Tsalnn despegó a su vez hacia Ressan dejando en Ela a Akeion y Ulna, que trabajaban conmigo. Durante mis vacaciones obligatorias — tres días cada mes —, visité con Ulna y Essine el planeta Ela. Y así tuve una Idea de la agricultura y de la industria Hiss, de las que hasta aquel momento no me había preocupado lo más mínimo. En una franja por ambas partes del ecuador los Hiss cultivan un cereal arborescente que alcanza unos diez metros de altura. De este cereal obtienen la harina para la elaboración de sus bizcochos. Un poco al norte y al sur de estas franjas crecen plantas varias, casi todas industriales, que proporcionan productos cuya obtención sintética sería demasiado costosa. El resto del planeta es semisalvaje o reservado para las viviendas, excepto los polos donde se ha concentrado toda la industria, a excepción de las minas. Los Hiss explotan intensamente los océanos que cubren las tres cuartas partes del planeta; un día tuve ocasión de bajar y visité las praderas, cultivos submarinos y las instalaciones pesqueras. Su principal fuente de energía es la disociación de la materia, una disociación llevada hasta un extremo que no podemos imaginar siquiera. No emplean, como empezamos a hacerlo, lo que constituye el núcleo del átomo sino los elementos de los elementos que lo constituyen, lo que podríamos llamar los infranúcleos. Un hecho importante es que su energía principal no es de naturaleza eléctrica y aunque he visto sus generadores y la he empleado a diario, me verÍa tan apurado para definirla como lo estaría un pobre senegalés para definir la electricidad. Todo lo que puedo decir es que estos generadores son muy complejos y bastante grandes. Los Hiss son unos físicos extraordinarios e incluso Beranthon, el gran sabio Sinzu, cuando visitó Ela, tuvo que reconocer que muchos de sus inventos le eran desconocidos y a veces incomprensibles. En honor a la verdad debo hacer constar que los Hiss no obstacularizan el conocimiento de sus descubrimientos a las demás humanidades sino que, al contrario, sus Universidades están abiertas para todo aquel que quiera estar al corriente de su progreso. Souilik terminó por fin sus viajes, pero no por esto le vi con más frecuencia. Se pasaba el día encerrado con el Consejo y ni siquiera Essine le veía más que nosotros mismos. Un buen día, estando yo con Ulna y su hermano en el laboratorio de biología, Assza nos hizo llamar. Nos dio tres cilindros metálicos, provistos de una enorme culata. — Estas serán vuestras armas. Son pistolas térmicas perfeccionadas. De acuerdo con el Ur-She-mon, el Consejo os ha elegido para el vuelo de reconocimiento a la galaxia maldita. Dispondréis de un ksill especial. Souilik os acompañará hasta el planeta Sswft de la estrella Grenss del Universo de los Kai'ens. Tiene orden de esperaros allí. Saldréis dentro de ocho días. Estos ochos días me parecieron la vez interminables y demasiado cortos. Akelon y Ulna encontraban muy normal que fuesen ellos, los hijos del Ur-Shemon, los primeros en ir a la lucha. Pero yo, a pesar de saber que era invulnerable a los rayos misliks, que nuestro ksill había sido perfeccionado, que dispondría de las mejores armas, y sobre todo que no se trataba de combate sino de un vuelo de reconocimiento, no podía sacarme el pánico del cuerpo. Presentía una catástrofe, y se produjo. Aun ahora, después de haber vuelto sano y salvo, cuando pienso en aquello me entran escalofríos. Salimos sin tropiezos. Souilik, acompañado por Essine, dos Hiss y Beichit, la Hr'ben, pilotaba su ksill de costumbre, el Sansón Essine, en español el «Bella Essine». Los ksills no suelen llevar nombre sino un número a menos que el comandante los bautice. Al mío le había dado el nombre de Ulnn-ten-sillon, que significa «Ulna dulce sueño». Por esto, cuando Ulna me preguntó lo que significaba aquella inscripción no supe qué decirle. Akeion, que se dio cuenta de lo que pasaba, tradujo maliciosamente: «Unión de los planetas». El Ulna-ten-sillon eran un ksill pequeño de tres plazas. En él se había sacrificado el confort a la eficacia. El puesto de mando estaba lleno de tableros y controles. La segunda pieza contenía tres literas, los motores y los víveres. El casco tenía un espesor de once centímetros y Souilik me aseguró que podía soportar el choque de un Mislik lanzndo a 8.000 brunns por basike, o sea, unas 4.000 kilómetros por hora. Y para el caso de que lograran romper el casco, había otro, de seguridad, de siete centímetros de espesor. Pasamos simultáneamente el ahun para que nuestros ksills fueran envueltos por la misma porción de espacio. Salimos simultáneamente a un millón de kilómetros del planeta Sswft. Este era un planeta de tamaño algo mayor que la Tierra. Vivían en él algunos centenares de millones de Kaíens. Aterrizamos cerca de la ciudad de Arbor en el hemisferio norte. ¡Qué extraños son los Kaíens! La mayoría sobrepasan los dos metros de estatura, tienen la piel verde, son calvos, sus ojos son pedunculados color verde-mar, no tienen nariz, pero si una enorme boca con numerosos dientecillos. A pesar de la longitud de sus brazos y piernas dan la impresión de ser tan anchos como altos. Su civilización es muy peculiar. Son unos químicos prodigiosos, pero en cambio son muy mediocres en astronomía y física. Utilizan muv poco el metal, su industria está basada en las materias plásticos sintetizadas: en el terreno de lo espiritual son unos poetas magníficos, profundos filósofos y eminentes pintores y escultores. Permanecimos al lado de nuestro ksill que estaba rodeado de varias máquinas voladoras fabricadas totalmente con materias plásticas. Nos sentamos en una especie de «bar de escuadrilla» donde nos sirvieron una bebida verde excelente. Souilik estuvo discutiendo un rato con tres Kaíens y luego nos quedamos solos. Estábamos silenciosos, nadie tenía ya nada que decir. Souilik fue con Akeion a verificar por última vez el Ulna-ten-sillon. Al poco rato volvió: — Hermano, llego el momento. Recuerda que el Consejo quiere datos, no heroicidades. Ten prudencia. Al llegar el ksill, Souilik puso su mano sobre mi hombro v, emocionado, se fue corriendo. De lejos Essine y Belchit nos saludaron. Ulna ya estaba en el ksill. Subí y despegamos inmediatamente. Habíamos convenido con Souilik que permaneceríamos exactamente dos «basikes» y medio en el ahun y no cambiaríamos de rumbo bajo ningún pretexto. De este modo en caso de apuro nos podrían encontrar. Salimos del ahun en el momento señalado. En las pantallas de visión todo era negro con pálidas salpicaduras luminosas: eran las galaxias que aún conservaban vida. Una de ellas, la más próxima, ofrecía aproximadamente el aspecto de la luna. Akeion me la señaló, diciendo: — Supongo que es el Universo de los Kaíens del que venimos. Si en aquel momento hubiésemos tenido un telescopio de potencia infinita hubiéramos visto aquel Universo no tal como era entonces sino tal como debió ser quinientos mil años atrás. En la pantalla especial que funcionaba signien de la teoría del radar, cuyas ondas se propagaban a una velocidad diez veces superior a la de la luz. se dibujaba el contorno de un planeta. — Souilik dijo que eligiéramos el planeta más cercano — observó Ulna. — Pues vamos allá. ¡Todos a sus puestos! Yo me senté ante el mando de armas. Ulna ocupó el puesto de vigía para lo que disponía de una pantalla muy sensible que le permitía aumentar a voluntad una zona determinada haciéndola más visible. — Vamos a efectuar un vuelo rasante. Clair, conecta la zona cálida. Apreté un botón e inmediatamente nuestro ksill quedó envuelto en una zona que estaba a más de 300°. Ningún Mislik se nos podía acercar sin perder la vida, mientras que nosotros con nuestras escafandras podíamos salir sin peligro. En la pantalla se empezaban a detallar formas tales como sistemas montañosos, ríos helados e inmensas llanuras también heladas que seguramente habían sido océanos. A la orilla de uno de estos enormes océanos, vi una inmensa forma piramidal, se la enseñé a Ulna y ella, graduando su aparato, lo pudo ver detalladamente. — ¡Señor mío, Ethau! ¡Esto había sido un planeta humano! — exclamo. Efectivamente era una ciudad o por lo menos lo que de ella quedaba. Debía de extenderse sobre millones de hectáreas y su torre más elevada alcanzaba unos mil metros. Me quedé pensativo: ¿Qué fantástica civilización muerta millones de años antes había construido aquella ciudad? Me entraron ganas de aterrizar porque, como tú sabes, siempre me ha gustado la arqueología, y así se lo dije a Akcion. — Primero daremos la vuelta al planeta y si no vemos ningún Mislik aterrizaremos. Durante horas y horas desfilaron ante nuestros ojos, inacabables extensiones heladas, completamente desiertas. Al ver que no había ni un solo Mislik, nos dirigimos de nuevo hacia la ciudad en ruinas. Antes de aterrizar la iluminamos con un cohete gigante. Las construcciones brillaban con reflejos de hielo y oro. Aterrizamos en una gran plaza al pie de una especie de campanario que se perdía en el cielo. Decidimos que Ulna y yo bajaríamos a tierra mientras que Akeion se quedaría en el ksill dispuesto a despegar si se presentaba el caso. Nos pusimos las escafandras, tomamos reservas de aire para doce horas, alimentos sintéticos que podíamos absorber dentro de nuestras escafandras, armas y gran cantidad de municiones. Finalmente bajamos. Vacilamos un momento antes de tomar una dirección. El ksill estaba en una plaza más o menos circular rodeada de altas construcciones. Al entrar en contacto con la zona cálida, el aire sólido se licuaba, se vaporizaba y pronto el vaho veló totalmente la vista de nuestro aparato. Nos internamos por una calle-túnel. Todas las puertas de metal verde estaban cerradas. Me parecieron exageradamente bajas por lo que eran las casas. Anduvimos un kilómetro aproximadamente evitando el tomar otras calles para no extraviarnos. Las fachadas de las casas no tenían absolutamente nada que nos pudiera informar respecto a aquella civilización, ni una inscripción, ni una escultura. Entonces se me ocurrió que tal vez lográsemos abrir alguna de aquellas puertas, pero cuando me disponía a intentarlo se produjo un temblor de tierra. Presintiendo una catástrofe, cogí de la mano a Ulna y echamos a correr hacia el ksill, pero al llegar allí no vimos más que un gigantesco montón de escombros. Bajo el efecto de la zona de calor aquella enorme torre se había derrumbado sobre el Ulna-ten-Sillon. Ulna estaba aterrada, no dejaba de gritar: — «Hen, Akeion: Akeion Stan son». Pero nadie contestaba. Estábamos perdidos en aquel planeta desconocido con aire para once horas y a millares de kilómetros de toda clase de socorro. Y entonces, brillando siniestramente bajo la luz de mi faro, apareció el primer Mislik. CAPÍTULO SEGUNDO — RODEADOS DE MISLIKS El hombre, y lo digo en el sentido más amplio, ya que incluyo a los Hiss, a los Siiizúes, etc…, es el ser más incomprensible. Estábamos perdidos y sin salida, pero ni por un momento se nos ocurrió la idea de abandonar la lucha. Apenas asomó el primer Mislik, disparé y lo aniquilé antes de que pudiera emitir. Esperamos un momento; nada. Era peligroso quedarse en aquella plaza, porque seguían cayendo escombros y además al ser abierta permitía a los Misüks tomar altura con el consiguiente peligro de que nos aplastaran. Así, pues, volvimos a penetrar en aquella calle cubierta, dejando atrás el ksill y a Akeíon. Llegamos a otra plaza donde abundan los Misliks. Al vernos se pusieron a emitir violentamente, pero en vano. Pasamos entre ellos y pude constatar que pertenecían a otra raza; eran más bajos y de forma diferente y su antena en vez de ser violeta tiraba hacia el índigo. Anduvimos varias horas por la ciudad muerta sin encontrar una sola puerta abierta o que se pudiese forzar. El único descubrimiento interesante que hicimos fue un vehículo de seis ruedas bajo, pero que no pude estudiar, pues cuando me disponía a examinarlo nos atacaron muchos Misliks. Llegaban a centenares en vuelo rasante, y a pesar de que nuestros fusiles los herían mortalmente, continuaban volando, por lo que tuvimos grandes dificultades en evitar el choque. Pronto cambiaron de táctica y empezaron a lanzarse a velocidad vertiginosa contra nosotros de tal modo que no los podíamos ver. Ante eso, no tuvimos otro recurso que echarnos al suelo y disparar a ciegas, lo que nos ocasionó un gran despilfarro de municiones. Pasaron algunos minutos y como sea que, a consecuencia del fuego sostenido de nuestras armas, el suelo y las paredes de los edificios desprendían un calor extraordinario, los Misüks se retiraron. Nos sentamos a descansar, sólo nos quedaba aire para tres horas. La fatiga había empezado a hacer presa en nosotros y a través del cristal protector podía ver la cara extenuada de Ulna. Hablamos poco y, contrariamente a lo que siempre ocurre en las novelas en las que los protagonistas eligen estas situaciones para hacerse solemnes y tiernos juramentos, me adormecí. Ulna me despertó bruscamente. — ¡Los Misliks vuelven! Esta vez venían arrastrándose y ocultándose tras los restos de sus compañeros muertos. Arriesgándonos mucho, los dejamos acercarse y concentrarse y luego disparamos. Uno de ellos quiso saltarnos encima, y al intentarlo echó abajo una de las puertas. Ulna se escurrió al interior del improvisado refugio, y yo la seguí. Estábamos en una gran habitación donde no quedaban más que leves indicios de lo que habían sido muebles. Buscamos en vano alguna escalera o ascensor que nos llevara a los pisos superiores, pero no encontramos nada salvo un pasadizo subterráneo que por la dirección que seguía tenía que ser forzosamente paralelo a la calle. Nos adentramos en él y anduvimos un buen trecho sin darnos cuenta de lo que nos rodeaba, pues nos sentíamos como en un sueño de pesadilla. Tal debía ser mi abstracción que me golpeé fuertemente en la cabeza con una puerta de metal. El pasadizo terminaba allí. Sobre esta puerta vi por primera vez unas esculturas. Era algo así como una rueda o un sol estilizado. Estábamos extenuados, pues hacia diez horas que andábamos sin parar y ya no nos quedaba más que una hora de aire. Maquinalmente miré al barómetro de pulsera: la presión atmosférica no era nula: y el termómetro marcaba 256° absolutos, o sea que nos hallábamos en una zona imposible para los Misliks. Además había aire, pero tan poco que ni siquiera podíamos utilizar el pequeño compresor que llevábamos tras el casco. A pesar de todo, ya era buena señal y tal vez si llegábamos a franquear aquella puerta encontraríamos aire en cantidad suficiente. Febrilmente examinamos la puerta. No tenía cerrojo, ni pestillo, ni cerradura alguna, pero aquel sol debía servir para algo… Durante media hora estuvimos buscando la combinación que nos permitiera abrir, pero fue en vano. Lenta e inexorablemente, la aguja del manómetro se aproximaba a cero. Cuando abandonábamos ya la búsqueda, la puerta se abrió al fin, proporcionándonos una gran sorpresa, pues… ¡ante nosotros había otra puerta idéntica! Ulna murmuró: — Estamos en un «sas», tal vez haya aire al otro lado. Intentamos recordar el gesto que habíamos hecho cuando se abrió la primera puerta. Al cabo de un rato dimos con él: había que presionar el rayo superior dándole un ligero movimiento hacia la izquierda. Pudimos, pues, entrar en una habitación donde la atmósfera era casi «eliense». Conecté el analizador: los indicadores enrojecieron, demostrando que había oxígeno bastante para nuestra respiración, sin mezcla de gases tóxicos. Con suma precaución destornillé el cristal de mi casco y llené mis pulmones con un aire frío y seco, perfectamente respirable. Aquel lugar no tenía más puerta que la que nosotros habíamos utilizado. Nos despojarnos de las pesadas escafandras y, cansados por el esfuerzo y las emociones pasadas, no tardamos en quedarnos profundamente dormidos. Mi sueño fue agitado y me desperté en el otro extremo de la sala. A ciegas busqué mi linterna y encontré una pequeña palanca. Esta cedió y se produjo el milagro: una puerta se entreabrió en el fondo de la sala, destacándose sobre un rectángulo luminoso una silueta humana. Era de pequeña estatura y se dibujaba al contraluz de modo que no podía ver su cara. De repente se esfumó, apareciendo en su lugar una bola de fuego al tiempo que se oía una palabra en lengua extranjera. — ¡Ulna, despierta! — grité. La bola de fuego desapareció a su vez, dejando ver un cielo estrellado. Luego apareció en el rectángulo la visión de un planeta lejano cuya imagen se fue agrandando y perfilando gradualmente. Ante nuestros maravillados ojos, fueron desfilando vistas de montañas, bosques, océanos y llanuras, mientras aquella extraña voz iba repitiendo: — Siphan, Siphan, Siphan… Comprendía que éste debía ser el nombre del planeta muerto. Se acabó el desfile de paisajes y vimos, bañada por brillantes rayos de sol, la ciudad en la que nos encontrábamos y cuyo nombre debió de ser ülier-sca. Sus plazas estaban llenas de vehículos y seres, pero los veíamos a demasiada distancia para distinguir sus rasgos. La pantalla, pues de esto se trataba, mostraba ahora el campo cultivado con una vegetación color de púrpura que recordaba el árbol Siiiissi de Ela y, por lo que me dijo Ulna, el Tren-Theor de Arbor. Sobre una carretera azul, rodaba un vehículo como el que vimos cuando nos atacaron los Misliks, que se detuvo al llegar a un edificio que parecía un observatorio. Estas vistas iban acompañadas de un comentario hablado que no comprendimos. El campo visual de la pantalla estaba ocupado totalmente por el vehículo del que salió un ser bípedo, con cuatro brazos y una cabeza redonda, pero no pudimos ver su cara. Entró en el edificio. La proyección se interrumpió un momento y se reanudó inmediatamente con el primer plano de un sol que fue perdiendo poco a poco su brillo y enrojeció. Entonces comprendimos que estábamos viendo la historia del final de aquel mundo. El ser del vehículo debió haber sido algún sabio o personaje importante, pues volvió a aparecer en repelidas ocasiones, ante Consejos, manejando complicadas máquinas, capitaneando ejércitos, y, finalmente, cayendo aniquilado por un Mislik. Pero antes le habíamos visto dirigiendo unas obras, ordenando unos aparatos minúsculos y cerrando cuidadosamente sendas puertas adornadas con un ardiente sol, puertas que reconocimos inmediatamente. Las vistas terminaron con un plano de uno de aquellos seres que levantaba la losa situada al lado de la palanca. Como es natural, una vez pasado el estupor, buscamos aquella piedra, y nos fue fácil encontrarla. Al levantarla descubrimos una escalera de caracol por la que bajamos después de enfundarnos las escafandras. Llegamos a una habitación bañada en una dulce luz verde. En el fondo, una puerta daba acceso a otra habitación igual y así sucesivamente. La primera estaba vacía, pero en las demás había unos cofres de metal que no pudimos abrir. Al final de esta sucesión de salas iguales encontramos otra escalera de caracol que nos condujo, después de un cuarto de hora de ascensión, a una cúpula transparente que daba sobre una llanura oscura en las afueras de la ciudad. Había unas puertas para salir, pero como en el exterior pululaban los Misliks, no las utilizamos. Entonces empezó para nosotros una vida nueva y extraña que duró un mes terrestre. Teníamos el aire necesario y, además, Ulna se dio cuenta de que, en vez de proveerse de tres cajas de municiones, había lomado sólo dos y la tercera era de alimentos concentrados. Estos nos podían sostener durante un año, pero, en cambio, sólo teníamos agua para dos meses. Sin embargo, podíamos tener esperanzas que nos vinieran a rescatar, ya que habíamos seguido en todo las instrucciones dadas por Souilik. Al alejarse de nosotros la amenaza de un peligro inmediato, Ulna dio rienda suelta a su llanto. Como pude, intenté consolarla explicándole que el espesor del caparazón del ksill habría resistido la avalancha de escombros y que lo más probable era que Akeion siguiera vivo. Ño pude convencerla y, sin embargo…, ¡la realidad superaba aún mi confianza! No teníamos otra cosa que hacer que comer, dormir y esperar. Proyectamos varias veces aquella película y al final ya la conocíamos en sus mínimos detalles. Desde luego, bendecimos mil veces a aquel sabio que había hecho construir aquel refugio. Desde lo alto de la cúpula observé a los Misliks, que se dieron perfecta cuenta de nuestra presencia, pero, como sea que nada podían contra nosotros, pronto dejamos de preocuparles. Pasé días enteros observándolos. Me comparaba a un biólogo estudiando con su microscopio nuevas fórmulas de vida. Durante el mes en que permanecimos allí encerrados, intentamos descifrar el significado de sus movimientos, y creo que puedo afirmar que en todo el universo no hay ser que los conozca mejor que Ulna y yo. Pues bien; a pesar de todo, el último día sabíamos tanto de ellos como el primero; no descubrimos nada que se pareciera a una actividad ordenada en el sentido que damos nosotros a esas cosas, nada que pareciera un instinto. Y, sin embargo, por la experiencia vivida en la isla de Sansine, yo sabía que tenían inteligencia y sensibilidad. Es evidente que los Misliks tienen órganos y sentidos; prueba de ello es que, por ejemplo, evitaban cuidadosamente el chocar contra la cúpula a menos que, como al principio, lo hicieran voluntariamente. Algunos vivían en la ciudad y tenían perfecto conocimiento de nuestra presencia; otros eran «forasteros» y los distinguíamos inmediatamente por el hecho de que al pasar ante nosotros emitían violentamente He aquí, resumido, lo que he podido observar de su vida: se mueven constantemente y parecen ignorar el sueño; Ulna y yo, turnándonos durante más de cincuenta horas, seguimos los movimientos de uno de ellos que no paró de dar vueltas y más vueltas en el suelo a poca distancia de la cúpula. Pocas veces se les ve solos, pero tampoco se puede decir que viven agrupados; era muy corriente verlos abandonar un grupo para reunirse con otro. A veces se reúnen en enjambres formados por más de cien Misliks que acaban fusionándose en una sola masa. Esta fusión tanto puede durar algunos segundos como horas. Primero creí que aquello era un modo de reproducirse, pero luego comprobé que de aquellas masas salía exactamente el mismo número de Misliks que había entrado en ellas. No era fácil estudiarlos, pues nuestras lámparas no tenían mucho alcance y fuera de su radio de acción todo era oscuridad. Además, no teníamos ni un aparato registrador. ¡Con lo que yo hubiera dado por disponer de un casco amplificador del pensamiento como el que tuve en la cripta! Pero no teníamos nada y fue necesario resignarse al papel de espectadores impotentes. El tercer día se nos acabó el agua y no tuve más remedio que salir. Elegimos un momento en que sólo dos Misliks estaban a la vista. Salí y los fulminé mientras Ulna llenaba rápidamente nuestros recipientes con una especie de agua-aire. Realizando un gran esfuerzo, logré abrir uno de los cofres de las salas interiores — que contenía unas planchas metálicas grabadas con una escritura indescifrable — y lo transformamos en cisterna que, en la segunda salida, llenamos casi por completo con bloques de agua pura helada. El momento había sido bien elegido, pues poco después aquella zona se lleno nuevamente de Misliks que ya no volvieron a abandonar sus puestos. Cuando pienso en la cantidad de suerte que fuimos acumulando, doy gracias a la Providencia por la protección especial de que nos hizo objeto. A pesar de eso, en aquellos momentos angustiosos en que veíamos pasar los días sin que se produjera novedad alguna, llegamos a dudar de nuestro rescate. Ulna ya no esperaba nada; ella tan valiente en la lucha, se dejaba abatir ahora por una melancólica tristeza debida en gran parte a la pérdida de su hermano. Y yo me desesperaba al verla cada día más pálida, más abatida y también más débil, pues apenas comía nada. Se pasaba horas enteras sentada a mi lado, cogida a mi mano y, aunque conocíamos perfectamente nuestros mutuos sentimientos, no podíamos hallar consuelo en nuestro cariño, pues las rígidas costumbres sinzúes prohíben toda palabra de amor cuando el luto apena a una familia. Hablar de amor a una chica que acaba de perder a un hermano es más que una grosería: es una obscenidad. Un día, si es que se puede hablar de tal cosa en el imperio de las Tinieblas, estábamos sentados en la cúpula contemplando el débil resplandor de alguna lejana galaxia y el paso de algunos Misliks que cruzaban el haz luminoso de nuestros faros, ruando, de repente, una luz cegadora surgió del firmamento y recorrió toda la ciudad. — ¡Ulna, son ellos, los Hiss! — grité. Con manos temblorosas por la emoción, la ayudé a colocarse el casco, luego me puse el mío. Teníamos que indicar nuestra presencia como fuera. Cargué mi pistola con veinte «balas calientes» y, entreabriendo la puerta, disparé; estas balas producen un calor de varios centenares de grados y una luz muy intensa. Cuando hube descargado mi pistola, Ulna me entregó la suya. El foco nos buscó en la vecina llanura, después pasó varias veces sobre nosotros sin vernos, pero, finalmente, quedó fijo sobre la cúpula. Con gran lentitud — al menos así nos lo pareció, aunque en realidad la maniobra se efectuó con toda la rapidez que permitía la más elemental prudencia — el aparato salvador se posó en la planicie. No era un ksill, sino el astronave sinzu, ¡el Tsalan — ¡Ulna, son los tuyos! No pudo contestarme; se había desmayado. La tomé en mis brazos y, corriendo, me dirigí hacia el aparato. Dos siluetas en escafandras se me acercaron y se hicieron cargo de Ulna, otra me tomó del brazo y me ayudó a subir la escalerilla. Imagina mi asombro cuando, al llegar arriba, me encontré ante Souiliky… ¡Akeion! Mi primera reacción fue algo incongruente, pues no se me ocurrió otrá cosa que decirle a Souilik que no debía de haber venido, pues la excursión podía resultar arriesgada para un Hiss. — ¡Este es «Clair el Tserreno»! — dijo — Siempre protestando. ¿No comprendes que tenía que venir para mostrarles el camino? — ¿Y Akeion? — repuse. — Akeion estaba completamente desorientado después de su aventura, pero… ya te contará él. Se llevaron a Ulna, que seguía desmayada, a la enfermería donde el «gran médico» Vincedom la atendió. Cuando abrió los ojos, Souilik. el doctor y yo, abandonamos la habitación dejándola sola con su padre y hermano. Un cuarto de hora después nos reunimos todos en el puente de mando. El Tsalan ya estaba en el ahun camino de la galaxia de los Kaiens donde encontraríamos a Essine y Beichit que esperaban con los ksills. Akeion nos contó entonces su extraordinaria aventura. Cuando aquella especie de campanario se derrumbó sobre el Ulna-te-sillon, él perdió el conocimiento y permaneció así durante más de tres basikes. Al recobrar la noción de las cosas comprendió inmediatamente que se hallaba bajo los escombros. Eso no le preocupó mayormente, pues disponía de aire y de alimentos para varias semanas, pero, en cambio, sí le preocupaba lo que podía habernos sucedido a nosotros y en seguida buscó la manera de prestarnos ayuda. El casco había resistido perfectamente, no se había producido ninguna pérdida de aire, los motores funcionaban, pero eran impotentes para levantar el montón de escombros que había sepultado el aparato. Este era el principal inconveniente de aquellos pequeños ksills, eran muy rápidos, muy manejables, pero de muy escasa potencia. Entonces, consciente del peligro a que se exponía, decidió pasar al ahun y volver luego a aquel planeta para socorrernos. La maniobra pareció realizarse bien, pero cuando hizo la operación inversa, en vez de emerger en el espacio cercano al planeta que acababa de abandonar, se encontró en la oscuridad más absoluta que imaginarse pueda, donde ni los radares sness señalaban la presencia del menor cuerpo sólido. Al llegar a este punto, el relato se vio interrumpido por una discusión técnica provocada por Souilik. He aquí lo que pude comprender de todo ello: El paso en el ahun no se había realizado en el vacío como de costumbre, sino que se había hecho en la superficie del planeta; el impulso (?) había sido demasiado fuerte y la porción de espacio que envolvía al ksill se separó completamente de nuestro universo y, atravesando el ahun, había ido a parar a uno de esos universos negativos que rodean el nuestro. Según esa teoría, Akeion emergió en el espacio de un universo negativo y menos mal que fue lejos de toda concentración de materia, pues, aun así, el contador de radiaciones trepidaba de cuando en cuando y la aguja marcaba una brusca llegada de rayos. Estos contadores sirven precisamente para indicar las regiones del Espacio donde la densidad de rayos cósmicos puede ser peligrosa. — Entonces — dijo Akeion — recordé una clase que había dado algún tiempo atrás sobre los universos negativos y sus consecuencias. Las radiaciones que registraba eran debidas a algunos átomos de materia negativa que al entrar en contacto con los de materia positiva del ksill se anulaban en fotones extraduros. En cualquier momento podía encontrar una región donde la materia negativa fuese más concentrada y entonces… ¡adiós todos los «Universos»! Febrilmente consulté el registrador de la curva espacial, el de la superficie-limite y todos los complicados aparatos que tenia ante él. Si calculaba bien su impulso, tal vez conseguiría encontrar de nuevo nuestro universo. Aunque era hombre valiente y tranquilo, en aquellos momentos fue presa de los nervios. Y tenía motivos, ¡la situación era realmente crítica! Procurando dominarse, hizo cálculos complicados y los repitió varias veces para eliminar la posibilidad de error. Todo parecía en orden. Entonces, apretando los dientes, lanzó el ksill a toda velocidad en el Espacio y pasó el ahun. Emergió inmediatamente después. Pero en lugar de encontrarse en algún punto de la galaxia maldita, salió en una galaxia animada e iluminada por miles de soles. Ya no sabía qué creer, se había vuelto a equivocar y se hallaba perdido en nuestro propio universo. Dirigió su ksill hacia una estrella y, guiándose por la pantalla amplificadora, eligió uno de sus planetas y aterrizó en él. Aquel planeta parecía desierto, sólo contenía vida vegetal. Permaneció allí ocho días, perdidas ya todas las esperanzas de encontrarnos, haciendo y rehaciendo aquellos complicados cálculos. Aquí se intercaló otra discusión técnica que no quiero ni intentar repetir, ya que ni el mismísimo Einstein la habría comprendido. Volvió a zarpar, pasó nuevamente el ahun, aterrizó en otro planeta, repitió los cálculos y cada ver, era mavor su convicción de que se había perdido definitivamente. Por fin, después de veintisiete días, hallándose cerca de un mundo habitado, aterrizó en él y se encontró en el planeta de los Kaiens a pocos kilómetros del punto donde Souilik estaba esperando nuestro regreso. También él había tenido suerte, pero hay que reconocer que su tenacidad y sus conocimientos la merecieron. El Tsala aterrizó al amanecer en el planeta Sswft. Essine y Beichit nos recibieron llenas de júbilo. Con gran alegría volví a ver mi ksill, el único aparato que había penetrado en un universo negativo. Su casco estaba intacto. El derrumbe de Siphan apenas lo había abollado. Aquella misma noche pedí a Helon la mano de su hija. CAPÍTULO TERCERO — TORPEDEROS DE LOS SOLES MUERTOS En el planeta de los Kaiens no nos entretuvimos innecesariamente. Emprendimos en seguida la marcha hacia Ela, donde llegamos a mediodía. Yo estaba particularmente cansado, nervioso y ansioso, pues Helon había diferido la contestación a mi petición hasta la noche de nuestra llegada a Ela. Dejé a Ulna muy cansada también a bordo del Tsalan, y me fui con Souilik a la Sala del Consejo. En mi informe, que procuré hacer lo más fiel y conciso que me fue posible, llegaba a la conclusión de que los Hiss tenían razón y que cualquier intento de coexistencia con los Misliks estaba condenado al fracaso, por lo menos, dentro de un mismo sistema solar. Pero añadí que tampoco veía el modo de llegar a exterminarlos, ya que su número era infinito y pululaban por millones de millones en innumerables galaxias. Esta conclusión no pareció satisfacer a la mayor parte de los asistentes, pues los Misliks seguían siendo, para los Hiss, el enemigo metafísico, el principio del Mal y no podían admitir la menor tregua en la lucha por su total exterminación. Uno de los Sabios me interpeló: — Tú mismo has dicho que Siphan había sido un planeta humano antes de ser conquistado por los Misliks. ¿Por que no se limitan a ocupar los planetas helados inhabitables para nosotros? ¿Por qué apagan nuevos soles? ¡No, no hay conciliación posible, hay que acabar con ellos! — ¡Pero la lucha va a durar millones de años! Por poderosas que sean vuestras armas, no podéis reconquistar planeta tras planeta. Y si lo consiguierais, ¿qué haríais con esos inhabitables planetas helados? Estaba olvidándome de que yo también era un Hiss y casi había tomado el partido de los Misliks. — Desde luego, nada haremos con estos planetas ni los necesitamos para nada, pero los Misliks deben desaparecer, y puesto que la luz y el calor los matan, ¡encenderemos nuevamente sus soles! — Pero, hombre, ¿qué es lo que está diciendo? — rugí, faltando a las normas de la más elemental educación. — Lo que ha dicho Snisson — me contestó Azz-leni — es que volveremos a encender sus soles o, por lo menos, lo intentaremos. En teoría, la cosa es posible; en la práctica, ya se verá. Durante tu ausencia han empezado los experimentos y las primeras impresiones son favorables a la tentativa. El asombro me hizo enmudecer. Desde luego, desde mi llegada a Ela había visto las cosas más fantásticas e inverosímiles. Admitía que los Misliks, esos seres de pesadilla, apagaran las estrellas; no tenía más remedio que admitirlo, puesto que lo había visto con mis propios ojos, pero que los Hiss, que a fin de cuentas no eran más que simples hombres, pretendieran encenderlas… eso ya era demasiado. Azzlem continuaba hablando con toda calma: — No creo que el intento decisivo pueda realizarse antes de que transcurra un año. Mientras, tal vez continúenlos explorando galaxias malditas, pero sin ofensivas en masa que sólo pueden acarrearnos grandes e innecesarias pérdidas de vidas. Con estas palabras se levantó la sesión. Salí y encontré a Souilik que me estaba esperando. Le come lo que se había dicho dentro. — Lo sabía. Se acaba de formar un equipo especial de físicos, formado por un centenar de Hiss y casi otros tantos representantes de cada una de las humanidades. Lo dirige el Sinzu Beranthon y Assza, y nuestra amiga Beichit forma parte de la delegación Hr'ben. Y ¿sabes quién mandará los ksills encargados de la realización del proyecto? — No. — Yo mismo. Y a lo mejor hasta te dan el mando de los equipos de desembarco. Por lo visto lo estás haciendo muy bien — añadió sonriendo. Di un rodeo para no pasar ante el Tsatan y paseando me dirigí al lugar donde había conocido a Ulna. El que Helon no me hubiese dado una contestación inmediata me inquietaba. Esperaba a la vez con ansia y temor el anochecer de aquel día. El cielo estaba despejado, el ambiente apacible y me senté sobre la fina arena de la playa. Al poco rato, oí pasos detrás de mi. Era un Sinzu que se acercaba. Me saludó reverenciosamente. — Song Clair, el Ur-Shemon le espera — dijo aplicándome mi titulo de Sinzu. Le seguí. Helon me esperaba en el Tsalan en compañía de Tkeion y otros cinco ancianos Sin-zúes. — Ayer me pediste la mano de mi hija Ulna — dijo —. Teóricamente tienes ese derecho, puesto que eres Sinzu, Then y Song. Pero — y puedo afirmarlo, ya que he consultado antes a nuestros amigos los Iliss — sería ésta la primera vez que se realizara un matrimonio entre humanidades de planetas distintos. No se han casado nunca los Hiss y los Krens entre sí a pesar del enorme parecido que existen entre ellos. Ahora bien, según aseguran nuestros biólogos que te examinaron cuando estuviste en el hospital, tu protoplasma no puede distinguirse químicamente del nuestro, tu metabolismo es idéntico, tienes el mismo número de cromosomas y probablemente el mismo número de genes. La única diferencia está en que tú tienes cinco dedos y nosotros cuatro y aun eso no es esencial y, además, nuestros antepasados también tuvieron cinco dedos en sus manos. Así que tu caso es excepcional y, por tanto, no veo inconveniente alguno a este matrimonio salvando tal vez algún lacior psicológico. ljero como sea que Ulna consiente — anadió sonriendo —, yo también digo sí. Ahora bien, las bodas de las familias Shemons deben celebrarse precisamente en lierisamnor, la capital de Arbor, y deberéis ir allí en cuanto los Hiss lo permitan..Digo «cuando los hiss lo permitan», porque si bien es cierto que eres Sinzu-Ten, también eres Hiss, y, no lo olvidemos, «Tserreno». Me pregunto — dijo, divertido —, ¿a qué planeta pertenecerán vuestros hijos? Durante este largo discurso me sentí como sobre ascuas, pero al llegar al final mi gozo y satisfacción no tenía límite. Siguiendo el ritual Smzu, hice una inclinación, pero no pronuncié la menor palabra de agradecimiento, ya que ello habría sido uno ofensa; los Smzúes sólo agradecen los dones de escaso valor. — Te advierto — dijo Helon. — que, según nuestras costumbres, no puedes ver a la novia hasta el mismo día de la boda, aunque nadie te impide que le envíes algún mensaje. Salí del Tsalan más ligero que una pluma y tropecé con el inevitable Souilik, a quien comuniqué la gran noticia. — Decididamente, aquí todo el mundo se casa, — dijo —. Primero, Essme y yo; ahora, Ulna y tú, y hace un momento he visto a Beichit, quien me ha anunciado su boda con Sefer. Supongo que tu boda tendrá lugar en Arbor, ¿no? ¿Cómo piensas ir? Estoy enterado de que el Consejo no piensa autorizar la salida de ninguna nave Sinzu, pero si quieres puedo llevarte en mi ksill. Y así fue como tres días después salimos para Arbor, Souilik, Essine, Helon, Akeion y yo. Ulna iba en un departamento cerrado para que yo no pudiera verla. Ya te explicaré en otra ocasión las ceremonias magníficas de una hija del Ur-Shemon. También te hablaré del esplendor de Arbor. ¡Qué mundo, aquél! Bello y salvaje con sus profundos océanos, sus montañas altas de más de veinte kilómetros, sus frondosos bosques celosamente vigilados por sus habitantes… Nunca podré olvidar nuestra luna de miel en el valle de Tar. Sólo estuvimos allí unos ocho días, alojados en una especie de bungalow reservado especialmente a los recién casados y situado en un lugar de ensueño que los Sinzúes respetan escrupulosamente. Nadie atraviesa nunca el límite del valle reservado. Es ésta una antigua y bella costumbre que, según creo, existía también en nuestros indios Apaches. En mi opinión, es algo que hay que anotar en el activo de la civilización sinzu. En el pasivo, en cambio, habrá que anotar su maldita manía de las ceremonias; ni los chinos tan dados a ello, son tan ceremoniosos como esa gente. Con la particularidad de que mi ignorancia de sus costumbres me hacia temer constantemente el cometer alguna irreparable torpeza. Por todo ello, sentí un gran alivio cuando los Shemons me anunciaron que podíamos regresar a Ela cuando se nos antojara. Pero antes de abandonar Arbor aún tenía que experimentar una gran sensación, Akeion me llevó al observatorio principal, donde los astrónomos me enseñaron una manchita insignificante y paliducha: nuestra galaxia. Con el más potente de los instrumentos — que, por cierto, no se basa en el telescopio — aquella mancha se convertía en un polvo de estrellas entre las que se encontraba nuestro humilde Sol. Y alrededor de aquel puntito giraba mi «Tierra natal», tan lejana y tan lamentablemente invisible. La luz que estaba contemplando había salido de allí ochocientos mil años antes y, en el caso de que la ciencia Sinzu hubiera hecho posible que viera la Tierra en detalle, lo único que me habría sido dado ver hubiera sido quizás alguna familia de pitecántropos. Ahora que he vuelto a la Tierra, cada noche que el tiempo lo permite, Ulna y yo buscamos la nebulosa de Andrómeda. Verla me hace comprender la magnitud de las distancias que he recorrido. La galaxia de los Hiss está demasiado lejos; imposible verla incluso con la ayuda de nuestros telescopios gigantes. Pero ver ese pequeño óvalo y pensar que la mujer que está a mi lado nació allí, y que yo estuve allí… Al cabo de tres meses nos marchamos. Tal como habíamos convenido, Souilik vino a buscarnos y despegamos del puerto sideral de Berisanthor rodeados de enormes astronaves sinzúes entre las que nuestro ksiil parecía un juguete. Cuando aún volábamos sobre Arbor, Souilik ya me comunicó que yo formaría parte de su estado mayor de «torpederos de soles muertos». Por lo visto, me había vuelto todo un personaje en Ela y, desde luego, nunca comprendí el empeño de los Hiss en elegirme siempre para aquellas empresas tan importantes y peligrosas. No había duda que mi lugar estaba entre los biólogos y no en esas expediciones. Había miles de Sinzúes mucho mejor preparados que yo y con la misma inmunidad al rayo mislik, pero creo que los Elienses se habían tomado muy en serio mi condición de Hiss, un Hiss de sangre roja y por tanto con infinitas ventajas sobre los Sinzúes que, a fin de cuentas, no eran más que unos extranjeros. Además, entre Souilik y yo existía una sincera amistad y este joven, mimado por su pueblo, se había propuesto obsequiarme con lo mejor para él: la aventura. ¡Cuántas veces tuve que maldecir, no precisamente esa amistad, sino sus consecuencias! Al llegar a Ela, nos instalamos en mi casa de la isla Bresié. Ulna y mi «hermana» se hicieron muy buenas amigas. Durante un año seguimos trabajando en nuestro intento de inmunizar a los Hiss contra la radiación Mislik, pero finalmente tuvimos que desistir: las ondas especiales que emiten los Misliks destruyen el pigmento respiratorio de los Hiss y de todas las demás humanidades, a excepción, naturalmente, de los Sinzúes y nosotros. Así, pues, la única solución habría sido cambiar el pigmento respiratorio de esas gentes, lo que, naturalmente, es impracticable. Assza, por medio de la ciencia física, había llegado a la misma conclusión. Lo único que se consiguió fue retrasar algo la acción mortífera, siempre que el rayo no fuera intenso. Un día, al salir del laboratorio, Souilik nos llevó a su ksill y sin darnos explicación alguna despegó. Nosotros, que ya empezábamos a estar familiarizados con aquellos aparatos, comprendimos inmediatamente que nos dirigíamos a Marte. Como sea que ni Ulna ni yo habíamos estado nunca en aquel planeta, la cosa nos divirtió. La travesía se efectuó a la velocidad máxima para aquella distancia, o sea aproximadamente la décima parte de la velocidad de la luz. Marte es un planeta semisalvaje con alguna semejanza a Arbor, pero más árido. Cuando volábamos sobre un enorme edificio, Souilik lanzó el ksill en picado sobre el mismo. Era la fábrica donde se construían los ksills que estaban en servicio en todos los planetas. La cadena de montaje era atendida por una serie de autómatas cuya labor era supervisada por unos pocos Hiss. Atravesamos varias naves sin detenernos y, finalmente, Souilik nos llevó a un hangar enorme donde estaban construyendo un ksill de proporciones titánicas; más de trescientos metros de diámetro y unos sesenta de altura; su forma no era la clásica de lente, sino que parecía una cúpula achatada. Mientras lo contemplábamos Souilik dijo: — Esta es la nave con la que iremos a encender soles muertos. — Pero ¿a qué se deben esas dimensiones y esta forma tan rara? — preguntó. — Ha sido indispensable hacerlo así. El artefacto que sirva para encender los soles debe reunir unas condiciones especiales. Como tú sabes, en los soles muertos la fuerza de la gravedad es espantosa y para resistirla tendremos que crear intensos campos antigravitorios. Para ello precisaremos una cantidad de energía extraordinaria y necesitaremos disponer de una central, que deberá ser instalada a bordo de ese ksill. La forma de cúpula se hacía necesaria para oponer mayor resistencia al peso del propio ksill. ¡De todas maneras, no creo que pueda resistir más de un basike sobre la superficie de un sol muerto! Pasaron varios meses más. Poco a poco me había ido acostumbrando a la idea de participar en esta expedición inverosímil. Los días pasaban con aparente calma. Digo aparente, porque en los Tres Planetas, los cerebros mejor dotados del Universo trabajan incansablemente en la realización del gran proyecto. Por mi parte, trabajaba encarnizadamente en mi laboratorio. Me consideraba algo así como el enviado especial de la Tierra, el representante de nuestra civilización, y tenía la sensación de que haciendo algún descubrimiento sensacional defendería mi derecho de vivir en Ela, dejaría de ser el pariente pobre, para convertirme en un digno miembro de la comunidad de las Tierras humanas. Así que hasta muy entrada la noche leía las publicaciones Hiss y Ulna me traducía los libros Sinzúes, con lo que pude comparar que, si bien mis conocimientos eran muy elementales, los métodos de trabajo aprendidos en la Tierra eran muy buenos, y pronto asimilé las primeras nociones de su ciencia. Lo más curioso del caso es que, mientras yo me atormentaba y maldecía mi ignorancia, los Hiss ya me consideraban un elemento muy aprovechable, hasta el punto que me habían confiado la formación de un grupo de jóvenes biólogos. Por lo visto, mi distinta organización me había proporcionado conocimientos; que para ellos resultaban nuevos. Lo mismo me ocurría con respecto a los Sinzúes, pues, si bien era cierto que ellos habían desarrollado hasta un grado superlativo la física Biológica, habían descuidado mucho el aspecto químico de nuestra ciencia, y fue precisamente por este conducto como se logró el resultado que ya te he señalado: proteger durante un corto espacio de tiempo a los Hiss de los rayos misliks Al principio no todo fue fácil en mi vida con Ulna, pues los Sinzúes son terriblemente susceptibles y mi paciencia no es excesiva. Teníamos que llenar el enorme vacío existente entre nuestras dos civilizaciones y, con frecuencia, nos peleábamos por mil pequeños detalles: por ejemplo — cosa extraña en un pueblo avanzado —, los Sinzúes tienen la costumbre de comer con los dedos y, como has podido comprobar esta noche, Ulna tiene aún alguna dificultad con los cubiertos. Ella, en cambio, no podía comprender mi costumbre de trabajar por la noche ni mi repugnancia a anticiparme al alba, etc. Poco a poco, establecimos un modas vivendi entre nosotros y la cosa ha ido mejorando extraordinariamente. A pesar de todo, debo reconocer que las hijas de Arbor tienen una gran cualidad sobre sus colegas de la Tierra: ¡Jamás te amenazan con volver a casa de mamá! Un día estábamos charlando animadamente con Jiña y Assila, tomando plácidamente el sol ante la puerta de nuestra casa, cuando una sombra se interpuso entre nosotros y los rayos de lalthar; era el gigantesco ksill que había visto construir en Marte y que, bajo la experta mano de Souilik, describió graciosas curvas en el cielo sobre nosotros y desapareció finalmente tras el horizonte. Media hora más tarde recibí un mensaje de Azzlem mandándome urgentemente ir a la casa de los Sabios. Fui inmediatamente. El enorme ksill flotaba mansamente sobre las aguas del embarcadero. Souilik me esperaba, solo. — ¿No está Essine contigo? — pregunté. — No. En esta aventura no participarán las mujeres. — ¿Cuándo nos vamos? — Pronto. Ven, los Sabios quieren verte. Azzlem y Assza nos recibieron inmediatamente. Sin preámbulos, Azzlem empezó: — Clair, una vez más tenemos que pedirte que cumplas una peligrosa misión. Como sabes, Souilik ha conseguido que se te incluyera en su Estado Mayor. Aceptamos porque no había razón alguna que apoyara la negativa, pero en aquel momento no pensamos que tu colaboración iba a sernos muy útil, pero ahora resulta que probablemente nos serás indispensable. Ya conoces el proyecto en líneas generales: se trata de desembarcar en la superficie de un sol muerto donde os habréis trasladado a bordo de un ksill especial: allí colocaréis un pesado aparato cuya finalidad es la de reanimar las reacciones nucleares. Si hemos de ser sinceros, deberemos reconocer que, probablemente, iremos más allí de lo que nos habíamos propuesto, ya que, no sólo encenderemos los soles, sino que provocaremos una explosión que destruirá los planetas que giran a su alrededor y a los Misliks que los habitan. ¡Qué le vamos a hacer! ¡Peor para ellos! «El problema que se nos plantea es el siguiente: en la superficie de los soles, vais a estar sometidos a una fuerza de gravedad diez veces superior a la de Ela que vendrá compensada, en parte, por el dispositivo antigravitatorio de que va provisto el ksill. Ahora bien, este dispositivo consume una fantástica cantidad de energía y por ello sólo puede funcionar durante medio basike. Este es el tiempo de que dispondréis para realizar vuestra misión; el menor retraso, significaría la muerte por aplastamiento. Además, una parte muy importante del detonador que forma un bloque indivisible no puede ser previamente montada en el conjunto y, a pesar de todos nuestros esfuerzos para aligerarla, su peso es tan extraordinario que ningún Hiss o Sinzu podría moverla en las condiciones en que os hallaréis. — Tal vez los robots… — insinué. Azzlem hizo una mueca de impaciencia. — Ya pensamos en ello, pero tú sabes que los autómatas no pueden funcionar en los campos anti-gravitatorios. Sólo tu fuerza física puede salvar este escollo. ¿Aceptas? — No puedo negarme — respondí. — Bien. Vamos, pues, a situarte en un campo de gravitación artificial para ver si eres capaz de mover esta pieza y comprobar también el límite a que llegan tus posibilidades de acción. Recuerda que el tiempo de que dispondrás es exiguo. La rapidez es esencial. ¡Vamos! Por primera vez puse los pies en el laboratorio de Física. Me proporcionaron una escafandra especial, reforzada con una armazón metálica con articulaciones en las rodillas, codos y cintura. Me colocaron sobre una plataforma en la que yacía una complicada pieza metálica. Me agaché y la levanté sin esfuerzo. Sabía que aquella acción habría sido casi imposible para un Hiss. Assza se dirigió a un reóstato. — ¡Atención! ¡Gravedad dos! — gritó. Me sentí más pesado y tuve mayor dificultad en levantar la pieza. Assza fue aumentando paulatinamente la intensidad de la gravedad. Sentí como si mis brazos se volvieran de plomo, la circulación se me hizo más difícil, la sangre era como empujada hacia mis pies. Después vino el «velo negro» tan familiar a nuestros aviadores supersónicos; pero momentos antes de producirse, ya no pude mover la pieza de metal. Assza llevó gradualmente la gravedad a la unidad. — Va a ser muy justo — dijo —. Y en algunos soles hasta imposible. Tendremos que intentar algún procedimiento automático. De todas maneras, siempre nos cabe el recurso de probaren alguna estrella de escasa magnitud. A la mañana siguiente, Souilik se llevó el gran ksill a la isla de Aniasz, donde debía ser terminado. No oí hablar de él ni del proyecto durante más de un mes, hasta que un día Assza vino al laboratorio y me comunicó que todo estaba ya listo y que al día siguiente saldríamos para dirigirnos a una estrella de la galaxia maldita que yo ya había visitado. Aquella noche no nos fuimos a casa sino que nos quedamos en la Casa de los Extranjeros. Al ponerse lalthar, llegó el ksill gigante con Souilik, Essine, Assza, Beichit y Sefer, Akeion y Beranthon, el gran físico Sinzu, en una palabra, se reunió todo el Estado mayor del «Swinss» — palabra que significa Aniquilador —. Después tuvo lugar una especie de banquete en el que no hubo discursos. Ulna y yo nos retiramos pronto y fuimos a dar un paseo por la playa. Hacía una temperatura muy agradable y el firmamento había revestido sus mejores galas. Nos sentamos en la arena. Permanecimos largo tiempo en silencio. ¿Qué podíamos decir? El drama que se avecinaba era demasiado grande para que las inquietudes de cada uno de nosotros pudieran tener importancia. Yo mismo ya no podía volverme atrás y ni siquiera me había pasado por la cabeza hacerlo a pesar del miedo que me embargaba. Bordeando la orilla del mar, por nuestra izquierda, apareció una pareja. Sus esbeltas siluetas me indicaron que se trataba de dos Hiss. Cuando estuvieron más cerca pude reconocer a Souilik y Essine. Iba a llamarles, pero Ulna me detuvo diciendo: — Déjales, también ellos quieren despedirse. Me callé. Pasaron cerca de donde nosotros estamos sin vernos. Momentos más tarde volvieron acompañados de otra pareja; se trataba de Beichit y Sefer. Esta vez les llamé y vinieron a sentarse a nuestro lado. Dirigiéndome a Souilik, pregunté: — ¿Cuantas probabilidades crees que tenemos de regresar? — Con toda seguridad, no encontraremos Misliks en los soles muertos. El peligro no puede venir, pues de ahí, pero el tiempo de que dispondremos para colocar el kilsim será muy corto. Es posible que todo dependa de tu fuerza. Si yo hubiera tenido que decidir, probablemente habría esperado a que pudiéramos fabricar autómatas con posibilidad de funcionar en los campos antigravitatorios. Claro que, por otra parte, la construcción de un kilsim consume tal cantidad de energía que es lógico que hayan querido comprobar si realmente tenían eficacia. — Desde luego, lo conseguiréis — dijo Beichit indignada. — Beichit forma parte del equipo que lo ha construido — replicó Souilik con ironía —. Es, pues, normal que tenga plena confianza en su artefacto Yo, por mi parte, no estaré tranquilo hasta que hayamos terminado. Lo malo es que, pase lo que pase, el aparato ese funcionará. A nosotros no nos queda alternativa: o triunfamos o… desaparecemos. — ¿Cómo dices? — pregunté. — Claro. El kilsim es un artefacto experimental… y peligroso. Para colocar la última pieza dispondrás exactamente de un minuto. Si lo logras, la explosión se producirá al cabo de un basike. Si fracasas, se producirá dos minutos después. Supongo que no es necesario que te diga que en este caso no tendremos tiempo material para alejarnos. Pero, no te preocupes; lo conseguirás, pues en este último minuto daré la máxima intensidad al campo antigravitatorio. El silencio cayó sobre nosotros hasta que Ulna empezó a cantar el himno de los Conquistadores del Espacio. Al llegar a la estrofa que habla de «aquellos que fueron alcanzados por la muerte en mundos desconocidos», un sollozo interrumpió su canto, pero se rehizo y continuó. Después Beichit, con voz grave y pura, interpretó un antiguo cántico de su planeta, lleno de un encanto especial. Después me tocó el turno a mi y me pidieron insistentemente alguna canción de la Tierra. No encontré nada más adecuado que una vieja canción de guerra francesa. Sefers, que hasta aquel momento no había pronunciado una sola palabra, dijo entonces: — Amigos, pase lo que pase, los planetas humanos tendrán motivos de estar orgullosos de nosotros. Aunque fracasemos, otros vendrán después con más suerte que nosotros. Pero siempre nos cabrá el honor de haber sido los primeros. Salimos con el alba. Essine, Beichit y Ulna nos acompañaron hasta el embarcadero. La primera parte del viaje no tuvo historia. El paso en el ahun fue un poco más movido que de costumbre, debido probablemente al gran tamaño del ksill. Emergimos en la galaxia maldita, pero Souilik no pudo concretarme si estábamos lejos o cerca del célebre planeta Siphan, donde pasé aquel angustioso mes. El sistema solar que Íbamos a destruir parecía integrado por unos doce planetas, aunque, como comprenderás, no es más que aproximado. Yo estaba con Beranthon, Aketon, Sefer y Souilik en el puesto de mando, el seall. Este, además de los mandos, instrumentos y cuadrantes habituales que yo ya iba conociendo, contenía una serie de nuevos aparatos que correspondían al dispositivo especial de que iba equipado. — Tardaremos todavía unos cuantos basikes en llegar al sol muerto, — dijo Souilik dirigiéndose a mi —. No estaría de más que repasaras con Beranthon los movimientos que tendrás que realizar. Seguí al físico. La dotación del «Swinss» constaba de veinticinco Hiss y veinticinco Sinzúes solamente. Casi todo el interior del ksill estaba ocupado por una pieza circular de grandes dimensiones, cuyo piso estaba dividido en dos partes: un círculo centra] en el que estaba situada una máquina fea y maciza de unos tres metros de altura, unos treinta de ancho y de forma ovalada. Estaba inacabada y, a su lado, en el suelo, estaban las piezas que debían completarla; alrededor de este circulo central, a lo largo de la corona, estaban situados los generadores del campo antigravitatorio, bajo cuya acción teníamos que desarrollar nuestro trabajo. — En cuanto hayamos aterrizado — dijo Ba-ranthon —, el círculo central que soporta el kilsim se separará. Antes, habremos puesto en marcha los campos antigravitatorios que para contrarrestar el campo del sol muerto, consumirán tal cantidad de energía que, como máximo, sólo podremos mantenerlos durante medio basike, a contar desde el momento del aterrizaje. Tendrás, pues, que apresurarte. Cuando el kilsim esté listo saldremos inmediatamente y pasando en el ahun, nos alejaremos lo suficiente para poder observar la explosión sin peligro. Repite ahora los gestos que tendrás que realizar: son muy sencillos. Tomas la pieza, la introduces en este orificio dándole un cuarto de vuelta, aprietas un poco y giras nuevamente en sentido inverso. Eso es todo. Pero, cuidado, cuando yo te dé la señal no te demores un solo segundo, va en ello la vida de todos! Pruébalo ahora; no hay peligro alguno, pues el kilsim no está cargado. Estábamos en el espacio, lejos de cualquier campo de gravitación intenso y por lo tanto fue cosa muy fácil. Repetí el movimiento hasta que pude hacerlo con los ojos cerrados. — Después la pieza pesará bastante más. Recuérdalo. Antes de dejar el kilsim a punto, probarás nuevamente. — No — dije —. Creo que ya es suficiente. Prefiero no fatigarme. Volvimos al seall. Habíamos pasado ya la zona de los grandes planetas y nos acercábamos a los planetas inferiores. Cuando hubimos dejado atrás al último de éstos, Souilik conectó los campos antigravitatorios intensos y dio la señal de atención. Nos pusimos las escafandras. Beranthon y Souilik se enfrascaron en una serie de delicadas maniobras, ya que no es lo mismo aterrizar sobre un sol muerto que sobre un planeta cualquiera. Por un momento parecieron preocupados, pues el consumo de energía superó el previsto, pero en seguida se normalizó la situación. Sin embargo, al llegar a unos diez mil kilómetros de nuestra meta el consumo aumentó nuevamente, de tal manera, que hubo que tomar una seria decisión: continuar, limitando la estancia en el sol muerto a un tercio de basike en lutmr del medio basike previsto, o volvernos atrás. La decisión unánime de todos, mandos y tripulación, fue la de continuar. Beranthon, para ganar tiempo, ordenó que se empezara inmediatamente el montaje del kilsim, tomando naturalmente las máximas precauciones. Exceptuando a Souilik que permaneció en su puesto de mando, todos nos dirigimos a la gran sala. Los generadores antigravitatorios zumbaban, los equipos de montaje se afanaban alrededor del artefacto. A pesar del potente campo interno, la gravitación ya se hacia sentir con fuerza, y los indicadores ya señalaban casi la graduación 2. Poco después, ésta ya quedó superada y nuestros movimientos se hicieron tornes y pesados. Beranthon me ordenó que me tendiera en una camilla para conservar todas mis fuerzas. Sentí un leve choque. El ksill recorrió unos metros y se inmovilizó. Entonces, lentamente, la plataforma central se separó dejándonos en la superficie del sol muerto. El ksill, con su corona, se elevó a unos tres metros. Disponíamos de un tercio de basike. o sea treinta minutos elienses, para hacer nuestro trabajo. En mi casco, oí la voz de Soulik que contaba: veintinueve, veintiocho, veintisiete… ¿Pero qué era lo que estaban haciendo los equipos de montaje? Me pareció que ni siquiera se habían movido. Volviendo con dificultad la cabeza, les vi moverse al ralenti como hundidos en el interior de sus escafandras. Beranthon, a grandes voces, les iba guiando. — Veinticinco… veinticuatro… veintitrés… La mayor parte de las piezas yacían todavía en el suelo. ¡Qué idiotas habíamos sido todos, yo, los Hiss, los Siiizúes, los Hr'ben, todos! ¡Cierto que los autómatas no podían funcionar en los campos anti-gravitatorios, pero una grúa, una simple grúa, habría servido! ¡Ah, pero la civilización de estos señores de la ciencia había olvidado ya esas primitivas máquinas! — Veinte…, diecinueve…, dieciocho… Los campos antigravitatorios no eran absolutamente constantes y sentía como un balanceo, hundiéndome más o menos en mi camilla. — Quince…, catorce…, trece… Las últimas piezas iban siendo colocadas en el conjunto. Beranthon gritó: — ¡Atención! ¡Cuando te haga la señal, será tu turno! Dispondrás exactamente de un minuto terrestre. ¡Prepárate — Doce…, once…, diez… — Cuando baje el brazo, empezará tu minuto. ¡Ven! Me levanté y me arrastré como pude hasta la pieza. Me pareció monstruosamente grande. ¡En esas condiciones jamás podría levantarla! — ¡Beranthon! ¡Para! ¡No podré! — Nueve… — Ocho… — ¡Demasiado tarde!… ¡Ya! Bajó el brazo. Me incliné, agarré la pieza con voluntad feroz. La suerte estaba echada, aquella máquina infernal ya estaba en marcha. Lo que yo tenía en la mano era nuestra última esperanza de salvación: el moderador, que nos daría tiempo para escapar de la terrible explosión. Lo levanté. Beranthon, que tenía mi reloj terrestre, me iba cantando los segundos. — 55… Di un paso, logré introducir el extremo de la pieza en el orificio. — 50… No, era demasiado pesado. ¿Tenía que girar a la derecha o a la izquierda? El sudor mojaba mi cara, velaba mis ojos. — 40… Y aquel imbécil de Souilik que había prometido dar toda la intensidad a los campos antigravitatorios ¿qué hacía? — 35… A mi alrededor los equipos de montaje huían lentamente, aplastados por la gravedad. Hice un esfuerzo sobrehumano y conseguí llevar el otro extremo de la pieza a la altura necesaria. Me pareció que el monstruo vibraba. ¿Y si los Hiss se habían equivocado? ¿Estallaría ahora? — 30… Presa del pánico, di la vuelta a la pieza en el sentido equivocado. — ¡En dirección contraria! ¡en dirección contraria! — rugió Beranthon. — 25… De repente, tuve la sensación de que la pieza se aligeraba. Pude hacerla girar, apretarla. Sólo tenía que volverla a girar. Pero, ¿en qué sentido? En sentido inverso, naturalmente, pero, ¿en qué sentido la había girado la primera vez? Con el cerebro completamente embotado, permanecí inmóvil por espacio de un segundo, o más. — 20… — ¡Eso es, muy bien! La pieza giró sola. Maquinalmente, Beranthon intentó secar el sudor de su frente. — 10 — dijo. — Siete — respondió la voz de Souilik —. ¡Atención, bajo a buscaros! El ksill nos cubrió. Dirigí una última mirada sobre la superficie de aquel sol que iba a desaparecer. Con toda la rapidez de que fuimos capaces nos subimos a la corona. El ksill despegó, abandonando el disco central sobre el que se levantaba la masa sombría del kilsim. La gravitación seguía siendo muy fuerte, así que esperamos al pie de la escalerilla que conducía al seall. Cuando empezó a disminuir, iniciamos la ascensión. A mitad de camino me sentí súbitamente ligero como una pluma: acabábamos de entraren el ahun. CAPÍTULO CUARTO — UNA CHISPA EN LA OSCURIDAD Al llegar al seali, pregunté a Souilik: — ¿Dónde estamos añora? — En algún lugar del Espacio, lo bastante alejados para que nada pueda ocurrimos, supongo. Estamos esperando la explosión. — Entonces tendremos que esperar un basike, no? Algo más, pues aunque se producirá dentro de un basike, nosotros no la veremos Hasta dentro de cuatro o cinco basikes. Eso depende de la distancia a que nos hallemos de la estrella, distancia que, desde luego, no conozco con exactitud. No olvides que la propagación de la luz no es instantánea. Beranthon y Seler estaban preparando los aparatos registradores. Esperamos. Solo se oía el débil zumbido de los motores auxiliares y el silbido producido por el purificador de aire. Cansado, me senté en una de las confortables butacas y me quedé dormido. Me despertó un fantástico rugido. Abrí los ojos, todas las luces estaban apagadas, pero una luz refulgente que procedía de la pantana, dibujaba con duros contrastes las siluetas del Hr'ben, del Sinzú y de Souilik. Este, protegiendo sus ojos con el brazo, manipulaba una palanca. La luz decreció y pude ver aquel espectáculo de pesadilla, que, en parte, era obra mía: ¡la resurrección de un sol! En el cielo negro, una mancha de luz cegadora, a pesar de los filtros, se iba agrandando por momentos. De ella surgieron tres lenguas de fuego violeta que semejando tres inmensos dedos se extendieron en direcciones distintas. El espectáculo era grandioso. — ¿Por qué no me habéis despertado? — grité. — Nos ha pillado de sorpresa — contestó Souilik —. La explosión se ha producido antes de lo que esperábamos, lo cual significa que estamos más cerca de la que creíamos — demasiado cerca incluso —. Mira el detector de radiaciones. En efecto, la aguja se estaba acercando a la línea verde: peligro. Beranthon y Seler vigilaban impasiblemente los registros. — ¡Atención, nos vamos! Sentí el balanceo típico del paso del ahun. La pantalla se oscureció. Inmediatamente después sentí de nuevo el balanceo, pero la pantalla siguió obscura. — ¿Dónde estamos? Nadie contestaba. — Souilik, ¿dónde estamos? — ¿Dónde quieres que estemos? ¡En el Espacio, hombre! — Pero, ¿y el sol? ¿Se ha vuelto a apagar? Mis tres compañeros soltaron unánimemente una carcajada. — No seas ingenuo. Sencillamente, hemos ido más aprisa que la luz y ésta todavía no nos ha alcanzado. Presta atención, vas a ver el principio de la explosión. Aguardamos en vano durante dos basikes. De repente, en la oscuridad del espacio brilló un chispazo. — La explosión del kilsim — dijo Beranthon. Durante unos segundos no se vio más que aquel chispazo verde que se iba repitiendo. Luego, cegadora, estalló la luz. Al principio, como estábamos bástante más lejos que antes, su diámetro me pareció insignificante. Volví a ver aquellos gigantescos dedos de fuego, gases llevados a temperaturas incalculables, que crecieron y se unieron formando una corona donde palpitaron por un momento todos los colores del espectro. Cuando parecía que iba a apagarse, volvía a estallar y a cada nueva explosión el diámetro de la mancha se hacía mayor. Vista de donde nos hallábamos, tenía ya el doble del diámetro aparente de nuestro sol. — Ya no debe quedar ni rastro de Misliks — dijo Beranlhon —. Ni siquiera de sus planetas. Souilik reguló la pantalla de forma que agrandara la imagen. La totalidad de la superficie del aparato quedó invadida por un mar hirviente de fuego. El diámetro de la estrella superaba ahora el de su antiguo sistema solar, y todos los mundos que ella había iluminado se revolvían en su seno, con sus montañas, sus océanos, sus posibles ruinas humanas y… ¡sus Misliks! — ¡Dios! ¡Luz del Cielo! eso es demasiado, demasiado poder en manos de tus criaturas — dijo un joven Hiss que acababa de entrar. Souilik se volvió como si le hubiera mordido una serpiente. — ¿Qué es lo que estás diciendo? ¿Acaso preferirías ver a lalthar apagado por los Misliks? El joven Hiss no respondió. Esta fue la única vez que oí a un Hiss dudar de la Gran Promesa. Y por alguna ironía de la vida, fue precisamente Souilik, uno de los pocos agnósticos de Ela, quien le hizo callar. Ya poco quedaba por ver. Iniciamos el viaje de regreso. Cuando Ela estuvo a la vista, Souilik radiotelegrafió la noticia. Así, aun antes de alcanzar la atmósfera, fuimos recibidos por un enjambre triunfal de ksills y por el Tsalan. Al llegar al embarcadero, el Consejo de los Sabios, en su pleno, nos esperaba. Y, en el extremo del dique, tres siluetas femeninas agitaban el brazo: Ulna, Essine y Beichit. La playa, las terrazas, las laderas de las montañas estaban materialmente cubiertas por una multitud de Hiss. Cuando hicimos aparición sobre el caparazón del Sivinss, miles y miles de gargantas entonaron el himno que ya había oído en la sala del Consejo de los Mundos, en el planeta Ressan. Esta vez sí me emocioné. Era el canto de libertad de cientos de humanidades que habían escapado a la amenaza de la Gran Noche, y para las que se abría un futuro sin límites. Penetramos en la Sala del Consejo bajo los efectos del cansancio y de la emoción. Souilik empezó a dar su parte, pero Azzlem le interrumpió: — No — dijo —, deja para mañana el informe con los detalles técnicos. Ahora sólo queremos saber cómo os ha ido. Cada uno de nosotros contó sus impresiones. Emocionado como estaba supe encontrar las palabras adecuadas para hacer participar a todos de los terribles momentos de angustia pasados allí, en la superficie del sol muerto, cuando con el moderador en la mano los segundos corrían despiadadamente. Sugerí la conveniencia de instalar una grúa en la corona del Swinss por las enormes ventajas y facilidades que proporcionaría, y fui escuchado como jamás lo había sido en mi vida. Después vino la marcha con Ulna a mi casa. Pasé allí ocho días deliciosos, de puro descanso y recuperación. Recibí la visita de Souilik y Essine y Beichit y Sefer. Muchos fueron los que vinieron a verme, vecinos y otros Hiss que jamás había visto, y tuve que contar innumerables veces los detalles de nuestra aventura. El octavo día, al anochecer, un reob con los colores del Consejo aterrizó ante mi casa. Assza bajó de él y sonriendo, me dijo sencillamente: — Clair, ¡el segundo kilsim ya está a punto! Entonces empezó para mí la parte más fantástica de mi vida. El plan de los Hiss era crear una gran mancha de luz en el centro de la galaxia maldita, torpedeando sistemáticamente todos los soles muertos cercanos al que ya habíamos reanimado. Dentro de este plan, tomé parte en diez expediciones más sin incidentes dignos de mención. La pieza móvil era levantada ahora por una grúa y mi papel quedaba reducido a guiarla. Todos mis compañeros se habían puesto tácitamente de acuerdo y me cedían este honor, y digo honor porque en realidad, con la ayuda de la grúa, cualquier mujer habría podido hacerlo. Y así fue; pronto hasta las mujeres empezaron a participar en estas expediciones. En Marte, las fábricas trabajaban a marchas forzadas, construyendo otros ksills gigantes. En la cuarta expedición ya fuimos tres. En la décima siete, y siete soles resucitaron simultáneamente. En la undécima, diez fueron los ksills que partieron, pero sólo regresaron cinco. Nunca olvidaré ese día. Acabábamos de torpedear un enorme sol y a pesar de los campos antigravitatorios intensos, habíamos tenido grandes dificultades. Un Hiss de la tripulación se había acercado peligrosamente al borde del círculo y, perdiendo pie, habíase caído sobre la superficie del sol, donde pereció aplastado por su propio peso, sin que pudiéramos socorrerle. Errábamos por el espacio esperando la explosión. Yo estaba en el seall con Souilik, Ulna y Essine; ésta estaba apenada pues el Hiss muerto, cuyo cuerpo había quedado sobre el sol que estaba a punto de estallar, era un familiar suyo. Reinaba, pues, un silencio absoluto, sólo interrumpido por la monótona letanía del encargado de los registradores de radiaciones: — …sekán, snik. Tsénnn, snik. Ofan snik… De pronto, le vimos erguirse mirando atónico el registrador: — ¡Tsénan Mislik: sen tsi, serón, stell, sidon!… El registrador de la radiación mislik había saltado de cero a cinco. ¡Para los Hiss era peligrosa en el siete y para los Hr'ben en el seis! Había, pues, Misliks en las cercanías, en pleno espacio y lejos de cualquier planeta. Esto en sí, constituía una novedad y una gran amenaza. Por esta vez no tuvo consecuencias, al menos para nosotros. La radiación decreció rápidamente y minutos más tarde nos alcanzó la onda luminosa. El kilsim había funcionado una vez más y podíamos regresar a nuestra base. Nos dirigimos al planeta de los Kaíens, nuestro cuartel general. El ksill gigante de Akeion ya había llegado. Esperamos un poco. Dos nuevos ksills llegaron sin novedad y sus comandantes dieron el parte; todo había transcurrido con absoluta normalidad. La lucha seguía, pues, su curso; cincuenta soles habían sido ya reanimados pero — como muy bien hizo observar Beichit — dado el incalculable número de estrellas muertas que había en las galaxias malditas, esto no era más que una chispa en la oscuridad. Pasaron las horas. La noche de Sswft cayó sobre nosotros sin que hubiéramos tenido noticias de los ksills que faltaban. No había motivo de inquietud puesto que la hora límite prevista para el regreso no había llegado todavía y por esta razón cenamos tranquilamente y nos fuimos a dormir. A la mañana siguiente nuestros cuatro ksills seguían siendo los únicos que había sobre el terreno. A media mañana Assza llegó en un pequeño ksill, procedente de Ela. Su visita nos distrajo un poco pero, al llegar la noche sin que se consiguieran noticias de nuestros aparatos, la inquietud empezó a atormentarnos. Souilik, Assza y yo decidimos Souilik le relevó. Nos instalamos en el penúltimo piso de la torrt de control donde los Hiss habían organizado un puesto de observación. Assza se sentó ante la emisora e intento» entrar en contacto con alguno de los ksills. No obtuvo respuesta alguna. A medianoche Souilik le relevó. Yo me estaba adormeciendo, cómodamente instalado en un diván, cuando, de repente, en la pantalla de visión, apareció el semblante lívido dr.Brissan, comandante del ksill n.° 8. Pronunció algunas palabras ininteligibles, y la pantalla se apagó de nuevo. — ¿Que es lo que ocurre, Souilik? — pregunté. — No lo sé, pero desde luego, nada bueno. — Venid — dijo Assza interrumpiéndonos, Subimos al piso superior donde el Kaíen de servicio orientó, a petición de Assza, el detector espacial. Este detector es una especie de radar que funciona a base de las ondas sness. En la pantalla apareció un punto que se desplazaba a gran velocidad. — Es el 8 — dijo Souilik —. Dentro de pocos minutos estará aquí. Ya debe haber entrado en la atmósfera. Volvimos a nuestro puesto de observación. Apenas llegados, vimos aparecer el ksill que, en lugar de bajar verticalmente, picó siguiendo una línea oblicua. Con cara que revelaba una gran tensión, Souilik miraba aquella maniobra. — ¿Qué estará pensando Brissan? Está loco o cree que está pilotando un reob? ¡Frena! ¡frena! ¡Ayyy! El enorme aparato acababa de llegar al suelo a una velocidad de más de 1000 Km/h. Surcó la tierra, dio varios tumbos, rozó el ksill de Akeion y, pasando entre el 1 y el 3, fue a estrellarse contra un aparato Kaien. De nuestros ksills salieron los Hiss y los Sinzúes y me encontré corriendo al lado de Essine, Ulna y Beichit. Los equipos de socorro de los Kaiens acudieron también a toda velocidad. Al lado de la astronave incendiada yacía lo que quedaba del ksill n.° 8. Su puerta de salida estaba abierta pero nadie apareció en ella. Nos internamos en el pasillo cuyas paredes se habían derrumbado y sorteando varios cadáveres de Hiss y Sinzúes, llegamos hasta el seall. En su interior aún brillaba la luz; de los siete ocupantes, seis habían muerto ya, Brissan era el único que respiraba todavía. Reconoció a Souilik y a Assza y murmuró: — ¡Cuidado, los Misliks han empezado la contraofensiva! — , y murió inmediatamente después. Souilik buscó el diario de a bordo entre los restos de lo que había sido el puesto de mando, hasta que lo encontró. Abandonamos el lugar dejando el campo libre a la tripulación del 3 que inició metódicamente la tarea de salvamento de los sobrevivientes. Sólo encontramos a uno, una joven Kren que tenía los cuatro miembros fracturados. Fue llevada inmediatamente al hospital de la base. En resumen, esto fue lo que nos dijo el diario de a bordo: Todo había empezado normalmente. El kilsim fue depositado sin novedad sobre la superficie de una estrella muerta y el ksill se había alejado prudentemente esperando la explosión. Pero ésta no se produjo. Brissan esperó todavía un tiempo cinco veces mayor que el lógico. No había que pensar en volver a la estrella para comprobar lo ocurrido y, cuando Brissan iba a dar la orden de regresar a la base, el ksill se encontró rodeado de Misliks. Cuando los rayos térmicos, que entraron m funciones inmediatamente, alejaron el peligro, tres Hiss habían sido va alcanzados mortalmente. Entonces Brissan, de acuerdo con su estado mayor había cometido la imprudencia. En vez de dirigirse inmediatamente a su base, se acercó al último planeta de aquel sistema repleto de Misliks. Pudo ver que éstos habían erigido unas torres, de un tipo más complicado que las que ya conocíamos. El kilsim seguía inactivo y Brissan dedujo que los Misliks habían encontrado el medio de anular su funcionamiento. Esto demostraba que habían sido advertidos sobre su poder y que, por tanto, los Misliks disponían — Dios sabe por qué procedimientos — de sistemas de comunicación ultrarrápidos entre los diversos sistemas solares. Brissan pensó en regresar y se lanzó al Espacio para tomar velocidad y penetrar en el ahun. En aquel momento, empezaron a llover sobre su caparazón bloques de metal procedentes de Misliks muertos, que lograron perforarlo, ya que el casco de esos ksills no era ni mucho menos tan espeso como el del Ulna-ten-sülon. Aunque seriamente averiado, pudo entrar en el ahun. Las últimas palabras escritas en el diario eran: «Estamos llegando a la base, pero la velocidad es excesiva». Estuvimos esperando en vano la llegada de los demás ksills. De los trescientos miembros de las seis tripulaciones, sólo uno sobrevivió, Barassa, la joven Kren, que más tarde nos confirmó la versión dada por el diario de a bordo. Volvimos a Ela. Allí, el Consejo de los Mundos — del que yo formaba ya parte, no como hombre de la Tierra, sino como Hiss —, estudió durante dos meses la nueva situación que se había creado. La conclusión a que se llegó fue la siguiente: a partir de entonces las incursiones las realizarían los ksills gigantes con una escolta de gran número de pequeños ksills del tipo del Ulna-ten-sülon que se ocuparían en destruir las torres Misliks de los planetas, mientras el ksill gigante colocaba el kilsim en la estrella muerta. Pero, para conseguir esto sin que las pérdidas en vidas Hiss fueran excesivas, las tripulaciones de los pequeños ksills debían estar integradas exclusivamente por Sinzúes o… ¡hombres de la Tierra! EPÍLOGO «Y llego ya al final de mi relato. Tomé parte en dos expediciones más. La primera contra el sistema solar que había sido escenario de la aventura del n.° 8. Esta vez, el kilsim depositado por el ksill gigante, al mando de Souilik, funcionó gracias a que un centenar de pequeños ksills habían atacado simultáneamente los planetas destruyendo las fortalezas con bombas infranucleares. Y yo era su comandante, a bordo de mi viejo Ulna-ten-sillon. «A mi regreso de la segunda expedición fui llamado por el Consejo de los Sabios, que me hizo esta sorprendente proposición: «En la fase en que se halla actualmente nuestra civilización, no existe posibilidad alguna de que los Hiss intenten iniciar un contacto oficial con la Tierra. En otras ocasiones ya hablan querido imponer la paz en planetas donde la guerra seguía haciendo estragos y siempre habían acabado indisponiéndose con las poblaciones de estos planetas y habían tenido que recurrir ellos mismos a la guerra. Esta era la única razón de la Ley de Exclusión. Así, pues, su proposición era que regresara a la Tierra y buscara voluntarios para emigrar al planeta virgen Sefan-Theseon, que se halla situado a nueve años-luz de Ela. Una vez allí podríamos multiplicarnos hasta alcanzar el número que nos permitiera participar eficazmente en la lucha. El factor tiempo tenía poca importancia, ya que era una lucha de siglos la que se habían entablado. «Fui con Souilik y Ulna a ver ese planeta. Es algo mayor que la Tierra, pero sin que la gravedad sea sensiblemente más fuerte, está poblado por diversas especies animales, ninguna de las cuales es demasiado peligrosa. La vegetación es verde como aquí, el clima es suave y agradable, tiene dos lunas, montañas, mares, etc. Acepté la proposición que se me hacía y aquí me tienes. «Ahora, ya en mi casa natal, casi me siento forastero a todo eso. Estoy por creer que Souilik tenía razón cuando bromeando me decía que yo era más Hiss que los mismos Hiss. «Un ksill me dejó una noche en el claro de Magnou, hace seis meses. Salí inmediatamente de viaje por el extranjero y regresé a los dos meses para recibir a Ulna a quien hice pasar por una finlandesa conocida durante mi viaje. Hasta el momento he hablado con varias personas de distintas nacionalidades. Muchos han aceptado y están dispuestos a venir. — Pero — dije yo —, no has estado hablando de una estancia en Ela de unos tres años, y antes has dicho que tu marcha tuvo lugar este último mes de octubre. ¿Cómo compaginar esto? — Pues sencillamente. Para los terrestres no he estado ausente más de dos días. Desde luego, fue un quebradero de cabeza bastante considerable solucionar el viaje de vuelta cuando les dije que convenía a mis planes que mi ausencia de la Tierra no hubiera durado más que unos pocos días. El paso en el ahun permite, según cómo, con la ayuda de un enorme consumo de energía, trasladarse en el Tiempo con ciertos límites. No sé exactamente cómo lo hicieron. Lo que sí sé es que he vivido tres años en Ela, que tengo ahora tres años más que tú cuando antes sólo nos llevábamos un mes, que salí de aquí un 5 de octubre y que el 8 del mismo mes ya estaba de vuelta. Pero si vienes, los Sabios te lo explicarán. — ¿Qué? ¿Me estás proponiendo que vaya con vosotros? — ¿Por qué no? Ahora estás solo en el mundo y un físico joven y entusiasta como tú… — Tendría que aprender muchas cosas — dije con cierta amargura. — Aprenderás con mucha facilidad con los métodos semihipnóticos de los Hiss. ¡Piénsalo bien! i El universo está al alcance de tu mano! Clair se calló. No se oyó más que el tic-tac del viejo reloj de pared. Yo estaba aturdido por lo que acababa de oír. Este relato fantástico y las sorprendentes posibilidades que se abrían ante mi. Clair reanudó su monólogo: — Esto es todo. No sé con exactitud dónde he estado, lo que si es un hecho, es que los Hiss viven en el mismo universo que nosotros. Y los Misliks también. Esta es la amenaza que pesa sobre todos nosotros igual que sobre ellos. «Aparte de las fotos que puedo enseñarte, sólo tengo una prueba definitiva de cuanto te he contado, y aquí está: Ulna, hija de Andrómeda, nacida a ochocientos mil años-luz de aquí, en el planeta Arbor de la estrella Apber, el único planeta conocido, además de la Tierra, cuyos habitantes tengan sangre roja y resistan sin daño el mortal rayo de los Misliks. «aquellos-que-apagan-las-estrellas». «Me marché hace seis meses, a los tres días ya estaba de vuelta y, sin embargo, he vivido tres años en Ela, he visitado una galaxia maldita, he luchado con los Misliks, he torpedeado soles muertos y, en Ressan, he conocido a los representantes de todas las humanidades en la Liga de Tierras Humanas. Si no fuera por la presencia de Ulna, yo mismo creería que todo eso es un sueño o una alucinación y me sometería a los cuidados de algún psiquiatra ¡Ah, no! ahora me olvidaba, está también el hassrn, que antes estabas mirando en mi laboratorio — no lo niegues porque nunca has sabido mentir —. Pero ese aparato no lo dejaré en la Tierra. Sí, ya sé que con él libraríamos a la humanidad de la mayor parte de las enfermedades que la aquejan. Recientemente lo utilicé para curar a la hermana de nuestro amigo Lepeyre que padecía de un cáncer mortal, pero bastaría que el secreto cayera en manos de políticos o militares malintencionados para convertirlo en la más espantosa máquina de guerra: los rayos abióticos diferenciales. No, decididamente no puedo dejarlo. Tal vez más adelante… Clair quedó un momento pensativo y después, sonrió socarronamente y dijo: — Me pregunto qué van a pensar los gobiernos cuando se den cuenta de esas desapariciones entre los mejores elementos de sus respectivos pueblos. Sin duda acusarán una vez más a los rusos. Aunque a decir verdad, también ellos notarán desapariciones, ya que no hay razón alguna para excluirlos de Nova Terra. «Bueno, son las tres de la madrugada y hay que ir a dormir. Piénsalo. — Es que mañana por la noche tengo que estar en París, — dije. — No importa. La respuesta no es tan urgente. Estaré todavía unos meses en la Tierra, y además, pienso volver de vez en cuando. ¡Ah! un dalo divertido: Devolví el bloque de tungsteno que me prestaron. ¡Poco se piensa mi antiguo cliente que el mineral que guarda ahora en su cajón es el producto de un laboratorio de Ressan! No sé cómo pude dormirme aquella noche. Por la mañana, Clair y su mujer me esperaban en el comedor. Todo lo que había oído la noche anterior me parecía un lejano sueño, increíble a la luz del día. Tuve que mirar la mano de Ulna y pensar en lo que llevaba grabado en el magnetófono para convencerme de lo contrario. Al despedirnos, Ulna me entregó un paquetito y Clair dijo: — Ulna te da esto para la mujer que elijas en el caso de que no te decidas a venir con nosotros. Es un regalo de Arbor a la Tierra. Escríbeme cuando te hayas decidido. — De acuerdo, — respondí —. Pero ten en cuenta que he de meditarlo un poco. Además, necesito oír tu relato un par de veces más. Me fui. Unos kilómetros más allá paré el coche y abrí el paquete. Contenía una sortija de un metal blanco, con un magnífico diamante azul tallado en forma de estrella de seis puntas. A la mañana siguiente ya había reanudado mi rutinaria actividad diaria. Cada noche, conectaba mi magnetófono y escuchaba el relato de Clair hasta que me lo aprendí de memoria. Lo he transcrito sobre este cuaderno. También enseñé el anillo a un famoso joyero. Su dictamen fue categórico: jamás, hasta aquel momento, había visto o había oído hablar de un brillante tallado en forma de estrella. En cuanto al metal, era platino del más puro. He hecho la tontería de prestar este cuaderno a Irene M…, la bella especialista en neutrones. Me lo ha devuelto dos días después aconsejándome que abandonara la Física y me dedicara a escribir novelas futuristas. «¿Si fuera cierto, querrías venir? — le pregunté. — Por qué no — me contestó». Entonces le hice oír el relato y le enseñé la sortija. Ya está decidido: me voy. Se lo he escrito a Clair y voy a ver si convenzo a Irene. Este manuscrito sorprendente ha sido hallado en la casa de M. F. Borie. Como recordarán nuestros lectores, el doctor M. Borie, joven y prestigioso físico nuclear, desapareció hace seis meses al mismo tiempo que una de sus colegas del centro de investigaciones atómicas, la Srta. Irene Masón. Hemos hecho indagaciones en la Dordogne sobre el doctor Clair de que se habla en el manuscrito y, al parecer, desapareció en aquellas mismas fechas. Unos meses antes había vuelto de un viaje con una joven muy hermosa con la que se había casado en el extranjero. Según el portero de la casa de M. F. Borie, la víspera de su desaparición recibió la visita de un hombre moreno de gran estatura acompañado de una joven rubia, muy bella. Finalmente, colmando ya nuestra capacidad de sorpresa, hemos podido averiguar — a pesar de la discreción de los gobiernos — que tanto en Europa como en América, desaparecieron en aquella misma época centenares de personas de ambos sexos, la mayor parte gente joven, pero todos ellos de un elevado nivel intelectual: sabios, artistas, estudiantes, obreros especializados, algunos con toda su familia. En todas partes donde eso ocurrió, observaron, poco tiempo antes, el paso del hombre alto y moreno y la hermosa mujer rubia. FIN